viernes, 27 de noviembre de 2020

Eso, simplemente vivir

 



El Chorrillo, 27 de noviembre de 2020

 

Vamos, que llovía y como pertenezco a la clase de los privilegiados que se puede levantar a la hora que le dé la gana, mi ejercicio de contemplación se prolongó hasta más allá del mediodía. Tenía los ojos medio pegados cuando sonó el despertador y esperando a que éstos se fueran haciendo a la luz de la mañana, me entretuve en viajar de acá para allá. Tenía unas cuantas cosas en mente; de una parte la figura de Tristana en la película de Buñuel, que había visto la noche anterior –he entrado en un ciclo buñuelesco, sí– de otra, unos comentarios “muy sabios” que había encontrando en un post de José Mijares que hablaban de Vargas Llosa. Ellas y algunos asuntos más, mezclado con el tintineo de la lluvia que caía blandamente sobre el resto de las hojas de la catalpa y las acacias cercanas, me creaban algo así como un estado de ánimo muy propicio a eso que puede llamarse estar muy bien con uno mismo. Y aunque un enanito me decía desde algún rincón que venga ya, que te levantes, la verdad es que no le hacía ni puñetero caso, porque consciente de que Santa Teresa erraba con aquello de vivo sin vivir en mí esperando con tantas ganas dejar este mundo para habitar un hipotético jardín celestial, no sólo tenía intención de no levantarme sino que intentaba concentrarme en ese vivir en mí en que con tanta frecuencia me regodeo –¡ah, esos especiales ratos de la mañana y la noche junto al fuego de la chimenea!–.

Y pensaba en la Tristana (la maravillosa Catherine Deneuve) asediada por su tutor (Fernando Rey), enamorada de un pintor y vuelta sin pena ni gloria, ahora enferma, a la casa del primero y esperando sin más a que éste muriera y deseando a última hora, quizás, en su fuero interno, recibir las gracias del joven mudito. Pensaba y me decía: sí, pues esto es la vida, del mismo modo que la de su tutor eran las faldas y disponer de dinero suficiente para alternar en sociedad con un poco de dignidad. O la de Santa Teresa viviendo sin vivir para vivir Dios sabe cuándo.

La verdad es que la vida a veces puede aparecérsenos como un misterio, una cosa rara, pero en otras resulta de lo más sencillo que es lo que me parecía a mí esta mañana. Despertarse, ensoñar, recordar, ducharse, desayunar, hacer un poco de ejercicio, leer, escribir, oír música, ver una peli (sí cada vez me acosa más un cierto complejo de ser un ser privilegiado en medio de esta hecatombe que estamos viviendo, hecatombe sanitaria, pero también hecatombe económica y política), en definitiva eso que llamamos vivir. Y es que uno cierra los ojos y viendo pasar todo esto por el fondo de la retina a oscuras como en un cinematógrafo, puede llegarse a sentir muy feliz, feliz sin más por estar viviendo ese momento presente, por la lluvia que chorrea por los cristales dejando vistosos regueros en su recorrido, por las sensaciones que nos visitan. Recordaba algunas mañanas últimas, éstas en que me despierto en la cumbre de alguna montaña y que constituyen uno de los momentos más deliciosos de la semana; despertar, y caliente en el saco de dormir, mi cabeza cubierta con el confortable capuchón de lana de mi camisa, oír el viento agitar mi tienda o mi saco si lo hago al raso, asomar la cabeza por la ventana y contemplar el sol alzándose como un dios sobre el horizonte y allí en la soledad, mucho más a veces cuando la niebla cubre mi vivac, entregarme al placer de ensoñar y alimentar mis sentidos con la luz, la niebla o el viento.

¿Que qué hago allí en silencio arrebujado en el saco de dormir y con aspecto de no querer moverme en toda la mañana?: vivir, eso, simplemente, vivir. Lo que hacía Tristana anoche o Nazarín el día anterior. Nazarín de cura en un pueblecito mejicano, Tristana de huérfana en una pequeña ciudad que acaso fuera Toledo; la persona que hacía comentarios “muy sabios” escalando unas veces la apretada y difícil prosa de un volumen de Heidegger o Wittgenestein, otras ascendiendo algún prominente volcán de Latinoamérica, algunas más hilando un comentario irónico, o acaso no era irónico, no desde la cumbre de un volcán sino desde la empanada mental, que decía José, en que impartía la cátedra de un conocimiento cierto pero que acaso se podía saborear como una ironía, a no ser que la cosa tuviera que ver con ciertos hábitos propios  del pavo real. Vidas en fin también como la del amigo de Noruega que empieza a percibir en sus carnes el placer del aislamiento en la noche ártica donde la luz del sol apenas levanta en el horizonte en ésta época, el amigo que algún día pensó en vivir más allá del contacto de otros humanos en el territorio de la nada y los fiordos.

Y sucedió que en algún momento sonó el whatsapp y por allá apareció mi desaparecido amigo Jorge –la alegría de volver a encontrarse con un amigo añoso como yo mismo, en estos tiempos, y ser población de riesgo es algo que te anda como mosca tras la oreja, es siempre una dicha– que me regalaba con una imagen de la Aiguille de Midi y el Mont Blanc unas pocas palabras, y que hablaba del Cervino, del Camino del Inca y de un grupo de porteadores con los que se había encontrado en cierta ocasión, “típicos incaicos, fibrosos y escuálidos, de pies descalzos, que cargaban a hombros cada uno de ellos a un turista, todos orondos y gordinflones” y que además daba cuenta de los trabajos en que andaba metido últimamente entretenido en beatos y bestiarios haciendo más o menos una colección de bichos raros y predicciones sobre el fin del mundo.

Y es que uno se admira de esta diversidad en que se manifiesta la vida en los congéneres de este planeta, eso sin contar con los locos de atar, los amantes de las montañas, sin los cuales el cuadro de la vida quedaría tristemente incompleto ya que una vida desprovista de la inutilidad sería una cosa no demasiado atractiva. Estar atado a la utilidad es hoy día un castigo mesiánico que arruina la creatividad y el sentimiento de gratuidad que deberían bañar lo más selecto de nuestros actos. Subir montañas, cantar, escribir, hacer música o investigar sobre la arpía del Bestiario de Aberden del siglo XIII, o echar una mano al prójimo, y no por su utilidad, que todo hay que decirlo, se me antoja como un selecto modo de seguir tejiendo esa hilatura que Penélope hacía durante el día y deshacía durante la noche, esperando no a Odiseo, sino simplemente el último de sus días.  

 


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