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El filósofo en meditación. Rembrandt |
“Sólo cuando estaba sola tenía la
sensación de existir verdaderamente”.
(El
descubrimiento del cielo, Harry Mulisch)
El Chorrillo, 28 de enero de 2021
¿Dónde viven, tienen su existencia, los cuadros que nos
gustan, que tal vez amamos y encontramos un día por primera vez, pongamos por
caso, en algún museo de los Países Bajos, aquel Rembrandt en que un anciano
surgía del oro de la penumbra en una escalera de un viejo castillo o abadía, o
aquellos otros de Edvard Munch cuyos recuerdos te acompañaron durante semanas
mientras recorrías los fiordos noruegos, o tantos otros que quedaron
almacenados en el fondo de tu retina en alguno de aquellos lejanos viajes por
Europa? ¿Dónde las pinturas negras de Goya o los arrebatos telúricos del
Minotauro en un grabado de Picasso? Todo ese arsenal de cuadros que físicamente
cuelgan de las paredes de algún museo de algún país del mundo, pero que viven
en ti como la melodía de La urraca ladrona
o la voz de Alfredo Krauss, o lo coros de Aida
que escuchabas junto a tu abuelo mientras éste atendía a la clientela de su
puesto de pipas y caramelos?
¿Quién dice que un cuadro es un bastidor, una tela y la
pintura que alguien depositó con determinado criterio sobre ella? Un cuadro es
un ser que fue engendrado en la fértil intimidad de un artista, que fue
alimentado en el útero de su cerebro durante un impreciso tiempo de gestación y
que un día al fin salió a la luz del mundo para ser contemplado por admiradores
sedientos de belleza.
Los artistas, como dioses perplejos borrachos de la
belleza que pueden engendrar sus manos, entregados a la tarea de crear,
obedientes a un oscuro instinto que nace de ellos en la intimidad de su
soledad, son, ellos sí, como los agentes
de ese ciego milagro que se opera cada día en la fotosíntesis, en donde de la
materia prima del dióxido de carbono sale el limpio oxígeno que nutre con su
hálito nuestro ánimo.
Nuestra mente más material asigna a todo cuanto existe un
exiguo valor que dista mucho de agotarse en su materialidad. Quizás de esa
consideración es de donde nace la certeza de que un cuadro visto hace medio
siglo, ese Rembrandt al que me refería
más arriba, por ejemplo, y que es recordado con una puntualidad y precisión que
los años no han podido anular, tiene existencia propia independientemente del
soporte original sobre el que el artista lo plasmó, algo que en la música es
más fácil concebir en cuanto que una vez creada ésta puede existir en infinidad
de individuos que en un momento preciso podrán tararearla o recordar.
El placer del texto, el de la contemplación de un cuadro,
el placer de la música que suscita el recuerdo o su audición, o incluso la
reconstrucción de una memorable partida de ajedrez, ¿donde tienen su
existencia? No bastaría decir que en la memoria, un lugar donde se almacenan
unas notas o la suave textura de luz de un cuadro de Cézanne, porque ello sería
hacer referencia solamente a un material, a unos colores. Debe de haber otro
espacio, otra consistencia en algún lugar donde también yazgan las emociones
que suscitaron en su momento un cuadro, su capacidad envolvente para atrapar
nuestra emoción, los elementos subjetivos que se asociaron a la tarde de un
verano en un museo de Brujas o de Ámsterdam para crear en el espectador un
estado de ánimo cercano a eso que conocemos como síndrome de Stendhal, o que
simplemente resucita en nosotros las vivencias que nos acompañaron ante una
belleza que en determinado momento cayó en la fértil disposición de nuestro
ánimo.
¿En qué parte de nuestra anatomía envejece, como en las
barricas de roble el vino, la memoria de la belleza que hemos recolectado a lo
largo de la vida, la calidez de una fotografía donde los colores cálidos de una
estancia quedaban enmarcados en el frío azul del exterior de una vivienda que
ayer Néstor subía a su muro, el claroscuro de ese lienzo de Rembrandt de una
profunda oscuridad de la que parece
surgir un tiempo sin tiempo, la terrible e inmensa soledad del Cristo
crucificado de Velazquez, la desesperada expresión del gitano de camisa blanca
y brazos en cruz que va a ser fusilado por los soldados franceses en el cuadro
de Goya? Porque ahí están, dentro de nosotros, como están nuestras vísceras,
acompañándonos, resucitando de tanto en tanto al hilo de alguna concomitancia,
esperando como el arpa de Bécquer ser despertada. Existencia inmaterial que
recolectaron nuestros sentidos y que de tanto en tanto asoman por los
resquicios de la memoria recordándonos de paso lo necesario que es dedicar cada
día un rato a nutrir nuestra vida con un poco de poesía, otro tanto de música,
una pizca de la armonía de los colores. Una equilibrada dieta para no sucumbir
a esa tentación que persigue a muchos que prefieren destruir el cielo y la
tierra y vivir en el trasiego de una infinita actividad antes que deshacerse de
sus coches y dedicar un tiempo al ejercicio solitario de la contemplación o la
lectura.
Original de Néstor Fiaño. Gracias, Néstor.
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