El Chorrillo, 26 de enero de 2021
Para
comenzar vaya por delante que con las líneas que siguen no trato en absoluto de
convencer a nadie de nada, que la única finalidad de esta entrada es aclararme
yo mismo, algo que sucede con bastante frecuencia en este diario.
Escribía un comentarista hoy, objetando sobre algunas
ideas que yo había vertido en un post anterior sobre la ley y la justicia, que
la ley era objetiva, mientras que lo que es justo o no, es subjetivo. Cuando
personas con capacidad para analizar un asunto, como es el caso hoy, se
encuentran con tener una opinión tan dispar respecto a algo tan importante como
es la definición de los términos que rigen la convivencia y el orden de una
sociedad, tengo la impresión de que lo que sucede es que estamos tan empachados
del “orden establecido” y de la verborrea de los periódicos que difícilmente
llegamos a ver la obviedad de que la ley es totalmente subjetiva, mientras que
otros, en el lado opuesto, que sufrimos la inoperancia de la ley o su
sectarismo, nos vemos cuestionados por una especie de incivilidad cuando
ponemos en solfa alguna de esas leyes .
La objetividad de la ley y el poder legislativo. No basta
decir que la ley aquí, y en casi todo el mundo, está hecha para los
robagallinas y en mucho menor grado para aquellos que detentan una considerable
cantidad de poder o disponen de medios económicos suficientes para doblar la
cerviz a la ley a sus legisladores o a aquellos que deben ejecutarlas, ello si
no son esos mismo legisladores los que apañan lo textos legislativos a su
acomodo y condición. Las leyes de Franco: cuando a mí para ejercer de
funcionario me hicieron firmar un documento en el que me comprometía a acatar
las Leyes Fundamentales del Estado, imponían un comportamiento, pero en absoluto
eran justas, y no hablo de los crímenes perpetrados al amparo de esas leyes.
Las dudas sobre la objetividad de las leyes se acumulan por todos los lados.
Naturalmente, que haya legisladores y jueces chorizos que
amañen el cotarro a su conveniencia o a conveniencia de sus adláteres no
invalida la validez de la ley; no van por ahí los tiros. Digamos que de momento
hay que coger la ley con las pinzas, olerla, meterla en el microscopio y ver de
qué está hecha por dentro. No viene de más cuestionarla y saber de su
procedencia; sólo por si acaso. Nada más que eso.
El poder judicial. Como la ley por sí sola es bien poca
cosa si no existe un poder judicial y ejecutivo que la avalen, podemos seguir
el cuento pasando por nuestro olfato al siguiente en la lista, el poder
judicial donde las castañas que no han
podido ser asadas en la primera hornada se terminan de poner a punto en esta
institución. Y para ello, si no son capaces de adaptarse a otros poderes de
mayor fuerza, quitamos a los jueces que no nos convienen, ponemos a los que van
a nuestro favor o constituimos un poder judicial a la medida de las
conveniencias, ¿de quien? Obviamente de aquellos que han preparando el terreno
nombrando a jueces concretos. ¿Alguien piensa que si el Tribunal Supremo
estuviera compuesto por independentistas catalanes, siendo la ley la misma,
Junqueras y los demás políticos catalanes serían ahora presos políticos
encarcelados, que Puigdemont, con quien en absoluto comulgo, sería hoy un
exiliado? ¿Dónde está la objetividad de la ley?
El poder ejecutivo. Y más, no nos dejemos atrás a los que
ejecutan la ley, que ahí tenemos como ejemplos aleatorios el caso de Alsasua
sin más aplicando la ley antiterrorista a una riña de bar porque una parte en
juego que tenían más de camorristas resultó que eran guardia civiles, o al
cazaelefantes, al rey emérito vivito y coleando cuando probablemente debería
estar en la cárcel.
El argumentario que trata a toda costa de hacer valer la
ley por encima de todas las cosas sería válido en una sociedad utópica en donde
lo chorizos de corbata, los lobbies y todos lo que medran a su amparo no
existieran; de ahí la necesidad de defender la ley, pero, pero, repito, con un
montón de matices, porque es obvio que necesitamos una norma común, un marco
conceptual común, que decía ayer con más precisión el amigo Cive. Si cada vez que tenemos una nueva ley nos
convertimos en ciegos cumplidores de ella podemos dejar al arbitrio de
impostores, legisladores, jueces y ejecutores, una parte considerable de
nuestro patrimonio cultural y cívico, podemos dejar en sus manos nuestro
indeclinable derecho a la libertad de expresión, por ejemplo; y al pueblo
catalán se le ha negado ese derecho fundamental, que está en la base de la
discusión que comencé días atrás a raíz de las palabras de la entrevista con Manuela
Carmena en Infolibre.
La ley no es nunca objetiva, la ley es elaborada por
sujetos concretos, y con frecuencia mediatizados, por tanto es y será siempre
subjetiva en su elaboración, de ahí la necesidad de cuestionarla y acatarla en
la medida en que puede no ser justa. Thoreau, el pionero de la resistencia
pacífica, consideró que era indebida una ley que destinaba sus impuestos a una
guerra injusta y se atuvo a su conciencia. Fue encarcelado. También Rosa Park
fue detenida, o Nelson Mandela que pasó muchos años en la cárcel. Lo que está
en juego es la perfectibilidad del sistema legislativo, el judicial y el
ejecutivo, así como la corrupción e imparcialidad de los mismos, lo que tenido
muy en cuenta y de ser apoyado por un número importante de ciudadanos podría
llevar a mejorar esta dichosa democracia que no parece otra cosa que una sombra
de lo que realmente debe ser.
La apuesta al considerar la ley como altamente subjetiva
debería llevarnos a prestigiar a ésta y dotarla de robustez y justicia, algo
que a tantos políticos y legisladores se la trae floja viendo cómo día a día la
desprestigian, la pisotean y hacen escarnio de ella a cada momento. Leamos los
periódicos y veamos quiénes son los que desmoronan continuamente los cimientos
de la ley; con el PP y el PSOE a la cabeza apenas se salva ninguno. La ley para
ellos es una pelota de plastilina con la que atender sus objetivos más
prioritarios.
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