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| Mañana de niebla junto a El Chorrillo |
El Chorrillo, 22 de diciembre de 2020
El
título del post corresponde a aquel otro de la película que acabamos de ver
(Shannon Murphy, Australia, 2019). Nada más saltar a la pantalla las primeras
secuencias ya me sentí encandilado por el espectáculo que estaba comenzando a
ver, encandilado porque partiendo de situaciones tan imprevisibles, que gustas
por su contraste, el encuentro de una alumna de instituto, Milla, de clase
media alta con un joven, Moses, traficante de poca monta, vagabundo, gente que
acaso vive en la calle. Con sólo estos datos, lo previsible, que es uno de los
condimentos más difíciles de salvar en cualquier relato, queda reducido a la
nada, lo convencional tampoco tiene nada que hacer aquí, lo que deja al
espectador en una situación de estado de curiosa expectación, como si dijese,
coño, esto es nuevo. Así que te arrellanas en el sillón a la espera de lo que
venga después. Pero entonces desaparecen los dos jóvenes y lo que viene a
continuación es la sala de un psiquiatra, un mujer en el diván y el psiquiatra
que escucha. Ella se sube la falda, pero al otro le apremia un paciente que
está esperando. No importa, rapidito, dice ella. Y según lo están haciendo en
la mesa, él con un bocadillo mientras tanto en la mano, suena el teléfono, lo
coge. La cosa se queda a medias. Después resulta que la presunta paciente era
su esposa. Fin de la presentación.
Recordaba
la partida de ajedrez que había tenido con Paco algunas horas antes, una de
esas situaciones en que el tablero está tan confuso, escaques libres casi
ninguno, las diagonales inaccesibles a los alfiles por el acoso de los peones
contrarios, las torres encerradas tras la barrera de los peones, en fin, que ni
idea qué hacer. Pero resulta que la adolescente, desposeída de prejuicios de
clase y abierta a lo que la vida le puede ofrecer, rompe, con una naturalidad
de esas que tanto envidiamos, la cerrazón que ofrece la situación en el tablero
con un movimiento inesperado y de repente empezamos a comprender que sí, que
más allá de las insidiosas y momificadas convenciones son posibles otros modos
y maneras de vivir. Y te aprestas a ver en qué consisten esos modos, que en
resumen es un asunto viejo como el mundo, que a ella le guste aquel chico
bastante mayor que ella y que a él aquella pipiola recién salida del cascarón le
está empezando a caer muy bien.
Ya
sabemos qué dicen las convenciones, esas mordazas, cadenas, esas herencias
llenas de prejuicios y ataduras clasistas, y como a uno de entrada las
convenciones se la traen floja, pues empieza a disfrutar en la expectativa de
esta novedad. Victoria miraría después en Filmafinity y yo me sorprendería
viendo que las puntuaciones de la película estaban entre cinco y un raro nueve,
cuando mi gusto por el muestrario de la complejidad de la vida y las relaciones
entre las personas que me ofrecía la película le habría adjudicado un nueve
largo. Finalizada la película discutiríamos este aspecto, yo manifestando que
ciertos cinéfilos están incapacitados para ver un buen relato porque les sobra
bagaje técnico y no saben ver entre los rollos del celuloide la gracia y la
frescura de la espontaneidad de unos personajes atípicos, pero totalmente
reales, y ella defendiendo la importancia de los conocimientos de la tramoya
fílmica para apreciar la totalidad de una película. Quedamos en tablas en
nuestra discusión.
Creo
que quien no está íntimamente convencido de la insania de las convenciones y de
la acción corrosiva que éstas aportan a las relaciones sociales –y recuerdo
aquí que todos hablamos de
Así que
poco a poco el escenario, un tanto caótico desde el punto de las creencias de
la calle, se va abriendo paso y empezamos a ver cómo el psiquiatra abraza y
besa a la vecina preñada de nueve meses sin que ello tenga consecuencias; a
observar a su esposa flirteando con el maestro de música de su hija, del que
fue antiguo amante, o a la pipiola enamorada del desarraigado joven que se
encontró en la estación. Todo un perfecto medio juego que, enfrentado con
inteligencia y con ganas de defender los valores esenciales, el amor, las ganas
de abrazar otros cuerpos, el buen clima de la conyugalidad, la espontaneidad de
los sentimientos nacientes en la adolescencia, la afición a la música, y sobre
todo la idea de que la felicidad necesita tomar el aire y desasirse de
cualquier tipo de corsé que no le deje respirar a su gusto; juego enfrentado y
resuelto a dejar la vida correr al socaire de lo que a ella se incorpora, da al
film una frescura que verla abrirse paso entre “el glorioso caos de la vida”,
proporciona al espectador un placer, al menos a mí, suficiente para decir que
es la película que más me ha gustado en mucho tiempo. No sé si será la mejor,
pero eso sí, la que me ha hecho sentirme transportado por el medio de una
complejidad tal un navío que tuviera que abrirse paso entre la helada frigidez
de las costumbres y los hábitos sociales.
Que la
vida puede estar aquí donde estamos sin ir más lejos, cierto, puede, pero que
la gracia de saltarse lo que creemos “normal” para encontrarse al otro lado en
un paisaje novedoso donde dar cumplido a nuestros gustos y deseos, es mucha, y por
tanto también deseable.
Al
final los padres descubren que el bien mayor que tienen es su hija y su
felicidad y a ella supeditan cualquier otro valor. Ella muere de un cáncer, la
madre y el chico transforman su desesperado desencuentro en un abrazo de
consternación mutua, al padre se le parte el corazón abrazado al cadáver de su
hija. Ella no resucita, pero el guión agrega un epílogo en que todos los
protagonistas de la historia, incluida la joven, celebran un encuentro en la
playa, una especie de Funeral party bajo un cielo sobrevolado por
livianas nubes de verano que invitan a decir a la protagonista: “me va a gustar
estar pronto entre ellas”. La vida se le acabó muy tempranamente, paciencia; la
vida vino ahora así de parecido modo a como vino al principio de la historia
con aquel joven al que no dudó en acoger como su primer amor. No pasa nada,
adiós, papá, cuida de Moses; adiós, mamá; adiós, vida.



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