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| Sobre los etangs du Picol (Pirineo francés) |
El Chorrillo, 23 de diciembre de 2020
Miro la
niebla más allá de mi ventana y por mi pensamiento pasan otras muchas nieblas
que mi soledad atravesó a lo largo de los años de caminar por los montes. Me producen una gran sensación
de paz esos árboles desnudos como huérfanos abandonados al frío y a la noche
que empieza a apoderarse del día.
Me
sería imposible dar cuenta de los tantos días que he pasado caminando montañas
de las que nunca pude conocer otra cosa que no fuera la inmediatez de sus
fantasmales hayas, sus alerces, sus abetos, los riachuelos que atravesaba, el
sendero donde de tarde en tarde irrumpía el fragor de una cascada cercana, pero
retengo sí, sin embargo, puñados de sensaciones que acompañaban esas caminatas
por el medio de la nada donde en el gps estaba la única certeza posible. Un
sendero que sube, baja, que atraviesa profundos barrancos o cruza bosques
impenetrables durante horas, días a veces, y a cuyo calor te acoges en la
confianza de que en algún momento te llevará a un refugio, a una pequeña aldea.
Si
caminar es una manera de meditar, como escribía John Berger, caminar en la
niebla es con frecuencia como hacerlo por el interior de un templo. El
silencio, la nada alrededor, convierten el camino en un reposado encuentro con
uno mismo, la sensibilidad se agudiza, las sensaciones despiertan como
abriéndose paso en el sueño, leves a veces como una ligera brisa que te
acariciara el alma. Caminar solo en la niebla por parajes desconocidos, por
cimas o lejanos valles es con frecuencia una experiencia quasi mística. No hay
dioses en el mundo, ni ángeles, pero el silencio de la niebla le habla a los
sentidos de la manera particular en que los ángeles debían dirigirse a
Ahora
la noche se echó encima y el campo, y cuanto en él hay, árboles, pájaros, la
cebada apuntando en la proximidad de mi casa, parece como dormido bajo la
húmeda colcha de la niebla. Alrededor de mi cabaña no hay nada, absolutamente
nada. Han desaparecido las lejanas luces del pueblo próximo, no hay estrellas,
todo está sumido en la profunda oscuridad. Hace días ascendía así en la noche
en medio de la niebla camino de una cumbre, pero entonces apenas tuve tiempo
para otra cosa que protegerme del frío y no perder el sendero que me llevaba a
una cima barrida por el fuerte viento. Aquella era una niebla borrascosa poco
propicia a la contemplación. En esas nieblas te mueves como quien va nadando
contra una fuerte corriente y sólo tienes tiempo par disfrutarla cuando estás
de vuelta en casa y la recuerdas.
Hoy
hablo de otras nieblas, aquellas que sorteas sin prisa con la única
preocupación de estar atento para no perder el camino, aquella que te permite
alentar leves pensamientos o detenerte para escudriñar una composición para tu
cámara en donde las altas y robustas hayas, o los peludos troncos de los robles
cubiertos de barbas de viejo con el blanco de la nada envolviéndoles, forman un
bello cuadro que el negativo en blanco y negro transformará en un adorno para
la habitación donde trabajas.
Y junto
a estas pequeñas paradas y pensamientos que acompañan tu caminar a lo largo de
la jornada, donde a veces aparece la cercanía de un precipicio, una borda en
cuya proximidad pacen las vacas, un ruidoso riachuelo que te obliga a
descalzarte, probablemente esté también el tamborilear del agua sobre tu capa,
una música que una vez ha irrumpido en el silencio de tu recogimiento, se hace
amiga, tintineante compañera de tu caminata que se presenta como una molestia
repentina pero que termina formando con la niebla un apacible entorno en que si
tu animo está en condiciones, yo en ocasiones he imaginado como la cálida bolsa
amniótica en que vivimos antes de salir al mundo.
Cuando
era pequeño recuerdo que algunas veces que no me sentía bien o me acuciaba
alguna pena acudía a la oscuridad de una iglesia donde me recogía quizás
buscando alivio a mis pequeños problemas de niño. Eran aquellos instantes,
cuando ya de adulto los recuerdo, unos ratos conmovedores, la iglesia en la
semioscuridad, el silencio, la expresión lejana de una virgen de escayola junto
a la que me arrodillaba, creaban tal ambiente de recogimiento e intimidad tan
grato a mi temperamento que hoy, adulto, pienso en si no habría ya en esos
pequeños hechos de mi infancia la señal de una disposición que hoy me lleva a
saborear con tanto gusto este recogimiento al que me invitan estos días de
niebla que con tanta frecuencia abundan por los alrededores de nuestra casa.

Bonita reflexión, maestro
ResponderEliminarGracias, Gori, y feliz Navidad.
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