martes, 22 de diciembre de 2020

Niebla

 

Sobre los etangs du Picol (Pirineo francés)


El Chorrillo, 23 de diciembre de 2020

 

Miro la niebla más allá de mi ventana y por mi pensamiento pasan otras muchas nieblas que mi soledad atravesó a lo largo de los años de caminar por los montes. Me producen una gran sensación de paz esos árboles desnudos como huérfanos abandonados al frío y a la noche que empieza a apoderarse del día.

Me sería imposible dar cuenta de los tantos días que he pasado caminando montañas de las que nunca pude conocer otra cosa que no fuera la inmediatez de sus fantasmales hayas, sus alerces, sus abetos, los riachuelos que atravesaba, el sendero donde de tarde en tarde irrumpía el fragor de una cascada cercana, pero retengo sí, sin embargo, puñados de sensaciones que acompañaban esas caminatas por el medio de la nada donde en el gps estaba la única certeza posible. Un sendero que sube, baja, que atraviesa profundos barrancos o cruza bosques impenetrables durante horas, días a veces, y a cuyo calor te acoges en la confianza de que en algún momento te llevará a un refugio, a una pequeña aldea.

Si caminar es una manera de meditar, como escribía John Berger, caminar en la niebla es con frecuencia como hacerlo por el interior de un templo. El silencio, la nada alrededor, convierten el camino en un reposado encuentro con uno mismo, la sensibilidad se agudiza, las sensaciones despiertan como abriéndose paso en el sueño, leves a veces como una ligera brisa que te acariciara el alma. Caminar solo en la niebla por parajes desconocidos, por cimas o lejanos valles es con frecuencia una experiencia quasi mística. No hay dioses en el mundo, ni ángeles, pero el silencio de la niebla le habla a los sentidos de la manera particular en que los ángeles debían dirigirse a la Virgen o a algunos santos para anunciarles alguna buena nueva, ese susurro imperceptible como de rumor de alas que te cuenta de la belleza de los alrededores o del sentido de las cosas de este mundo, o que acaso te trae a la memoria el recuerdo de aquella amiga que perdió la vida escalando contigo y entonces las sientes caminar a tu lado, la escuchas hacer una pequeña observación, contar cualquier nadería. Los recuerdos aman la niebla y la soledad de los bosques tanto como huyen del ruido y de las chácharas interminables. En ella recuestan su cabeza, sueñan, reviven dulcemente para aquél cuyos sentidos se han recogido en ese poco espacio visible y mágico que rodea al caminante. Tontos aquellos que predican que el pasado no existe; el pasado, ese humus, ese mantillo sobre el que nuestra vida crece saludable ahíta de la energía de nuestra sensación de ser y existir.

Ahora la noche se echó encima y el campo, y cuanto en él hay, árboles, pájaros, la cebada apuntando en la proximidad de mi casa, parece como dormido bajo la húmeda colcha de la niebla. Alrededor de mi cabaña no hay nada, absolutamente nada. Han desaparecido las lejanas luces del pueblo próximo, no hay estrellas, todo está sumido en la profunda oscuridad. Hace días ascendía así en la noche en medio de la niebla camino de una cumbre, pero entonces apenas tuve tiempo para otra cosa que protegerme del frío y no perder el sendero que me llevaba a una cima barrida por el fuerte viento. Aquella era una niebla borrascosa poco propicia a la contemplación. En esas nieblas te mueves como quien va nadando contra una fuerte corriente y sólo tienes tiempo par disfrutarla cuando estás de vuelta en casa y la recuerdas.

Hoy hablo de otras nieblas, aquellas que sorteas sin prisa con la única preocupación de estar atento para no perder el camino, aquella que te permite alentar leves pensamientos o detenerte para escudriñar una composición para tu cámara en donde las altas y robustas hayas, o los peludos troncos de los robles cubiertos de barbas de viejo con el blanco de la nada envolviéndoles, forman un bello cuadro que el negativo en blanco y negro transformará en un adorno para la habitación donde trabajas.

Y junto a estas pequeñas paradas y pensamientos que acompañan tu caminar a lo largo de la jornada, donde a veces aparece la cercanía de un precipicio, una borda en cuya proximidad pacen las vacas, un ruidoso riachuelo que te obliga a descalzarte, probablemente esté también el tamborilear del agua sobre tu capa, una música que una vez ha irrumpido en el silencio de tu recogimiento, se hace amiga, tintineante compañera de tu caminata que se presenta como una molestia repentina pero que termina formando con la niebla un apacible entorno en que si tu animo está en condiciones, yo en ocasiones he imaginado como la cálida bolsa amniótica en que vivimos antes de salir al mundo.

Cuando era pequeño recuerdo que algunas veces que no me sentía bien o me acuciaba alguna pena acudía a la oscuridad de una iglesia donde me recogía quizás buscando alivio a mis pequeños problemas de niño. Eran aquellos instantes, cuando ya de adulto los recuerdo, unos ratos conmovedores, la iglesia en la semioscuridad, el silencio, la expresión lejana de una virgen de escayola junto a la que me arrodillaba, creaban tal ambiente de recogimiento e intimidad tan grato a mi temperamento que hoy, adulto, pienso en si no habría ya en esos pequeños hechos de mi infancia la señal de una disposición que hoy me lleva a saborear con tanto gusto este recogimiento al que me invitan estos días de niebla que con tanta frecuencia abundan por los alrededores de nuestra casa.

 


 


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