miércoles, 27 de enero de 2021

¿Dialogo de sordos?

 

No responde exactamente a la idea del post la  pintura de Goya, pero se le aproxima.



El Chorrillo, 27 de enero de 2021

 

 

¿Estamos todos atrapados en la mismidad de un yo que nos resta la posibilidad de escuchar e incorporar el discurso del otro a nuestra percepción de la realidad? A veces pienso que sí, que raramente salimos de nuestros esquemas de pensamiento para asimilar lo que el otro nos está diciendo. El mundo gira alrededor de nosotros como espaldera de gimnasio donde ejercitamos nuestra fuerza, nuestras ideas, pero sin que apenas la influencia del interlocutor tenga repercusión sobre nosotros. Lo pensaba ayer noche leyendo y contrastando una larga carta de un amigo, una de esas de varios folios que se escribían en los tiempos de nuestras abuelas cuando no teníamos prisa y cada palabra requería el tiempo de ajustar un pensamiento y el suave desliz de la pluma sobre un folio en blanco. Lo pensaba seriamente. Él citaba a Platón, a Sócrates, a un personaje de Alicia en el País de las Maravillas, y al autor de Una historia de la mentira y terminaba su escrito con un latinajo que intentaba justificar su alejamiento de la redes y que aparecía en alguno de los muros de Pompeya: “Admiror te, paries, non cecidisse ruina qui tot scriptorium taedia sustineas. (Oh, pared, me maravilla que no te hayas hundido bajo el peso de tantas necedades)”. Mi contestación a esto último no se hizo esperar, tuve que responderle que yo, pese a mi temperamento amante de la soledad, no quería quedarme a solas con aquel muro, único refugio de los que no quieren pasar por alto las necedades, en este caso esas que tanto abundan por las redes, y que pronto volvería a ellas, eso sí sorteando en lo posible las susodichas necedades. Hay muchos amigos en las redes, gente interesante de la que no es bueno perder el contacto.

Viene ello a cuento, y si no es lo mismo, que aunque parezca que oímos al otro y sopesamos sus razones en realidad a quien realmente oímos es a nosotros mismos. Leía no hace mucho en los diarios de Ernst Jünger que mientras alguien habla estamos más metidos en nuestros pensamientos y en lo que vamos a contestar que en las palabras de nuestro interlocutor, algo parecido que me sucedía cuando estaba contestando a mi amigo dado que sus palabras actuaban sobre mí como un trampolín que me sirviera para lanzar mi propio discurso que sí, respondía al suyo, pero sólo en la medida en que servía a mi propia necesidad de afirmación de aquello que pensaba.

Desde que me dejaron de deslumbrar las páginas de los libros que apenas entendía o las palabras de los notables, porque poco a poco voy aprendiendo a ser yo mismo, el ejercicio de autoafirmación ha progresado hasta el punto de que si no me ando con cuidado puedo convertir esa autoafirmación en un hermético solipsismo negando la deseable síntesis que sale de la confrontación de  argumentos e ideas dispares.

Está atento a cómo te funciona el cerebro, parece decirme un precavido enanito, uno de tantos que le habitan a uno, y que te previenen de esa disposición tan corriente que te incita a pensar que siempre en todo lugar y situación eres tú quien tiene la razón, craso error en que caemos con frecuencia a consecuencia de lo abultado de nuestro yo.

O ¿no será que acaso Jünger tenga razón cuando da por válida aquella su disposición, acaso razonando que el otro y sus ideas siempre son un acicate para ordenar nuestro propio pensamiento y por consiguiente una conversación entre dos una oportunidad de mejorar nuestra percepción de la realidad, aunque sea a costa de escuchar al otro como con el pie en el pedal en la sordina?

Si consideramos al otro y a sus ideas como la parte del texto que nos interroga desde las páginas de un libro provocando nuestra reacción y la necesaria ordenación de un discurso que yace caótico en nuestra mente, acaso estemos en buen camino.

 Las tres de la mañana. Dejé a un lado la lectura mientras escribía lo anterior pero la imprevisibilidad del relato de Mulisch con Max repentinamente convencido de que debía adoptar al hijo de Ada, y que quizás era suyo y no de Onno, me tenía en suspenso, así que momentáneamente volví a la lectura, aunque sólo por breve tiempo. Las horas de la madrugada son tan preciosas que me cuesta irme a la cama. Luego, cuando me levanto por la mañana, tengo la sensación de que el día se me hace muy corto y es que desayunar al mediodía o a la una se me junta con la comida. Y… que a poco, en cuanto hago un par de cosas, llega la hora de la cena y así sucesivamente. Jamás, cuando tenía menos años el tiempo pasó tan deprisa como transcurre ahora. ¿Realmente me dará tiempo en esta vida a leer todo lo que necesito para tener una idea aproximada del mundo en que vivo, o sucederá como le pasaba a mi padre que estando cercano a la muerte lo único que le preocupaba realmente era saber en qué iba a terminar aquella relación amorosa que leía en su novela de cabecera y que no llegó a concluir porque la muerte le vino antes que el final del relato?

Y entonces me pregunto si ese ejercicio de mismidad en que me sumerjo cuando hablo con alguien o interpelo en las páginas de un libro de ensayo  no será algo imprescindible para comprender medianamente la realidad del mundo. La riqueza de los planetas diferentes que habitamos la Tierra, siete mil millones de sapiens, tiene infinitos matices pero en sustancia no parece que la realidad humana, sus distintas tipologías, excedan en mucho a lo que un hombre o una mujer corriente piensa o siente. De ahí que se pueda llegar a la conclusión de que el conocimiento que obtengamos de nosotros mismos, ese primer elemento de saber al que apuntaba la sabiduría socrática, pueda alumbrar el conocimiento general y, aunque oigamos a lo otros en sordina, sea en cierto modo una manera de oírnos a nosotros mismos en una especie de relación especular.

No lo sé, son las cuatro de la madrugada, así que lo voy a consultar con la almohada. Buenas noches.


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