El Chorrillo, 27 de noviembre de 2020
Vamos,
que llovía y como pertenezco a la clase de los privilegiados que se puede
levantar a la hora que le dé la gana, mi ejercicio de contemplación se prolongó
hasta más allá del mediodía. Tenía los ojos medio pegados cuando sonó el
despertador y esperando a que éstos se fueran haciendo a la luz de la mañana,
me entretuve en viajar de acá para allá. Tenía unas cuantas cosas en mente; de
una parte la figura de Tristana en la película de Buñuel, que había visto la
noche anterior –he entrado en un ciclo buñuelesco, sí– de otra, unos
comentarios “muy sabios” que había encontrando en un post de José Mijares que hablaban
de Vargas Llosa. Ellas y algunos asuntos más, mezclado con el tintineo de la lluvia
que caía blandamente sobre el resto de las hojas de la catalpa y las acacias
cercanas, me creaban algo así como un estado de ánimo muy propicio a eso que
puede llamarse estar muy bien con uno mismo. Y aunque un enanito me decía desde
algún rincón que venga ya, que te levantes, la verdad es que no le hacía ni
puñetero caso, porque consciente de que Santa Teresa erraba con aquello de vivo
sin vivir en mí esperando con tantas ganas dejar este mundo para habitar un
hipotético jardín celestial, no sólo tenía intención de no levantarme sino que
intentaba concentrarme en ese vivir en mí en que con tanta frecuencia me
regodeo –¡ah, esos especiales ratos de la mañana y la noche junto al fuego de
la chimenea!–.
Y
pensaba en
La
verdad es que la vida a veces puede aparecérsenos como un misterio, una cosa
rara, pero en otras resulta de lo más sencillo que es lo que me parecía a mí
esta mañana. Despertarse, ensoñar, recordar, ducharse, desayunar, hacer un poco
de ejercicio, leer, escribir, oír música, ver una peli (sí cada vez me acosa
más un cierto complejo de ser un ser privilegiado en medio de esta hecatombe
que estamos viviendo, hecatombe sanitaria, pero también hecatombe económica y
política), en definitiva eso que llamamos vivir. Y es que uno cierra los ojos y
viendo pasar todo esto por el fondo de la retina a oscuras como en un
cinematógrafo, puede llegarse a sentir muy feliz, feliz sin más por estar
viviendo ese momento presente, por la lluvia que chorrea por los cristales
dejando vistosos regueros en su recorrido, por las sensaciones que nos visitan.
Recordaba algunas mañanas últimas, éstas en que me despierto en la cumbre de
alguna montaña y que constituyen uno de los momentos más deliciosos de la
semana; despertar, y caliente en el saco de dormir, mi cabeza cubierta con el
confortable capuchón de lana de mi camisa, oír el viento agitar mi tienda o mi
saco si lo hago al raso, asomar la cabeza por la ventana y contemplar el sol
alzándose como un dios sobre el horizonte y allí en la soledad, mucho más a
veces cuando la niebla cubre mi vivac, entregarme al placer de ensoñar y
alimentar mis sentidos con la luz, la niebla o el viento.
¿Que
qué hago allí en silencio arrebujado en el saco de dormir y con aspecto de no
querer moverme en toda la mañana?: vivir, eso, simplemente, vivir. Lo que hacía
Tristana anoche o Nazarín el día anterior. Nazarín de cura en un pueblecito
mejicano, Tristana de huérfana en una pequeña ciudad que acaso fuera Toledo; la
persona que hacía comentarios “muy sabios” escalando unas veces la apretada y
difícil prosa de un volumen de Heidegger o Wittgenestein, otras ascendiendo algún
prominente volcán de Latinoamérica, algunas más hilando un comentario irónico, o
acaso no era irónico, no desde la cumbre de un volcán sino desde la empanada
mental, que decía José, en que impartía la cátedra de un conocimiento cierto
pero que acaso se podía saborear como una ironía, a no ser que la cosa tuviera
que ver con ciertos hábitos propios del
pavo real. Vidas en fin también como la del amigo de Noruega que empieza a
percibir en sus carnes el placer del aislamiento en la noche ártica donde la
luz del sol apenas levanta en el horizonte en ésta época, el amigo que algún
día pensó en vivir más allá del contacto de otros humanos en el territorio de
la nada y los fiordos.
Y
sucedió que en algún momento sonó el whatsapp y por allá apareció mi
desaparecido amigo Jorge –la alegría de volver a encontrarse con un amigo añoso
como yo mismo, en estos tiempos, y ser población de riesgo es algo que te anda como
mosca tras la oreja, es siempre una dicha– que me regalaba con una imagen de
Y es
que uno se admira de esta diversidad en que se manifiesta la vida en los
congéneres de este planeta, eso sin contar con los locos de atar, los amantes
de las montañas, sin los cuales el cuadro de la vida quedaría tristemente incompleto
ya que una vida desprovista de la inutilidad sería una cosa no demasiado
atractiva. Estar atado a la utilidad es hoy día un castigo mesiánico que
arruina la creatividad y el sentimiento de gratuidad que deberían bañar lo más
selecto de nuestros actos. Subir montañas, cantar, escribir, hacer música o
investigar sobre la arpía del Bestiario de Aberden del siglo XIII, o echar una
mano al prójimo, y no por su utilidad, que todo hay que decirlo, se me antoja
como un selecto modo de seguir tejiendo esa hilatura que Penélope hacía durante
el día y deshacía durante la noche, esperando no a Odiseo, sino simplemente el
último de sus días.

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