miércoles, 27 de enero de 2021

De monjes y seminaristas





El Chorrillo, 28 de enero de 2021

 

Anoche, poco antes de irme a la cama, eran las cuatro de la mañana, abrí el guasap y me encontré allí un largo mensaje de David. Sólo lo leí por encima. Poco antes, en el libro de Harry Mulichs, éste le hacía pensar a Onno, que al fin había sabido de la decisión de Max de ocuparse de su hijo, el de Onno, que Max acababa de hipotecar su vida al menos hasta los cincuenta y dos años, la edad en que su hijo podría ser autónomo. ¡Dios mío!, exclamaba, entonces la vida ya casi habría pasado. Y fue con esta idea que me fui a la cama. A los cincuenta años la vida ya casi había pasado. Me había sorprendido esta exclamación; luego, antes de dormirme, me repuse y pude sonreír livianamente. Recordaba lo poco previsible que la vida puede ser y en lo incapaces que somos de remontar en la imaginación la cuesta de los años para hacernos una idea de lo que será de nosotros una, dos, tres décadas más adelante. Un amigo me decía no hace mucho, cuando recordábamos aquellos apasionados primeros años de escalada, que él no cambiaría nunca aquellos años por estos que estaba viviendo en la actualidad; setenta y dos años tenía, como yo. Y es que mi amigo el estrellero y un servidor estamos de acuerdo en muchas cosas.

Pues bien, una de las mejores cosas que trae la edad es esa posibilidad de ir conociendo de la vida y sus circunstancias con una cierta profundidad, y lo que el mensaje de David me sugería entraba dentro de esta idea que asumo con Paco de que la vida a los setenta puede ser uno de los momentos más preciados de la existencia por la capacidad que nos alumbran los años, la experiencia y algunos miles de libros en nuestro haber. Onno, que seguía pensando bajo el asombro de que su amigo fuera a ocuparse de su hijo razonaba, en lo último que leí, que así Max no desperdiciaría gran parte de su tiempo en convencer a otras muchas mujeres más de que se bajaran las bragas, cosa que sería estupenda y fantástica si se pudiera retener en la memoria, de modo que en el lecho de muerte pudieras recordarlas con satisfacción. Pues hombre, pensé, haciendo un hueco en mi pensamiento a esta nueva idea que también me resultaba grata, si a la experiencia, los años y los libros, además le añadimos esas muchas mujeres con las que en algún momento has celebrado la vida en un cuerpo a cuerpo, en la memoria de la despedida, la verdad es que la cosa me parecía redonda, tanto como para no necesitar ni soñando de una segunda vida llena con las promesas de un paraíso.

Y llego al punto del tema de este post que debía tratar de monjes y seminaristas. David me contaba que el día anterior había salido a dar un paseo por Toledo y había acabado, tras escuchar un griterío, en la plaza de San Andrés, a las puertas del Seminario Mayor. Resultó que el vocerío provenía de los seminaristas que estaban jugando al fútbol. Lo que se preguntaba, me preguntaba, David, era, él desde su condición de creyente y sabiendo de mi condición de ateo enamorado de la vida –un ateo que aspira a llegar a su último momento, Dios lo quiera :-) , en buena armonía con su muerte y agradecido, muy agradecido con la vida– era qué creía yo que pasaba por el corazón y la cabeza de esos seminaristas que jugaban al fútbol y que dentro de un rato se aislarían en su pequeño cuarto para estar seis años de estudio severo y oración antes de ser ordenados sacerdotes. No era la primera vez que ese interrogante aparecía en mi conciencia. Recuerdo que en una ocasión viajando por Vietnam me desvié de mi itinerario para visitar un monasterio budista. Después de dar una vuelta por su interior descubrí una pequeña puerta y me asomé a cotillear. Era el refectorio del monasterio, en el amplio comedor, allí un centenar o más de jóvenes monjes daban cuenta, aislados y en silencio de su frugal comida del mediodía. De aquel día recuerdo precisamente el mismo interrogante que le asaltaba a David anoche. ¿Estarían viviendo en un error?, me preguntaba también yo. Victoria y yo nos los hemos encontrado al sur del Tibet, en la zona montañosa de Yunnan, China, en condiciones de tan variopinta guisa, mezclados en los pequeños pueblos con la población jugando al billar, pidiendo limosna, departiendo como otros vecinos de una manera tan natural, integrados en la vida social como cualquier otro vecino, que costaba encontrar la diferencia que había entre unos y otros. En esa misma parte del país, caminando por encima de los cuatro mil metros, nos encontramos también a una monja budista con el pelo rapado al cero, y con la que conversamos cordialmente un rato, a la que costaba ubicar en el mundo de las mujeres.

José Antonio Marina, en uno de los últimos libros suyos que leí, hacía alusión al concepto de instinto, como sexto sentido, que él desechaba tanto de la condición humana como animal, echando mano para explicarlo el proceso de la conducta que sigue un halcón peregrino a la hora de disponerse a cazar. De la terminología biológica no tengo ni idea, así que el ejemplo sólo para hacerse una idea. El halcón posado en una rama en cierto momento siente una especie de inquietud, imagino que le rugen las tripas, no tiene reloj pero el estómago le está diciendo “algo”. Empujado por esta inquietud inicia el vuelo y estando en ello avista algo que se mueve entre los matorrales, lo que provoca que de inmediato descienda a tierra y se haga con la presa; se la zampa y tras ello el desequilibrio interior que habían producido los detectores del hambre se estabiliza. Y fin de la historia, el halcón puede de nuevo sumirse en  una nueva ensoñación, así hasta que los detectores, activados por ciertos procesos bioquímicos se pongan en funcionamiento y se repita el proceso.

Algo así, por supuesto que no puede explicar decisiones complejas en los seres humanos, pero a mí hechos de este tipo, tantos comportamientos humanos que atribuimos a la razón y a decisiones conscientes, me sugieren, no sólo a mí, obviamente, que hay por hay mecanismos de los que no somos conscientes y que guían nuestras vidas sin que lo advirtamos. He leído con cierta amplitud a Teresa de Jesús y siempre me ha parecido que en esta mujer trabajaban ciertos mecanismos escondidos que acaso tenga la oportunidad de estudiar el psicoanálisis. No en vano Octavio Paz en un escrito que no logro localizar situaba a los estados de profunda meditación y a sus éxtasis dentro de ese reactivo que hace que las personas que están enamoradas “leviten”. “Algo” hay en nosotros que en un momento puede transformarse en profundo amor por Julieta, algo de esa inquietud interior que ejemplificaba con el ejemplo del halcón peregrino, o en profundo amor a Dios. Nadie que no haya tenido una educación sexual previa sabe qué tiene que hacer cuando llega a la pubertad; imaginemos un sujeto, hombre y mujer en tales condiciones… Seguro que no necesitarían a nadie que a última hora les dijera qué es lo que tienen que hacer cuando les asalte la excitación. Sí, el cuento de Adán, que lo descubrió porque Eva se dio un culazo en la nieve y éste tuvo que frotarle el trasero para aliviarla el frío, momento en que descubrió que algo entre las piernas se soliviantaba y etcétera, etcétera.

¿De verdad que todos los impulsos que sentimos están en el orden de la razón? Esto sucede por esto, esto sucede por lo otro. A mí me da la impresión de que hay dentro del organismo sustancias que operan, que van a su bola y que empujan al individuo estimulado imprecisamente a elegir un objeto en el que calmar su inquietud. David sabe que un servidor no tiene ni idea de psicología, ni de biología, vamos, apenas de nada, así que todo esto acaso puede ser producto de una mente calenturienta; sin embargo, hay muchas cosas en nuestra conducta que poco a poco han ido encajando en planteamientos que se remiten a las ideas de Darwin donde preservar la vida y la reproducción son los dos actores principales, pero hay más. Eso, por ejemplo, que llamamos amor y en cuyo desarrollo, al decir de Salvador Pániker, entran doscientas cuarenta y tres sustancias, arranca en sus pasos más incipientes de una motivación biológica que con el desarrollo de los sapiens ha alcanzado un altísimo grado de sofisticación o se ha sublimado en otros tipos de tensiones entre las cuales podríamos situar el amor platónico, y en su defecto, cuando no existe un ser terrenal de quien enamorarse, determinadas personas pueden encontrarlo en algo que llamamos Dios, que por otra parte a un servidor le parece una invención del ser humano encaminada a encontrar un padre, un regazo, algo o alguien que le libre del frío, del calor, de las penalidades de todo tipo. Así Dios existe en la medida en que nuestras necesidades lo han creado. Soportar la soledad del desamparo, de la muerte es tan duro que el hombre tuvo necesidad de fabricarse un dios a la medida de sus desgracias.

Llegados a este punto, alguien en quien surge una inquietud, sea del tipo que sea, echa a volar y volando unos pueden encontrarse con un Dios que calma esa inquietud, pueden encontrarse con una liebre, que calma su apetito o pueden encontrarse con una buena moza que alivia plenamente el dolor de su bajo vientre.

Obviamente explicar estas cosas exclusivamente por este conducto sería absurdo, pero creo que son argumentos que pueden llegar a explicar por qué esos seminaristas que jugaban al fútbol en Toledo han elegido un tipo de vida, si a ello sumamos otras influencias tales como el ambiente religioso de la familia en que naces, las personas que tienes cercanas, la época en que vives (en la Edad Media fueron siempre más propicias las vocaciones, mientras en los años en que vivimos éstas van en picado, lo que pone de relieve el influjo del medio en que vives), el resultado puede ser bastante predecible. Yo también quise ser cura bajo la tutela de un sacerdote al que tenía mucho afecto cuando de niño estudiaba en los Salesianos.  Ello en cuanto a la decisión para meterse en el seminario. No hay error alguno, como preguntaba David, el error o el acierto en este tipo de cosas creo que es absurdo planteárselo, porque implicaría tener un referente que determine la bondad o el error de nuestros actos, creo que simplemente lo que sucede es que de un modo u otro, o con mayor o menor peso de los aspectos que puedan influir en la decisión de meterse a cura, como puede ser la de querer ser bombero, si te gusta escalar, o a marino, si navegar, hay muchos factores que influyen en esa decisión del seminarista o del monje y que le son ajenas.

Tengo un amigo que fue cura y cuyo vocación nació al abrigo de una familia muy religiosa en un pequeño pueblo. El ambiente fue el principal responsable. A ello se le sumó alguna clase de inquietud acaso relacionada con la empatía y con ese sentimiento tan humano de dedicarse a los otros, y así terminó en una parroquia. Un año después de conocerle nosotros le presentamos a una amiga nuestra; en pocos días operó en él otro tipo de inquietud, un día que nos íbamos al monte les dejamos las llaves de nuestra casa y aquella noche otro tipo de motivación ocupó su cuerpo y su mente. Unos meses después dejó de ser cura, alquilaron un piso y ambos, amado y amada, ocuparon su nido lejos del ámbito del edificio parroquial.

¿Que simplifico? ¡Hombre!, más claro que el agua, pero… estoy convencido de que lo que le picaba por dentro a Santa Teresa no era otra cosa que las derivaciones de un profundo amor, que de habérselo encontrado en Verona, donde sitúa Shakespeare a Romeo y Julieta, en vez de en las frías tierras de Ávila, probablemente habría terminado en boda con algún buen mozo de los alrededores.

Espero haber dado respuesta al amigo David con todo este derroche de maestro escuela metido a filósofo de la vida. Mis disculpas para los que puedan pensar que este reduccionismo de la realidad resulta un tanto pueril.












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