El
Chorrillo, 29 de diciembre de 2020
Aparto
la vista de la pantalla del ordenador y miro a través de la ventana de mi
cabaña las montañas de Gredos en esta mañana de viento allá al fondo envueltas
entre las nubes, cumbres probablemente azotadas por la ventisca, las montañas
envueltas en su absoluta soledad, e imagino a un sapiens embozado en su equipo de montaña de invierno camino, qué se
yo, del Gargantón, por ejemplo. Quiere subir hasta el Venteadero y descender
después a la laguna Grande, acaso con la esperanza de encontrar, tras muchas
horas de caminar entre la niebla y la ventisca, un pequeño respiro en el
refugio. Los pies los tiene algo fríos, pero el resto del cuerpo se encuentra
cálidamente abrigado bajo el anorak y la chaqueta de plumas. No piensa en nada
en especial, le molesta algo el frío en la oreja izquierda sobre la que se
abate el viento que viene del fondo del valle, pero por lo demás todo está en
orden.
Salió a
buscar la vida, a fundirse con esas montañas que ama desde que era adolescente,
esas montañas donde tantas horas de sufrimiento, tantas de puro gozo y
felicidad, tantas de íntimo regocijo, tal si el encuentro del amado y la amada
hubieran creado en él una irrenunciable pasión de la que no podrá prescindir
hasta el final de sus días. Sabe de los peligros que se encierran entre sus
laderas, lo sabe bien, ya de jovencito hubo de vagar toda la noche perdido en
montañas que eran nuevas para él, esas montañas que por entonces empezaba a
conocer como alguien que por primera vez con sus dedos trémulos acarician y
desvisten un primer cuerpo de mujer. Sabe, ha caminado por las montañas desde
hace medio siglo, ha escalado altivas y hermosas paredes, ha acariciado largas
aristas de hielo que culminaban en la cimas del Mont Blanc o del Delfinado, ha
dedicado veranos enteros a recorrer la bella y fascinante dorsal del arco de
los Alpes.
Sabe,
sí. Y ahora lo imagino haciéndose mayor y, mientras pasa bajo la pared helada
del Ameal de Pablo y Risco Moreno, le oigo susurrar un ¡Hola, amigo!, mientras
alza la cabeza y recorre sus paredes completamente blancas donde el hielo y sus
formas arrepolladas le dan un aspecto que le recuerda aquella otra hermosa
montaña andina del Alpamayo. Hace frío, sí, pero su alma vuela a sus años de
juventud, a una madrugada de invierno en que poco más arriba se ve ascendiendo
la ladera, los crampones emitiendo ese característico ras ras sobre el hielo
que llevaban hacia la base de
Le veo
solo en aquel maravilloso universo blanco y salvaje, lejos de las estupideces
de los que posteriormente, algunos comentaristas, pocos, es verdad, vienen a emporcar las redes sociales; fue el caso días atrás a raíz
de mi último post sobre el pico del Lobo, en donde tres o cuatro confundían el
culo con las témporas. Le veo y
me da envidia porque pienso que mucho en la vida es eso, fundirse con la
belleza que el buen Dios nos ha dado –
Lo veo
en sus ojos que asoman levemente por encima de sus oscuras gafas de sol
buscando el emplazamiento más adecuado para su tienda, es la vida que vibra en
sus pupilas. Vivir en una pequeña franja de riesgo es necesario para de tanto
en tanto sentir el hálito de tu fuerza y el aliento de la montaña y los
elementos. Adivino lo que piensa, es necesario dormir entre los brazos de la
amada, percibir su rugir, su intemperancia o la bondad, acaso esa misma noche,
de un cielo cuajado de estrellas que desde lo alto hablen al alma del solitario
y llenen su espíritu de paz y de la concordia con lo que le rodea. La montaña a
veces es cruel, violenta, forma parte de su naturaleza de parecida manera a que
forma parte de su ser la dulce suavidad de sus laderas nevadas o la encrespada fuerza
de sus ventiscas. Pero ah, allá, cuando todo recogido, protegido por un muro de
bloques de nieve la tienda, ordenada cada cosa en su sitio, el instante se hace
contemplación; le veo estar en el saco con los ojos cerrados, recordando su
ascensión por el Gargantón, el viento, la nieve profunda, las montañas a veces
descubriendo sus aristas heladas entre la niebla, o simplemente sorbiendo por
cada uno de sus capilares esa vida que entra a borbotones y que nace de la
soledad y el silencio de la noche.
En fin,
en cierto momento le veo incorporarse, tomar el hornillo, hacerse un té,
contemplar la humeante calidez que se desprende de la infusión. Se ha hecho de
noche. Al poco rato, acurrucado en el calor de su saco de dormir es fácil
imaginarle feliz, contento, ajeno a la realidad común y a sus ajetreos,
satisfecho por estar donde está en medio
de ese mundo, Gredos, por el que empezó a caminar siendo un pipiolo que apenas
sabía de la vida, pero que sucumbió a la pasión de un amor, de un modo de vida que
forma parte de su más íntimo ser.
Lo que veo tras mi ventana,
abierta al campo y a las montañas de Gredos y a la sierra del Valle, se
interpone frecuentemente en mis pensamientos y me llevan inevitablemente a una
vida, la mía, llena de recorridos por valles y montes a lo largo de medio
siglo. La imagen de hoy quizás correspondía a una de tantas incursiones de
invierno que me han llevado y me llevan a tener en ellas el lugar más preciado
para pasar la noche. Las montañas respiran un aliento muy especial entre el
crepúsculo y el alba.

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