But nothing exists in the future; it is empty;
one might die at any minute. (Harry Mulisch)
El Chorrillo, 30 de enero de 2021
Debo a Victoria el hallazgo de estar sumergido en una
enorme y atractiva novela que, a través de Coetzee, ha llegado a nuestra casa
como un regalo con que atravesar un mes entero metido entre sus páginas. Y no
es poca cosa encontrarse con una
voluminosa novela que últimamente me acompaña tarde y noche a través de
estos tiempos inciertos en que lo mejor que uno puede hacer es encerrarse en
casa a cal y canto a escribir o contar cuentos, como hiciera Giovanni Bocaccio
cuando a sus personajes les cercaba la peste negra y decidieron dedicar largas
horas a extraer de sus sueños eróticos el material que había de alimentar su
larga reclusión. Lo de los sueños eróticos un servidor también lo practica, que
siempre es un saludable modo de dar salida a esa inquebrantable devoción que
acosa al sapiens varón de imaginarse, cuando no es posible otra cosa, al hada
madrina de todos sus sueños; y no es poca cosa, por lo bien que se lleva la
lectura, en esta quietud del confinamiento, con una partida de ajedrez o cuando
el habitante de la cabaña escribe o recoge las grandes ramas que doña Filomena
ha desgajado de los árboles con el peso de la nieve o que el viento del oeste
de días atrás ha desgarrado, lo que redunda en un entretenidísimo transcurrir
desde la mañana a la noche.
Vergüenza me da decirlo, pero es que cuando mi hija me
preguntaba esta tarde que qué tal nos iba, desde sus obligaciones de maestra
peleona volcada en mejorar este puñetero mundo que se nos viene encima, a su
padre casi se le enrojecen las mejillas porque tiene que refrenarse para no
decirle que nunca hasta ahora le había ido mejor. El campo de enfrente nevado a
veces, en otras ocasiones venteado y agitado como si Eolo se entretuviera en probar
las fuerzas de sus pulmones ante alguna diosa que quisiera encandilar, el calor
del fuego de la chimenea, ahora todo el día porque a los de Repsol parece habérseles
acabado el gas, los libros por doquier, las ganas de escribir en plena forma un
día filosofando sobre la vida, otro hablando de arte o como hoy defendiendo de
la lengua viperina de un documentalista al bravo equipo de nepalíes que días
atrás coronara el K2. Por cierto, qué no se me olvide que un día de estos tengo
que hablar de Pasqual Maragall, aquel alcalde de Barcelona que ahora lucha
contra el Alzheimer, y del que se ha hecho recientemente un documental que no
me quiero perder, y al que por oídas profeso un gran aprecio, ese que se
merecen las personas sencillas y competentes que pueblan raramente la política.
En fin, que todo rula tan suavemente por los raíles de los
días, que da gusto, incluso últimamente que me veo obligado a tomarme de
continuo la tensión y que esta tarde me sugería que vete a saber, que uno puede
irse de esta vida inesperadamente aunque tengas un aspecto saludable y te duches
todos los día con agua fría, que al corazón, ese que hace de continuo plac plac
plac bajo las costillas, en cualquier momento le puede dar un yuyo y en un par
de minutos ya no existes. Que sí que me lo pensaba y me decía, bueno, veamos,
¿tiene comida suficiente el canario, está pasada la ITV del coche, los grifos
no gotean, no hay ninguna bombilla fundida? Y como repasara someramente el estado
de mi casa y comprobara que incluso había leña suficiente para terminar el
invierno, caso de que Repsol no terminara de traer el gas, pues que decía que
no pasaba nada, dejando aparte, claro, a mi chica, a la family, que entre
existir hoy y dejar de existir mañana poca cosa era y ello pese a que mi amigo
Paco, el estrellero, que está muy versado en las cosas del universo, me decía
el otro día que tenemos que darnos prisa en realizar nuestros sueños porque
nuestro sistema solar amenazará con desaparecer en unos cinco mil millones de
años. No sé si serán años corrientes o años luz, que aunque ésta última es una
medida de distancia, cuando los números tienen tantos ceros detrás, a uno los
ojos y la cabeza le hacen chiribitas.
Pero, claro, estas cosas no se las cuento a mi hija.
Guasapeo un poco con ella, ella me cuenta que a su clase y a ella misma le han
dado vacaciones porque ha habido un niño que ha dado positivo en su aula; nos
referimos a las rutinas de seguridad y a los PCRs, pero al final todo queda en
paz. Lo jodido de morirse, sí, es que cuando te vas dejas a hijos, nietos, a tu
hortelana si es que ella no te deja a ti antes, pero que si no, como decía el
otro día el amigo Santiago Pino, pues ¡adiós!, qué leñe con tanto ruido…
Vamos, que ni de coña me iba a ir tan bién si no fuera
porque un día juego a morirme, como días atrás, otro pienso que me pueda dar un
infarto, y al día siguiente un amigo me sugiera que tengo cinco millones de
años por delante para realizar todos los sueños habidos y por haber que se me
puedan ocurrir.
Creo que me vuelvo a mi hallazgo, El descubrimiento del cielo. Pienso que un día de estos, acaso el
próximo que juguemos al ajedrez, le voy a recomendar este libro a mi amigo el
estrellero. Hay en él un tal Max, un astrónomo algo peculiar, con el que seguro va a compartir su pasión por las cosas del firmamento más que yo. Así que me levanto,
echo unos leños al fuego y a Ámsterdam me marcho. Cuando mi vista no resista
más la lectura será el momento del ajedrez o acaso el de ir pensando marcharme a la cama.
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