jueves, 10 de diciembre de 2020

Vivir, que no es poco.

 

Victoria y nuestro pequeño campamento junto al Parinacota (6350 m.)



El Chorrillo, 10 de diciembre de 2020

 

Me temo que soy un lector bastante atípico. Por mi cabaña yacen a veces libros que un día acaso comencé a leer de corrido pero que por circunstancias dejé a medias, otros libros que me caen en las manos, el principio de un largo proyecto que me ausenta de casa durante meses, o simplemente porque en ocasiones a una historia le sucede como a las parejas, que les viene bien un tiempo de lejanía mutua para que la distancia teja con renovadas ganas el deseo de la cercanía del otro. De todos modos no para todo existe una razón, es así y santas pascuas. Hay otro factor, los libros de papel ocupan un espacio, son visibles, los dejas en una mesa, un estante, en un rincón junto a la mesilla de noche y terminas dándote con ellos dispuestos a recordarte que dejaste la historia a medias. Si el libro es digital ya es otro cantar. Pueden transcurrir meses sin que caigas en que aquella lectura la dejaste a medias.

Hoy descubrí uno de esos libros en mi Kindle; era de montaña, La cima inalcanzable (Francisco G. Romero), un relato que había abandonado en un momento en que el autor-protagonista abandona la charla común en un pueblecito boliviano bajo el volcán Sajama, para caer en un soliloquio que yo había subrayado y que hablaba de destilar el dulce elixir de la vida y dejarlo correr por la venas. Creo que fue por ahí por donde abandoné el libro al final de la pasada primavera. Había tropezado con esta página y tan de acuerdo estaba con el autor que me sentí empujado a escribir, creo, un post que llevaba el título de Vivir era la razón. Estaban preparando su ascensión al Nevado Sajama y el autor reflexiona escribiendo que la razón de estar allí no son las cumbres. Vivir era la razón, escribía, “sin reservarse, buscando los límites, amontonando emociones, creyendo en lo imposible”. Una vida con la que el autor se “protegía de los abismos de la cotidianidad, los únicos precipicios a los que de verdad temía”.

Nevado Sajama

Leí hasta entrada la madrugada y lo dejé en su momento de llegada al campamento base donde un descuido del arriero o de los expedicionarios ponía en riesgo la posibilidad de alcanzar la cumbre. En el camino se ha perdido una de las botas de altura. Espero que esta noche, cuando retome el relato, aparezca la bota en algún momento. En la vida hay horas y días de calderilla e instantes de plenitud. Entre uno y otro extremo vivimos. Cuando vivir es la razón de una actividad, de un rato de meditación o de un propósito que tenemos entre manos, parece que estuviéramos en el camino de cierta verdad que con mayor o menor acierto todos perseguimos. Vivir, no existir, quiero decir.

Hasta aquí llegó el texto que escribí anoche. Me entró sueño y no pude terminar. A la tarde siguiente, que pasé un par de horas sin hacer nada mirando por la ventana, seguí dándole vueltas a la idea del día anterior, a ese hilo conductor de la razón de nuestros actos y aspiraciones; pensaba que acaso estar demasiado pendiente de lo que sucede en el mundo restringe nuestra atención hacia lo que en nuestro interior o en nuestra inmediatez tiene lugar. En un plano algo parecido hablaba ayer por whatsapp el amigo Vinches cuando yo le comentaba de mis aficiones noctámbulas; él me decía que durante el día hay más ladrones de tiempo... la noche ofrece más soledad, recogimiento, concentración. Los ladrones de tiempo, toda esa parafernalia que ocupa durante el día tanta parte de nuestra atención, son un mal de nuestra época frente al cual si no tomamos medidas es fácil que sucumbamos al punto de ir perdiendo por el camino rastros de ese yo que en el trajín de la vida parece alejarse más y más,

dejando mi cuidado

entre las azucenas olvidado. 

Cierto que vivir aislados en el campo y no tener ninguna obligación inmediata, más allá de atender a las necesidades esenciales de la casa o la persona, propicia una percepción de la realidad muy alejada de las circunstancias corrientes, pero es que sucede que cuanto más tiempo tienes y más aislado vives más experimentas la sensación de vivir una realidad en la que puedes observar cómo a tu alrededor la dispersión del yo, continuamente ocupado, roba la posibilidad del encuentro con uno de mismo.

Vivimos en el seno de un sociedad que necesita de nuestro cuidado y atención, pero como en todas las cosas, lo decía más arriba, el hacerlo en demasía desajusta una necesaria armonía entre el yo y nuestras obligaciones sociales. A Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César. El tiempo estaba esta tarde ahí como objeto de contemplación, como la llama de una vela que retiene tu mirada pero a la vez aventa tu memoria y tus ideas y hace más nítida la percepción de la vida como algo personal necesitado de tiempo y atención. Estar solo, estar en silencio sumido en la nada de la tarde me aligeraba del peso de la realidad circundante y de los grandes problemas del mundo. Horas antes había seguido un emotivo discurso de Ángela Merkel, en el que hablaba de las reuniones familiares de Navidad y del Covid llamando a la población alemana a apostar por la vida y a restringir los contactos lo más posible. La vida está en juego, decía. La emoción, el convencimiento que transmitían sus palabras y su rostro delataba algo a lo que intento referirme. A la vida, sometida a cientos de estímulos proporcionados por unos tiempos en donde el teléfono no para de charlotear, las redes sociales apremian con su demanda de atención o donde las payasadas de Ayuso o la impudicia del rey acaparan las portadas de los periódicos o las multiplicidad de nuestras ocupaciones, pareciera que le costara trabajo abrirse paso a través de tanto ruido. No hablo de quien gusta pasar un puñado de horas frente a la telebasura o de quien necesita estar frente al televisor todo el día porque si no se aburre, que ése es otro asunto, me refiero a quien  considerando la vida como un inestimable valor, como lo único que realmente tenemos, se ve obligado continuamente a vivir alejado de sí excesivamente embarcado en el no-yo o en el interminable ruido que rodea nuestras vidas.

Me voy con La cima inalcanzable, a ver si la bota de Nano aparece o no. Victoria y yo habíamos pernoctado una vez junto a esa espléndida montaña, el Nevado Sajama (6000 m.), un poco más arriba, bajo el Parinacota, una noche heladora en que el líquido de las lentillas y la leche quedaron convertidos en un bloque de hielo. A la mañana siguiente, bastante tocados por el soroche, nombre del mal de altura en la región, mientras masticábamos hojas de coca que algunos viajeros nos mostraron como alivio al mal, por la ventana del bus pudimos contemplar esa hermosa montaña que los protagonistas de la novela se disponen a escalar.

El Parinacota al atardecer
 

En ruta hacia La Paz

 

 

 

 

 

 

 

 

 


No hay comentarios:

Publicar un comentario