domingo, 20 de diciembre de 2020

Por qué escalamos montañas, una teoría ;-)

 

Monte Sinaí. Sí, a Yavhé ya le chiflaban las montañas.


El Chorrillo, 20 de diciembre de 2020

 

Las líneas que siguen no sé si van de coña o no, en cualquier caso no sería esa mi intención. Por qué esas ganas locas de folgar, por qué nos gusta alcanzar una cumbre o algunos desean correr los cien metros en el menor tiempo posible… Estaba pacíficamente frente a la chimenea sopesando si me pondría a leer el libro de Cive sobre la renta básica o un volumen que arrastro desde el verano sobre el funcionamiento de la mente, cuando se me ocurrió que si el cerebro es tan listo como para engañarnos llamándonos a folgar con la única intención de traer nuevos seres al mundo, lo mismo por ese camino podría explicarse esa manía que tenemos algunos sapiens de ascender continuamente montañas. Se me ocurrió. Voy a ver si escribiendo doy con alguna pista.

La cima, siempre la cima como un oblongo, largo y estrecho pensamiento que magnetizara nuestra atención hasta no parar en tanto no hayamos puesto el pie sobre ella. Hace unos días fue la cumbre del Nevado Sajama de la mano de Francisco Romero en su libro La cima inalcanzable. Serían la una o las dos de la madrugada cuando les vi llegar arriba a él y a Nano. Además de mis propias cimas soy capaz recordar centenares de otros momentos en donde la exultante alegría se desparrama por el cuerpo de algún alpinista, o acaso, también, el sentimiento de una terrible indiferencia, como narra Kukuczka en Mi mundo vertical, cuando alcanza después de una ascensión al límite determinado ochomil. Me temo que hay muchos actos o deseos en el ser humano que son en cierto modo ajenos a su voluntad; el cerebro tiene sus reglas, funciona de un modo concreto ante determinados estímulos y no puede decirse del todo en tales casos que obremos de acuerdo con nuestra voluntad cuando tan fuertemente estamos determinados por él. Me explico con un ejemplo. El llamado de la especie que tiende a reproducir y conservar la vida como objetivo esencial de su razón de ser, no se para en chiquitas cuando se trata de dar vida a un nuevo sapiens; su fuerza es tan inmensa y determinante que difícilmente hay macho que resista el apremio de montar a la hembra cuando la naturaleza crea las condiciones necesarias. Quizás sea el ejemplo más extremoso del uso que hace la especie en su beneficio.

Partiendo de esta disposición en la que podemos aparecer como simples ejecutores de un mandato grabado en nuestro ADN, uno se puede divertir montón con otras especulaciones que acaso también caigan dentro de lo que llamamos nuestras disposiciones, pero que en definitiva puede que tengan su raíz en el modo en que el cerebro se comporta. Echarle la culpa al cerebro de algunas de nuestras disposiciones, apremios, deseos no parece que sea vano. Si las imperativas ganas de folgar son atribuibles al área no racional de nuestro comportamiento, quizás también podríamos preguntarnos por la razón que impelen a éste a desear ascender una cumbre.

Al protagonista de La cima inalcanzable le caen las lágrimas a borbotones cuando pisa la cumbre del Nevado Sajama después de muchas penalidades. ¿Estaba ahí la cima como amada esperando al anhelante amado, y llegado allá la emoción de éste por el encuentro desborda su emotividad? ¿Estaba ahí la cima para probarle lo fuerte que podía ser? ¿Era alcanzar la cumbre la prueba de su propio valer, un acto de culminación del amor a sí mismo que requería probarse pisando una cima? ¿Se trataba de un acto de onanismo para cuya culminación se requería el concurso y la superación de obstáculos y una dura escalada que pusieran a prueba al aspirante?

Si en lo que impele al coito busca la naturaleza la perpetuación del ser, ¿no podría afirmarse correlativamente que una  tensión parecida es la que nos empuja al ejercicio partero de provocarnos nuestro propio ser paridos, ahora superados en nosotros mismos y convertidos a pequeños pasos en seres más fuertes en el momento de haber superado la prueba a que voluntariamente nos habíamos sometido? ¿No serán estas herramientas que la naturaleza usa con aquellos hijos de la tierra y el barro que aspiran a la pujanza y a la vida plena? En el relato de Francisco las lágrimas afloran allá donde las emociones se han concitado a un nivel extremo, la llegada a la cumbre, o en el momento en que tras un vivac de altura con lo puesto llegan exhaustos a una pequeña casa que se levanta en las falda del volcán, un instante en que ya es posible decir que la vida vuelve a sus cuerpos.

¿Nos quiere la Naturaleza hijos del esfuerzo y del tesón? Escribía metafóricamente Ortega y Gasset en algún lugar que la labor de un educador consistía en obligar a sus alumnos a alzarse continuamente sobre las puntillas de los pies; valga decir puestos en la situación de superarse en todo momento, tanto intelectual como de cualquier otro modo. Vistos los criterios que siguen la naturaleza, la especie, a estas alturas me parece bastante plausible que ésta, que busca en sus creaciones una perfección y una belleza cada vez mayores, se dedique a inocular en numerosos sapiens cierta dosis de extravagancia, sea ésta subir a una cumbre o hacer los cien metros en el menor tiempo posible. Y ello antes de que se hubiera inventado esa manía de querer ser primero en todo, sea en subir catorcemiles o en comprobar a ver quién mea más lejos, que viene a ser una errónea deformación de la superación de uno mismo.

Por especular que no quede, pero es que uno se siente bastante inclinado a buscar algunos de los porqués de nuestro comportamiento como humanos en el ámbito de los monos y en el afán perfeccionista de la naturaleza que, aunque lenta en su hacer, tardó millones de años en conformar nuestro cerebro actual, paso a paso va haciendo del hombre y de su capacidad craneana un sujeto llamado a la perfección, si bien en tantas ocasiones le salga el tiro por la culata y lo que produzca sean esperpentos dedicados a engullir billetes de banco a lo largo de toda su vida.

Vamos, que parece que a la Naturaleza le gusten las vidas bonitas y bien hechas y que para ello nada más tiene que poner en la mente de algunos sujetos una cumbre, un reto o la posibilidad de explorar al máximo cualquiera de sus potencialidades; hecho lo cual se despide y les dice: ahí os dejo, cuando lleguéis arriba del todo, avisadme para que os de la ración de merecida alegría, la ración de eso que os hace más fuertes, más hermosos, más conscientes del valor de la vida y de vosotros mismos. Vamos, un discurso propio de aparecer en el libro del Génesis porque, obviamente siendo Yahvé un creador primerizo, errores los debió de cometer a patadas, de ahí que pretenda solucionarlo a posteriori gestando en el hombre raras ideas como esa de trepar peligrosas montañas a fin de perfeccionar su obra primera. Igual se le podía haber ocurrido instilarles en la materia gris subir altas cucañas, pero no, lo que tenía más a mano eran montañas y ahí dirigió las pasiones de éstos. Por cierto, que la afición Yahvé por las montañas estaba clara desde el principio de los tiempos; en una de ella le tenemos cuando ordena a Moisés escalar el monte Sinaí para entregarle las Tablas de la Ley. de En los palafitos del Orinoco a los recién nacidos se les echa al agua para que aprendan a nadar y protegerles así contra la eventualidad de perecer ahogados; de parecida manera a los hombres les inventaría la ascensión a las montañas para hacerles fuertes y protegerles de la comodidad y la pereza. El orgasmo prometido con la esperanza de traer un bebé al mundo, se transmutó aquí en el gozo del encuentro del sapiens consigo mismo y con la belleza de las alturas.

Amén. Espero que os haya gustado el cuento.

 

 

 

 

 

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