miércoles, 9 de diciembre de 2020

Bendito invierno, benditos bosques…

 

Original tomado del muro de Pedro Nicolás 




El Chorrillo, 9 de diciembre de 2020


Huele a invierno y a nieve de tal manera que después de la experiencia del último día del encuentro con ella en Peña Quemada, se me ha abierto un inesperado apetito de invierno que me lleva a imaginar parajes y situaciones que conectan después de muchos años con aquella temprana afición de la montaña que para mí quedó inaugurada un mes de invierno de nieve y niebla en las laderas de Cabezas de Hierro. Emiliano de Diego y yo éramos entonces dos pipiolos que ni idea teníamos en eso de enfrentarse al frío, la nieve y la niebla, pero aquello, que era como una aparición de belleza y aventura inesperada en medio de los impetuosos dieciocho años recién cumplidos, era tan entrañablemente atractivo que, sin experiencia alguna y con un material más que rudimentario, fuimos a meternos en la boca del lobo. Vino la niebla, la nieve era profunda, nevaba abundantemente… Terminamos perdiéndonos en aquella nada blanca. Caminamos toda la noche valle abajo, caímos en un arroyo con agua hasta los mismísimos, a veces nos sentábamos a descansar en medio de aquella profunda oscuridad –no, no teníamos una miserable linterna–. La nieve era profunda. Llegamos entrada la mañana a Rascafría. Aquello me costó una congelación parcial de la que me recuperé, pero que todavía me pasa factura cuando el frío es intenso.

Fue una noche de caminar por los bosques que alguna vez me gustaría repetir, la oscuridad total, la ignorancia de dónde pudiera llevar aquello, esa imperiosa necesidad de abandonarse al sueño que debíamos ahuyentar golpeando nuestros miembros de continuo. Dieciocho años, apenas salidos del cascarón, y encontrarse con una experiencia semejante supuso el nacimiento de un amor incondicional. Así que fue el bosque en realidad donde se fraguó una pasión que después de medio siglo continúa intacta, aunque lleve muchos años en que en invierno sólo esporádicamente subía a ellas. Ese distanciamiento de la montaña en invierno es ahora la responsable de que el frío y la nieve me intimiden un poco.

Sin embargo hay una cosa bonita en esto; pese a que mis veranos transcurren por completo en Alpes o Pirineos y tengo un contacto asiduo con bosques y cumbres, hasta ahora no me había sucedido que sintiera, como me sucede últimamente, esa especial disposición que sentía de joven cuando ya el lunes por la mañana me rumiaba por dentro el hormiguillo de la nueva aventura que me esperaría el siguiente fin de semana en alguna pared del Galayar o Gredos. Y estando en esa disposición de ánimo es como anoche se me ocurrió darme una vuelta por el YouTube a la búsqueda de bosques nevados donde seguro que encontraría a algunos visionarios dedicados a atravesar hayedos o abetales bajo un espléndido manto de nieve, decididos a hacer de la noche en la soledad y el frío de los bosques una amigable compañera en la que recogerse tal si ésta fuera el regazo de una madre o los brazos de una amante. Paréntesis: el espectáculo del crepúsculo frente a mi cabaña me obliga a ello. Ayer en los vídeos que veía el blanco invadir el escenario, nevaba, los abetos aparecían cargados de nieve, era una hermosura fría que aspiraba a encontrar al final de la jornada un fuego amigo, una réplica de este incendio que se produce casi a diario frente a la ventana de mi cabaña. Entre el frío y el calor transcurría la experiencia de aquellos caminantes de invierno. Alguno de ellos llevaban entre su impedimenta una pequeña estufa plegable de titanio y una tienda habilitada para la salida del humo.



 Era de madrugada. El fuego de mi chimenea ardía bajo la pantalla por donde caminaba esta gente bajo la nevada, por donde apilaban leña o paleaban nieve para preparar el lugar de la acampada. El paso sin prisa de un hombre que ajeno al mundo camina en la nieve profunda abriendo grandes huellas de oso con sus raquetas; los grandes y leves copos cubriendo su macuto, a él mismo, mientras su perro, un joven collie, sigue a su dueño o busca que éste le tire un palo. Llegar a una parte cualquiera del bosque, palear nieve, fabricar un abrigo con un toldo, hacer una fogata, preparar la cena, jugar con el perro y, cuando éste ya está abrigado en su saco de dormir, todavía demorarse junto al fuego. Veinte, treinta grados bajo cero: una buena temperatura todavía para admirar las estrellas desde la colchoneta antes de entregarse al sueño.

Contemplar estos escenarios en la soledad, también, de la madrugada, me producía una grata sensación de identificación con un medio que alentaba mis ganas de salir a caminar por los bosques; me sucedía algo parecido a aquel que teniendo un buen apetito le ponen delante un suculento menú. Esta mañana, nada más abrir el FB, lo que me encontré fue una entrada de Pedro Nicolás que precisamente había cumplido con dos amigos una jornada de esas por las que yo había estado recreándome la noche anterior. Precioso y magnífico ambiente, le comentaba, y le hablaba de mi experiencia de la noche anterior con los vídeos. Su relato, habían ascendido a Peña Morena, al sur del Nevero, arriba del pueblo de Lozoya, se desarrollaba un poco más al suroeste de donde había estado yo la pasada semana, y en cuya cercanía ya me estaba haciendo a la idea de caminar a la primera oportunidad. Le decía que acaso tenemos una predisposición muy centrada en alcanzar alguna cumbre y que no disfrutábamos totalmente de esa preciosidad que son los bosques cubiertos por la nieve.

 En algún escrito anterior había incluido una cita de un libro de montaña de la que no recuerdo ahora su procedencia. A un escalador, que bajaba de hacer una empeñativa ascensión, le habían preguntado por la razón de pasar por tantos esfuerzos y peligros. Su respuesta fue escueta, decía así: “Yo escalo para mi alma”. Hay quien entiende eso de nutrirse en una dimensión muy restringida como si sólo de pan viviera el hombre y olvidando que las pasiones, las sensaciones, la montaña, las grandes caminatas por los bosques nevados también son un alimento imprescindible… sí, para nuestra alma.

  


 

 

 

 

 

 

 

 


2 comentarios:

  1. Al leer tu crónica me ha recordado estas letras del pasado. Un saludo.
    ¡ALMA MÍA!
    Te formaste con las caricias maternas, el sonido de la música, la fragancia de las flores, al vacío tras la perdida y el amor otras nuevas.
    Fueron tantas cosas vividas, tantas cosas queridas, tanta belleza perdida, tanta y tanta experiencias a lo largo de una vida…Que mi mente está impregnada de ti, alma mía.
    Al principio era vivir lo más esencial, pero somos un proyecto con distintas armonías.
    Te escondes en lo más hondo, solo fluye tu perfume, cuando hablas del amor el aroma te descubre.
    Has creado otra medida de la vida y de las cosas, has pasado la barrera de todo lo imaginable, con soñar haces probable que surjan nuevas ideas.
    Encuentras a Dios de la nada y de la nada te nutres, repitiendo este bucle en múltiples almas gemelas.
    Todo gira y es posible cuando te activas y fluyes, cuando la ilusión te llama, te retuerces y construyes.
    Naciste poquito a poco como la duda de un niño, tuve que aprender tus notas para sentirte vibrar. Según me hago mayor, aumentas intensamente y ahora que llega el final… Tengo miedo de perderte, ¡Alma mía!

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  2. ¿Se quedará en esto, escondida en un rincón tanta belleza, tanta verdad, toda esa certeza que nace brisa a brisa, golpe a golpe de la entraña de los años y de la vida asumida como íntima experiencia? Permíteme que recree en mi muro tus palabras, hermosas palabras para un día de viento y agua frente a mi ventana de invierno...

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