Victoria, el río Beni arriba, en la Cuenca Amazónica |
El Chorrillo, 26 de enero de 2021
Leo con el libro sobre
el regazo. Echo mano al agua. Se ha acabado. Me levanto, echo un par de
leños al fuego, salgo con la botella fuera a llenarla. Hay una espesa niebla;
más allá de las parras todo es una mancha oscura impenetrable. Estar confinado
en estas circunstancias quizás pareciera más opresivo, pero no, en realidad se
parece mucho a la liberación que pudiera sentir alguien muy ocupado en
actividades de uno u otro cariz a quien de pronto le exoneran de todas las
obligaciones y encuentra en esta niebla y en este aislamiento su estado de
bienestar. Y vuelvo a la cabaña y, cuando cierro la puerta y me encuentro de
nuevo junto al fuego, me viene a la cabeza el recuerdo de un amigo que hacía
nostalgia de un antiguo viaje a la cuenca amazónica y entonces dejo mi libro a
un lado y me pongo a reconsiderar aquello. Siento como si una pequeña luz allá
en el fondo de mis pensamientos me estuviera haciendo un guiño. Ahora había
perdido la tensión por donde me había llevado el argumento de la novela, Ada en
coma en el hospital, Max acostándose con la madre de ésta pocas horas después
de que falleciera su marido de un infarto, un embrollo fenomenal, y las
corrientes de los ríos amazónicos aparecían ante mí acompañadas de las escenas
de las películas de Werner Herzog, aquellas memorables Aguirre y la cólera de Dios y Fitzcarraldo.
Eran las dos de la mañana y en la chimenea ardía un grueso leño de olmo. No,
no era hora de ponerse a ver una película, pese a esa intempestiva llamada de
la selva, así que opté por jugar al ajedrez. Elegí un nivel de elo de 1700. Inicié el juego con el peón
de rey a e4 y que Bobby Fischer calificó como el "mejor en las
pruebas". Fue un torneo apasionante. Fuera el viento azotaba ahora las
ramas de los árboles amenazando con despelucarlos a todos. Mientras se
desarrollaba la apertura, en la que no hay que pensar mucho porque todo está
muy estudiado en cualquier manual, puse el segundo movimiento del concierto para
violonchelo de Dvořák, que momentos antes había sonado en el funeral del padre
de Ada. El viento y el violonchelo formaban un dúo extraordinario. Luego me
olvidé de ellos y me sumergí en el medio juego. Sumergirse en una apasionante
partida de ajedrez es como abolir el tiempo y el espacio, desaparece la cabaña,
desaparece la voz susurrante y penetrante del violonchelo, el viento ya no
existe y ahora todo se centra en la estrategia por colocar un caballo en g5 que
pueda facilitar el acceso a la dama que busca por todos los medios ocupar el
escaque h7 para asentar el jaque mate de un rey situado, después del enroque,
en g8. Las blancas, las mías, habían logrado tras una hora abrir un hueco en
las columnas g y h tal de poder, al fin, tras un laborioso juego, ocupar esas
dos columnas con la torre y la reina después de haber sacrificado el caballo de
cabecera. Las tres y media de la madrugada: jaque mate.
Uuuuh, uuuuh había gritado el viento a lo largo de toda la
noche. Había tenido la precaución de cerrar la puerta de la cabaña, pero por el
palmo abierto de la ventana entraba ese ulular del viento como si ésta estuviera en la
torre de un castillo abandonado en su soledad al escenario de una historia de
terror. Total, que me desperté tarde como casi siempre. Hoy me había traído el
tensiómetro a la cama, esa intriga que me persigue desde días atrás de mi
tensión que se ha vuelto caprichosa, así que me puse el manguito y en la
pantalla apareció un 120; respiré aliviado, todo en orden. Y después fue cuando
me vino de nuevo a la cabeza lo que sería el tema de este post, el recuerdo de
unas semanas pasadas en los ríos de la Amazonia que había despertado el amigo G
con su comentario; él de joven había llegado hasta Puerto Maldonado, arriba la
corriente del río Madre de Dios, mientras que Victoria y yo habíamos recorrido
parte del río Beni, que es su tributario, y vivido algunas peripecias entre los
matapalos y la selva de los alrededores. Habíamos montado el campamento a la
orilla del río y cada mañana unas sospechosas huellas de gato grande, esos que
aparecen en las películas de aventuras y que el guía identificaba como un puma,
aparecían por los alrededores de nuestros mosquiteros advirtiéndonos de que
acampar en la selva no era lo mismo que hacerlo en nuestra sierra de
Guadarrama.
Así las cosas recordé que el pasado año, o más atrás, no
sé, el amigo Pepe de Bilbao, Paco, mi amigo el estrellero, Cive, el versado en
latines y Henry Thoreau, y un servidor, maestro escuela retirado, todos
nosotros ya adentrados en la década séptima de nuestra existencia, habíamos
empezado a poner los primeros ladrillos para preparar una expedición destinada
a conseguir la primera invernal al K2, pero, como dicha cumbre, la última de
los ochomiles, ha sido conquistada hace unos días por un equipo de escaladores
nepalíes… pues, eso, que se me ocurrió que en vez de conquistar el K2 en
invierno bien podíamos hacernos una expedición de septuagenarios a los ríos amazónicos.
Fue una iluminación.
Nuestro campamento a la orilla del río Beni. La comida: en la pescadería próxima: el río |
Era mediodía y yo estaba todavía bajo el edredón y en esta
ocasión, que no se me había presentado ninguna virgen ni ningún culo bonito que
me distrajera con sus cantos de sirena, lo que se me ocurrió enseguida echó a
rodar por esos minutos del mediodía como un exótico proyecto. Cerré los ojos y lo
primero que busqué en mi memoria fueron los rostros de amigos septuagenarios
suficientemente marchosos como para liar el petate, cruzar el Atlántico, no a
nado, por supuesto, y embarcarse como un Aguirre o un Fitzcarraldo en el
laberinto de los ríos amazónicos. Hice inventario, necesitábamos técnicos y
sabios de distinta condición a fin de que la expedición tuviera un buen
respaldo técnico y científico, no fuera que nos tomaran por cuatro pelagatos, viejos
chochos mal avenidos con los excesos del confort del hogar. De momento, seguro
que mi amigo el estrellero se apunta, un astrónomo podía ser la clave de
nuestra orientación en caso de perder el gps; después enseguida pensé en el
amigo Pepe, un técnico de maquinaria pesada, que aunque no tuviéramos que subir
el barco de acero de Fitzcarraldo por ninguna colina, seguro que sería válido
para arreglar los motores de los fueraborda, que serían imprescindibles porque
remar cientos de kilómetros corriente arriba, ni tu tía; luego necesitábamos a
alguien que manejara bien los latines o el griego clásico, para la cosa de
interpretar bien a los clásicos cuando en las largas noches del trópico nos
diera por leer a Séneca o a Aristóteles,
para lo que evidentemente no había mejor sujeto que José Antonio, Cive en
persona; ¿para manejar la cosa del barco?... uf… el amigo Vinches sería ideal,
pero me temo que no cumple la condiciones de edad, ese es más jovencito, pensé.
Bueno, cosa de consultarlo con los patrocinadores, porque seguro que a él,
navegante y escalador de toda la vida, le encantaría. Más, como parte del
equipo científico, un sabio en las cosas de la economía, seguro que el amigo J
haría un buen papel, un poco gordito él, pero seguro que con una temporadita de
gimnasio lo mismo ajustaba sus carnes a las medidas del esfuerzo requerido para
surcar los ríos de Latinoamérica. Por supuesto en la expedición no podría
faltar G, primero por su condición de inspirador de este proyecto amazónico y
después por su profesión de médico. No muy lejos iba a ir una expedición sin la
compañía de G; así que ¿cuántos somos ya? Veamos… Ah, por cierto, que falta un
maestro, un servidor, que tiempo habrá durante tantos días que dedicar a
repasar la tabla de multiplicar y aquellas lecciones de geografía de el río
Miño nace en Fuentemiña, provincia de Lugo pasa por Pontevedra y Orense y
desemboca en La Guardia. Si no me equivoco ya somos seis. Y sí, me rasco la
cabeza porque sabiendo que el siete es un número mágico, es considerado así porque
se compone del sagrado número 3 y del terrenal número 4 estableciendo, así, un
puente entre el cielo y la tierra, ya que si asociamos el número
Tan metido estaba en esto de la expedición que ni desayuno
ni na. Pensé que bueno, que ahí estaba el proyecto de momento y que ya lo
desarrollaría más tarde. Ahora se trataba de contactar con estos amigos y
esperar a ver si les hacía tilín tilín el proyecto. Todos estamos en esa edad
provecta, así lo calificó hace tiempo mi amigo Paco, en que hay que echar
madera de continuo a la locomotora no vaya a ser que ésta se quede sin
combustible y nos tengan que meter en una residencia.
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ResponderEliminarY ¿por dónde empezar? No sería mala cosa a Manaos y remontar. Habrá que pensar en el contenido del botiquín de urgencias porque, a esas edades, o ciática o taquicardia... Y que no falten supositorios analgésicos, aunque quizá sin el envoltorio, para que no suceda lo que allá, cuarenta años atrás. Un indígena con dolor en la pierna tras una caída, y le dí uno durante la cena. Se me aparece a la mañana siguiente: ¿qué tal? Aún sangre en el culo -me contesta-. Se lo había metido por el recto sin quitarle el envoltorio...
ResponderEliminarAh, jajaja...
EliminarNi te digo, más que un maletín un baúl, al menos si se trata de los amigos que he nombrado, que son de carne y hueso.
Quizás hasta una motosierra habría que llevar en el equipaje. Werner Herzog cuenta en su libro Conquista de lo inútil, que relata la filmación de Fitzcarraldo, de un momento en que un indígena que sufre una mordedura mortal de una serpiente en un pie y con la misma motosierra que estaba talando los árboles se corta la pierna a la altura del tobillo.
Me he reído durante cinco minutos con tu indígena.
Cuenta conmigo. También hay que pensar en las viandas y por supuesto la bota de vino
ResponderEliminarBota, botiquín, motosierra, viandas... ya he comenzado a trabajar hacer la lista, incluso tenemos marinero de agua dulce para la navegación, el Niño, seguro que te acuerdas.
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