miércoles, 2 de diciembre de 2020

El miedo, ¿aliado o enemigo?

 





El Chorrillo, 2 de diciembre de 2020

 

Si tuviera que confesar una pequeña preocupación que me ronda esta tarde después de ver las previsiones del tiempo, nieve en los próximos días y temperaturas de diez bajo cero en Peñalara o Maliciosa, seguro que alguno sonreiría condescendiente. Pero bueno, como esto es un diario, allá va, sí, me da un cierto cague eso de que se interpongan en estas rutinas mías de dormir en las alturas, la nieve y las temperaturas excesivamente bajas. Yo, que camino los inviernos, pero lejos de las nieves, aunque un poco sí lo haya hecho por el monte, ahora resulta que la nieve y el frío me pillan lejos, casi como si nunca la hubiera pisado. Ay, los años y lo mucho que hay que bregar para sobreponerse a las apariciones. Que sí, que me mosqueé el otro día de madrugada en una de las alturas del Guadarrama porque los dedos de las manos me quedaron insensibles como palos y tuve que parar y masajearlos durante diez minutos para que recuperaran la sensibilidad, y que si eso me pilla con diez grados menos en mitad de la niebla de un monte, la nieve o acaso la ventisca, pues eso, mosqueo al canto.

El asunto es que si me quedo a tomar sopitas calientes en casa la diversión se me acaba. Ya no hay intriga, ni escenarios que me inviten a jalear a las sensaciones para que vengan a hacerme cosquillas mientras a mi tienda la zarandea el viento o la lluvia. Y eso por poner un ejemplo, porque hasta la película dentro del saco de dormir me sabe a gloria en esas largas noches de vivac, y asomarme por la rendija de la tienda y comprobar que la niebla  sigue ahí impertérrita o que se ha ido y lo que hay por ahí arriba es un gran pedazo de cielo cuajado de estrellas.

Y es que ni siquiera los vivacs de media vida en los inviernos de Galayos o Gredos actúan de contrapeso. Es como si aquello se hubiera perdido en la noche de los tiempos y ahora, con el frío y la nieve, dormir en los montes fuera hacerlo rodeado de una jauría de lobos en la Transilvania invernal de una película de Polanski.

Ahora un poco más en serio. Que sí, que la edad tira pa atrás un poco cuando se trata de salirse de los caminos trillados. Si no fuera porque uno está intentando inaugurar con frecuencia un pedazo de vida y acostumbrado a litigar con la parte del yo menos decidida, más cómoda o más cobarde, ni siquiera habría ofrecido resistencia a eso del frío y la nieve, pero como experiencia tengo en eso de buscarme excusas para quedarme en casa o para dejar de hacer algo que requiere esfuerzo o forzar a mi cuerpo friolero, no tengo más remedio que ponerme en guardia cuando el pronóstico del tiempo es malo, porque en cuanto me descuido, adiós, se acabó la fiesta, me arrimo al calor de la chimenea y de allí no me muevo.

Si se hubiera escrito un libro en donde estuviera dicho lo que se debe y no se debe hacer entre los setenta y los ochenta años, sabría a qué atenerme. Últimamente oigo con frecuencia el verbo reinventarse y la verdad es que me gusta. Uno ha hecho esto o aquello durante toda la vida y de repente, date, te quedas sin trabajo; otro se ha pasado los días del inviernos al  calorcito del hogar y de repente se te enciende una luz y… Habiendo comprobado que después de los setenta todavía se pueden hacer ejercicios malabares con la vida, tales como seguir dando vueltas al mundo o continuar pateando incansablemente montañas y valles teniendo largas charlas con los gnomos, las estrellas o el juego de luces del atardecer, uno llega a pensarse que en esencia casi puede hacer lo mismo que a los veinte años, sólo que ahora suceden estas cosas de hoy, un poco de mieditis por aquí, un cierto temor por allá, que probablemente esté justificado, que los años no pasan en balde, pero que te obliga a pensarte dos veces lo que de joven nada de nada.

Viendo la gente tan preparada que anda hoy por el mundo de la montaña a uno le da un poco corte este acobardamiento ante esa soledad que estos días rumio cuando pienso en una noche de mal tiempo en medio de la nieve.

No debería escribir sobre estas cosas, me digo, pero, qué carajo, si llevo media tarde diciéndomelo a mí mismo, ¿por qué no a lo que voy a contar a mi diario? Además… ¿cuál es el verbo ese, el que se usa par espantar a los fantasmas? Ya; me acordé: exorcizar. ¿Habré yo de exorcizar a los malos espíritus que vienen a poner trabas al sano hábito de dormir en las cumbre en invierno? Quizás estas líneas tengan algo de ese ejercicio de expulsar a los demonios que se me han venido encima con el repentino frío que se anuncia.

Roland Barth encabeza su libro El placer del texto, con una cita de Hobbes: “La única pasión de mi vida ha sido el miedo”. Por otro parte en mi último post citaba unas palabras que recogí de la película Leolo y que decía: “El miedo habita en nosotros”. Alex Hunter en su libro Free solo, cita a Comici que, tras escalar en solitario la pared norte de la Cima Grande de Lavaredo en tres horas y tres cuartos, escribe en el libro de la cima; “Vivimos exclusivamente de sensaciones y para sacarle el máximo partido a esta vida, uno tiene que arriesgarse algo”. Es esta clase de asuntos que recogidos de aquí y de allá, y que de algún modo apuntalan nuestras debilidades con certezas que, como todas las pequeñas cosas, son al modo de diosecillos que nos orientan en la duda. Desde Hobbes, para quien la pasión de su vida ha sido el miedo, al reconocimiento de Leolo que es consciente de que el miedo es un habitante permanente del individuo o al convencimiento de Comici de que para sacarle partido a la vida hay que enfrentarse al miedo, hay un recorrido que viene a confirmar tanto la existencia más o menos soterrada del miedo en todos nosotros como la necesidad de enfrentarlo. Si vivimos exclusivamente de sensaciones, como afirma Comici, y no debe andar muy lejos de la verdad, ¿qué haremos entonces, padrecito?

  

 

 

 

 

 

 

 

 


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