martes, 26 de enero de 2021

Próxima expedición a la Cuenca del Amazonas (sólo para mayores de setenta)

 

Victoria, el río Beni arriba, en la Cuenca Amazónica


El Chorrillo, 26 de enero de 2021

 

Leo con el libro sobre  el regazo. Echo mano al agua. Se ha acabado. Me levanto, echo un par de leños al fuego, salgo con la botella fuera a llenarla. Hay una espesa niebla; más allá de las parras todo es una mancha oscura impenetrable. Estar confinado en estas circunstancias quizás pareciera más opresivo, pero no, en realidad se parece mucho a la liberación que pudiera sentir alguien muy ocupado en actividades de uno u otro cariz a quien de pronto le exoneran de todas las obligaciones y encuentra en esta niebla y en este aislamiento su estado de bienestar. Y vuelvo a la cabaña y, cuando cierro la puerta y me encuentro de nuevo junto al fuego, me viene a la cabeza el recuerdo de un amigo que hacía nostalgia de un antiguo viaje a la cuenca amazónica y entonces dejo mi libro a un lado y me pongo a reconsiderar aquello. Siento como si una pequeña luz allá en el fondo de mis pensamientos me estuviera haciendo un guiño. Ahora había perdido la tensión por donde me había llevado el argumento de la novela, Ada en coma en el hospital, Max acostándose con la madre de ésta pocas horas después de que falleciera su marido de un infarto, un embrollo fenomenal, y las corrientes de los ríos amazónicos aparecían ante mí acompañadas de las escenas de las películas de Werner Herzog, aquellas memorables Aguirre y la cólera de Dios y Fitzcarraldo. Eran las dos de la mañana y en la chimenea ardía un grueso leño de olmo. No, no era hora de ponerse a ver una película, pese a esa intempestiva llamada de la selva, así que opté por jugar al ajedrez. Elegí un nivel de elo de 1700. Inicié el juego con el peón de rey a e4 y que Bobby Fischer calificó como el "mejor en las pruebas". Fue un torneo apasionante. Fuera el viento azotaba ahora las ramas de los árboles amenazando con despelucarlos a todos. Mientras se desarrollaba la apertura, en la que no hay que pensar mucho porque todo está muy estudiado en cualquier manual, puse el segundo movimiento del concierto para violonchelo de Dvořák, que momentos antes había sonado en el funeral del padre de Ada. El viento y el violonchelo formaban un dúo extraordinario. Luego me olvidé de ellos y me sumergí en el medio juego. Sumergirse en una apasionante partida de ajedrez es como abolir el tiempo y el espacio, desaparece la cabaña, desaparece la voz susurrante y penetrante del violonchelo, el viento ya no existe y ahora todo se centra en la estrategia por colocar un caballo en g5 que pueda facilitar el acceso a la dama que busca por todos los medios ocupar el escaque h7 para asentar el jaque mate de un rey situado, después del enroque, en g8. Las blancas, las mías, habían logrado tras una hora abrir un hueco en las columnas g y h tal de poder, al fin, tras un laborioso juego, ocupar esas dos columnas con la torre y la reina después de haber sacrificado el caballo de cabecera. Las tres y media de la madrugada: jaque mate.

Uuuuh, uuuuh había gritado el viento a lo largo de toda la noche. Había tenido la precaución de cerrar la puerta de la cabaña, pero por el palmo abierto de la ventana entraba ese ulular del viento como si ésta estuviera en la torre de un castillo abandonado en su soledad al escenario de una historia de terror. Total, que me desperté tarde como casi siempre. Hoy me había traído el tensiómetro a la cama, esa intriga que me persigue desde días atrás de mi tensión que se ha vuelto caprichosa, así que me puse el manguito y en la pantalla apareció un 120; respiré aliviado, todo en orden. Y después fue cuando me vino de nuevo a la cabeza lo que sería el tema de este post, el recuerdo de unas semanas pasadas en los ríos de la Amazonia que había despertado el amigo G con su comentario; él de joven había llegado hasta Puerto Maldonado, arriba la corriente del río Madre de Dios, mientras que Victoria y yo habíamos recorrido parte del río Beni, que es su tributario, y vivido algunas peripecias entre los matapalos y la selva de los alrededores. Habíamos montado el campamento a la orilla del río y cada mañana unas sospechosas huellas de gato grande, esos que aparecen en las películas de aventuras y que el guía identificaba como un puma, aparecían por los alrededores de nuestros mosquiteros advirtiéndonos de que acampar en la selva no era lo mismo que hacerlo en nuestra sierra de Guadarrama.

Así las cosas recordé que el pasado año, o más atrás, no sé, el amigo Pepe de Bilbao, Paco, mi amigo el estrellero, Cive, el versado en latines y Henry Thoreau, y un servidor, maestro escuela retirado, todos nosotros ya adentrados en la década séptima de nuestra existencia, habíamos empezado a poner los primeros ladrillos para preparar una expedición destinada a conseguir la primera invernal al K2, pero, como dicha cumbre, la última de los ochomiles, ha sido conquistada hace unos días por un equipo de escaladores nepalíes… pues, eso, que se me ocurrió que en vez de conquistar el K2 en invierno bien podíamos hacernos una expedición de septuagenarios a los ríos amazónicos. Fue una iluminación.

Nuestro campamento a la orilla del río Beni. La comida: en la pescadería próxima: el río

Era mediodía y yo estaba todavía bajo el edredón y en esta ocasión, que no se me había presentado ninguna virgen ni ningún culo bonito que me distrajera con sus cantos de sirena, lo que se me ocurrió enseguida echó a rodar por esos minutos del mediodía como un exótico proyecto. Cerré los ojos y lo primero que busqué en mi memoria fueron los rostros de amigos septuagenarios suficientemente marchosos como para liar el petate, cruzar el Atlántico, no a nado, por supuesto, y embarcarse como un Aguirre o un Fitzcarraldo en el laberinto de los ríos amazónicos. Hice inventario, necesitábamos técnicos y sabios de distinta condición a fin de que la expedición tuviera un buen respaldo técnico y científico, no fuera que nos tomaran por cuatro pelagatos, viejos chochos mal avenidos con los excesos del confort del hogar. De momento, seguro que mi amigo el estrellero se apunta, un astrónomo podía ser la clave de nuestra orientación en caso de perder el gps; después enseguida pensé en el amigo Pepe, un técnico de maquinaria pesada, que aunque no tuviéramos que subir el barco de acero de Fitzcarraldo por ninguna colina, seguro que sería válido para arreglar los motores de los fueraborda, que serían imprescindibles porque remar cientos de kilómetros corriente arriba, ni tu tía; luego necesitábamos a alguien que manejara bien los latines o el griego clásico, para la cosa de interpretar bien a los clásicos cuando en las largas noches del trópico nos diera por leer a  Séneca o a Aristóteles, para lo que evidentemente no había mejor sujeto que José Antonio, Cive en persona; ¿para manejar la cosa del barco?... uf… el amigo Vinches sería ideal, pero me temo que no cumple la condiciones de edad, ese es más jovencito, pensé. Bueno, cosa de consultarlo con los patrocinadores, porque seguro que a él, navegante y escalador de toda la vida, le encantaría. Más, como parte del equipo científico, un sabio en las cosas de la economía, seguro que el amigo J haría un buen papel, un poco gordito él, pero seguro que con una temporadita de gimnasio lo mismo ajustaba sus carnes a las medidas del esfuerzo requerido para surcar los ríos de Latinoamérica. Por supuesto en la expedición no podría faltar G, primero por su condición de inspirador de este proyecto amazónico y después por su profesión de médico. No muy lejos iba a ir una expedición sin la compañía de G; así que ¿cuántos somos ya? Veamos… Ah, por cierto, que falta un maestro, un servidor, que tiempo habrá durante tantos días que dedicar a repasar la tabla de multiplicar y aquellas lecciones de geografía de el río Miño nace en Fuentemiña, provincia de Lugo pasa por Pontevedra y Orense y desemboca en La Guardia. Si no me equivoco ya somos seis. Y sí, me rasco la cabeza porque sabiendo que el siete es un número mágico, es considerado así porque se compone del sagrado número 3 y del terrenal número 4 estableciendo, así, un puente entre el cielo y la tierra, ya que si asociamos el número 4 a la tierra con sus cuatro elementos y sus cuatro puntos cardinales, con el sagrado número 3 que simboliza la perfección, llegamos al número 7, que representa la totalidad del universo en movimiento J; sabiendo que el 7 es un número mágico, decía, y el 6 un vulgar dígito sin más fama ni prestigio, necesario era encontrar un expedicionario más, que sería mi amigo A, que ya tenía en mente desde el principio, pero al que un trozo de titanio implantado en la pierna puede dar suficientes problemas como para preferir quedarse en casa. Me temo que en la expedición falta un filósofo, un amigo tengo que lo es, pero no está en el rago de edad requerido, alguien que nos diera la razón y abonara con sus referencias a Platón, Sócrates o Plotino esas ganas de ponerte el mundo por montera y hacer de la vida un arte, que decía Oscar Wilde… y que le valió unos años de cárcel ;-).

Tan metido estaba en esto de la expedición que ni desayuno ni na. Pensé que bueno, que ahí estaba el proyecto de momento y que ya lo desarrollaría más tarde. Ahora se trataba de contactar con estos amigos y esperar a ver si les hacía tilín tilín el proyecto. Todos estamos en esa edad provecta, así lo calificó hace tiempo mi amigo Paco, en que hay que echar madera de continuo a la locomotora no vaya a ser que ésta se quede sin combustible y nos tengan que meter en una residencia.













6 comentarios:

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  3. Y ¿por dónde empezar? No sería mala cosa a Manaos y remontar. Habrá que pensar en el contenido del botiquín de urgencias porque, a esas edades, o ciática o taquicardia... Y que no falten supositorios analgésicos, aunque quizá sin el envoltorio, para que no suceda lo que allá, cuarenta años atrás. Un indígena con dolor en la pierna tras una caída, y le dí uno durante la cena. Se me aparece a la mañana siguiente: ¿qué tal? Aún sangre en el culo -me contesta-. Se lo había metido por el recto sin quitarle el envoltorio...

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    Respuestas
    1. Ah, jajaja...
      Ni te digo, más que un maletín un baúl, al menos si se trata de los amigos que he nombrado, que son de carne y hueso.
      Quizás hasta una motosierra habría que llevar en el equipaje. Werner Herzog cuenta en su libro Conquista de lo inútil, que relata la filmación de Fitzcarraldo, de un momento en que un indígena que sufre una mordedura mortal de una serpiente en un pie y con la misma motosierra que estaba talando los árboles se corta la pierna a la altura del tobillo.
      Me he reído durante cinco minutos con tu indígena.

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  4. Cuenta conmigo. También hay que pensar en las viandas y por supuesto la bota de vino

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  5. Bota, botiquín, motosierra, viandas... ya he comenzado a trabajar hacer la lista, incluso tenemos marinero de agua dulce para la navegación, el Niño, seguro que te acuerdas.

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