El Chorrillo, 28 de enero de 2021
Anoche, poco antes de irme a la cama, eran las cuatro de
la mañana, abrí el guasap y me encontré allí un largo mensaje de David. Sólo lo
leí por encima. Poco antes, en el libro de Harry Mulichs, éste le hacía pensar
a Onno, que al fin había sabido de la decisión de Max de ocuparse de su hijo,
el de Onno, que Max acababa de hipotecar su vida al menos hasta los cincuenta y
dos años, la edad en que su hijo podría ser autónomo. ¡Dios mío!, exclamaba,
entonces la vida ya casi habría pasado. Y fue con esta idea que me fui a la
cama. A los cincuenta años la vida ya casi había pasado. Me había sorprendido
esta exclamación; luego, antes de dormirme, me repuse y pude sonreír
livianamente. Recordaba lo poco previsible que la vida puede ser y en lo
incapaces que somos de remontar en la imaginación la cuesta de los años para
hacernos una idea de lo que será de nosotros una, dos, tres décadas más
adelante. Un amigo me decía no hace mucho, cuando recordábamos aquellos
apasionados primeros años de escalada, que él no cambiaría nunca aquellos años
por estos que estaba viviendo en la actualidad; setenta y dos años tenía, como
yo. Y es que mi amigo el estrellero y un servidor estamos de acuerdo en muchas
cosas.
Pues bien, una de las mejores cosas que trae la edad es
esa posibilidad de ir conociendo de la vida y sus circunstancias con una cierta
profundidad, y lo que el mensaje de David me sugería entraba dentro de esta
idea que asumo con Paco de que la vida a los setenta puede ser uno de los
momentos más preciados de la existencia por la capacidad que nos alumbran los
años, la experiencia y algunos miles de libros en nuestro haber. Onno, que
seguía pensando bajo el asombro de que su amigo fuera a ocuparse de su hijo razonaba,
en lo último que leí, que así Max no desperdiciaría gran parte de su tiempo en
convencer a otras muchas mujeres más de que se bajaran las bragas, cosa que
sería estupenda y fantástica si se pudiera retener en la memoria, de modo que
en el lecho de muerte pudieras recordarlas con satisfacción. Pues hombre,
pensé, haciendo un hueco en mi pensamiento a esta nueva idea que también me
resultaba grata, si a la experiencia, los años y los libros, además le añadimos
esas muchas mujeres con las que en algún momento has celebrado la vida en un
cuerpo a cuerpo, en la memoria de la despedida, la verdad es que la cosa me
parecía redonda, tanto como para no necesitar ni soñando de una segunda vida llena
con las promesas de un paraíso.
Y llego al punto del tema de este post que debía tratar de
monjes y seminaristas. David me contaba que el día anterior había salido a dar
un paseo por Toledo y había acabado, tras escuchar un griterío, en la plaza de
San Andrés, a las puertas del Seminario Mayor. Resultó que el vocerío provenía
de los seminaristas que estaban jugando al fútbol. Lo que se preguntaba, me
preguntaba, David, era, él desde su condición de creyente y sabiendo de mi
condición de ateo enamorado de la vida –un ateo que aspira a llegar a su último
momento, Dios lo quiera :-) ,
en buena armonía con su muerte y agradecido, muy agradecido con la vida– era
qué creía yo que pasaba por el corazón y la cabeza de esos seminaristas que jugaban
al fútbol y que dentro de un rato se aislarían en su pequeño cuarto para estar
seis años de estudio severo y oración antes de ser ordenados sacerdotes. No era
la primera vez que ese interrogante aparecía en mi conciencia. Recuerdo que en una
ocasión viajando por Vietnam me desvié de mi itinerario para visitar un
monasterio budista. Después de dar una vuelta por su interior descubrí una
pequeña puerta y me asomé a cotillear. Era el refectorio del monasterio, en el
amplio comedor, allí un centenar o más de jóvenes monjes daban cuenta, aislados
y en silencio de su frugal comida del mediodía. De aquel día recuerdo precisamente
el mismo interrogante que le asaltaba a David anoche. ¿Estarían viviendo en un
error?, me preguntaba también yo. Victoria y yo nos los hemos encontrado al sur
del Tibet, en la zona montañosa de Yunnan, China, en condiciones de tan
variopinta guisa, mezclados en los pequeños pueblos con la población jugando al
billar, pidiendo limosna, departiendo como otros vecinos de una manera tan
natural, integrados en la vida social como cualquier otro vecino, que costaba
encontrar la diferencia que había entre unos y otros. En esa misma parte del
país, caminando por encima de los cuatro mil metros, nos encontramos también a
una monja budista con el pelo rapado al cero, y con la que conversamos
cordialmente un rato, a la que costaba ubicar en el mundo de las mujeres.
José Antonio Marina, en uno de los últimos libros suyos
que leí, hacía alusión al concepto de instinto, como sexto sentido, que él
desechaba tanto de la condición humana como animal, echando mano para
explicarlo el proceso de la conducta que sigue un halcón peregrino a la hora de
disponerse a cazar. De la terminología biológica no tengo ni idea, así que el
ejemplo sólo para hacerse una idea. El halcón posado en una rama en cierto
momento siente una especie de inquietud, imagino que le rugen las tripas, no
tiene reloj pero el estómago le está diciendo “algo”. Empujado por esta
inquietud inicia el vuelo y estando en ello avista algo que se mueve entre los
matorrales, lo que provoca que de inmediato descienda a tierra y se haga con la
presa; se la zampa y tras ello el desequilibrio interior que habían producido
los detectores del hambre se estabiliza. Y fin de la historia, el halcón puede
de nuevo sumirse en una nueva
ensoñación, así hasta que los detectores, activados por ciertos procesos
bioquímicos se pongan en funcionamiento y se repita el proceso.
Algo así, por supuesto que no puede explicar decisiones
complejas en los seres humanos, pero a mí hechos de este tipo, tantos
comportamientos humanos que atribuimos a la razón y a decisiones conscientes,
me sugieren, no sólo a mí, obviamente, que hay por hay mecanismos de los que no
somos conscientes y que guían nuestras vidas sin que lo advirtamos. He leído
con cierta amplitud a Teresa de Jesús y siempre me ha parecido que en esta
mujer trabajaban ciertos mecanismos escondidos que acaso tenga la oportunidad
de estudiar el psicoanálisis. No en vano Octavio Paz en un escrito que no logro
localizar situaba a los estados de profunda meditación y a sus éxtasis dentro
de ese reactivo que hace que las personas que están enamoradas “leviten”. “Algo”
hay en nosotros que en un momento puede transformarse en profundo amor por
Julieta, algo de esa inquietud interior que ejemplificaba con el ejemplo del
halcón peregrino, o en profundo amor a Dios. Nadie que no haya tenido una
educación sexual previa sabe qué tiene que hacer cuando llega a la pubertad;
imaginemos un sujeto, hombre y mujer en tales condiciones… Seguro que no
necesitarían a nadie que a última hora les dijera qué es lo que tienen que
hacer cuando les asalte la excitación. Sí, el cuento de Adán, que lo descubrió
porque Eva se dio un culazo en la nieve y éste tuvo que frotarle el trasero para
aliviarla el frío, momento en que descubrió que algo entre las piernas se
soliviantaba y etcétera, etcétera.
¿De verdad que todos los impulsos que sentimos están en el
orden de la razón? Esto sucede por esto, esto sucede por lo otro. A mí me da la
impresión de que hay dentro del organismo sustancias que operan, que van a su
bola y que empujan al individuo estimulado imprecisamente a elegir un objeto en
el que calmar su inquietud. David sabe que un servidor no tiene ni idea de
psicología, ni de biología, vamos, apenas de nada, así que todo esto acaso puede
ser producto de una mente calenturienta; sin embargo, hay muchas cosas en
nuestra conducta que poco a poco han ido encajando en planteamientos que se
remiten a las ideas de Darwin donde preservar la vida y la reproducción son los
dos actores principales, pero hay más. Eso, por ejemplo, que llamamos amor y en
cuyo desarrollo, al decir de Salvador Pániker, entran doscientas cuarenta y
tres sustancias, arranca en sus pasos más incipientes de una motivación biológica
que con el desarrollo de los sapiens ha alcanzado un altísimo grado de
sofisticación o se ha sublimado en otros tipos de tensiones entre las cuales
podríamos situar el amor platónico, y en su defecto, cuando no existe un ser
terrenal de quien enamorarse, determinadas personas pueden encontrarlo en algo
que llamamos Dios, que por otra parte a un servidor le parece una invención del
ser humano encaminada a encontrar un padre, un regazo, algo o alguien que le
libre del frío, del calor, de las penalidades de todo tipo. Así Dios existe en
la medida en que nuestras necesidades lo han creado. Soportar la soledad del
desamparo, de la muerte es tan duro que el hombre tuvo necesidad de fabricarse
un dios a la medida de sus desgracias.
Llegados a este punto, alguien en quien surge una
inquietud, sea del tipo que sea, echa a volar y volando unos pueden encontrarse
con un Dios que calma esa inquietud, pueden encontrarse con una liebre, que
calma su apetito o pueden encontrarse con una buena moza que alivia plenamente
el dolor de su bajo vientre.
Obviamente explicar estas cosas exclusivamente por este
conducto sería absurdo, pero creo que son argumentos que pueden llegar a
explicar por qué esos seminaristas que jugaban al fútbol en Toledo han elegido
un tipo de vida, si a ello sumamos otras influencias tales como el ambiente
religioso de la familia en que naces, las personas que tienes cercanas, la época
en que vives (en la Edad Media fueron siempre más propicias las vocaciones,
mientras en los años en que vivimos éstas van en picado, lo que pone de relieve
el influjo del medio en que vives), el resultado puede ser bastante predecible.
Yo también quise ser cura bajo la tutela de un sacerdote al que tenía mucho
afecto cuando de niño estudiaba en los Salesianos. Ello en cuanto a la decisión para meterse en
el seminario. No hay error alguno, como preguntaba David, el error o el acierto
en este tipo de cosas creo que es absurdo planteárselo, porque implicaría tener
un referente que determine la bondad o el error de nuestros actos, creo que
simplemente lo que sucede es que de un modo u otro, o con mayor o menor peso de
los aspectos que puedan influir en la decisión de meterse a cura, como puede
ser la de querer ser bombero, si te gusta escalar, o a marino, si navegar, hay
muchos factores que influyen en esa decisión del seminarista o del monje y que
le son ajenas.
Tengo un amigo que fue cura y cuyo vocación nació al
abrigo de una familia muy religiosa en un pequeño pueblo. El ambiente fue el
principal responsable. A ello se le sumó alguna clase de inquietud acaso
relacionada con la empatía y con ese sentimiento tan humano de dedicarse a los
otros, y así terminó en una parroquia. Un año después de conocerle nosotros le
presentamos a una amiga nuestra; en pocos días operó en él otro tipo de
inquietud, un día que nos íbamos al monte les dejamos las llaves de nuestra
casa y aquella noche otro tipo de motivación ocupó su cuerpo y su mente. Unos
meses después dejó de ser cura, alquilaron un piso y ambos, amado y amada, ocuparon
su nido lejos del ámbito del edificio parroquial.
¿Que simplifico? ¡Hombre!, más claro que el agua, pero… estoy
convencido de que lo que le picaba por dentro a Santa Teresa no era otra cosa
que las derivaciones de un profundo amor, que de habérselo encontrado en
Verona, donde sitúa Shakespeare a Romeo y Julieta, en vez de en las frías
tierras de Ávila, probablemente habría terminado en boda con algún buen mozo de
los alrededores.
Espero haber dado respuesta al amigo David con todo este
derroche de maestro escuela metido a filósofo de la vida. Mis disculpas para
los que puedan pensar que este reduccionismo de la realidad resulta un tanto
pueril.
No hay comentarios:
Publicar un comentario