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| Monte Cook (Nueva Zelanda 2016) |
El
Chorrillo, 18 de noviembre de 2020
“Somos como moscas de vinagre encerradas en una tina:
hay que salir de este encierro para respirar en el gran espacio del mundo”
(Hadot, La filosofía como forma de vida).
Una imagen vale más que mil palabras. El ir y venir de
la política que nos rodea, los hábitos de pensamiento que adquirimos y que nos
impiden respirar otros aires y adoptar otro punto de vista. Ideas viejas como
el mundo pero que frente a la inercia de un modo de hacer y pensar tienen pocas
posibilidades de éxito encerrados como frecuentemente estamos en el prístino
mundo de nuestra mismidad, de esa realidad que se ha conformado a nuestro
alrededor como una cómoda vestimenta para pasear por el mundo. Y me lo digo a
mí mismo recordando la intención con que Marco Aurelio iba escribiendo sus
conocidas Meditaciones. Reconsiderar
lo que uno piensa sobre la realidad debería ser un ejercicio a que someterse
con alguna frecuencia; eso dicen los sabios que en el mundo han sido.
La perspectiva universal, que sería algo así como
elevarse en un helicóptero por encima de uno y sus circunstancias, tanto porque
los árboles impiden ver el bosque como porque los asuntos se ven mejor desde un
contexto más amplio, debería ser el modo más adecuado para acercarse a la
realidad, pero basta abrir las páginas del periódico o sin ir más lejos
interrogarnos a nosotros mismos para observar eso, que somos como moscas de
vinagre encerradas en un tina. No siempre, claro.
Hay, ha habido, tanta gente sabia por el mundo, que
bien merece la pena dedicar de tanto en tanto a leer despacio algunas
reflexiones, y esa del helicóptero la verdad es que se me antoja especialmente
práctica. Andas encerrado en una idea y en un momento se te ocurre subirte al
trasto ese volador, elevarte unos cientos de metros y desde allí observar el
panorama, los vecinos, la gente, la política, los afanes, la excesivamente
corta longitud de la vida, unas palabras de Facundo Cabral sin más que leí esta
mañana en el muro de África Quiroga y sobre las que comentaba que eran cosas
para leer a la hora del desayuno y
prepararse para el día que comienza... sí, que la mente es olvidadiza,
añadía, y confundimos la mena con la ganga, la esencia con los superfluo; y
cuando has terminado el vuelo, ese ejercicio de intentar una perspectiva
universal, pues que es posible que el color primero con el que se miraba cambie
y con ello etcétera.
De todos modos la verdad es que vuelos haylos de muchos
tipos, al que aquí me refiero es de los más corrientitos, cosas de cepillar los
rincones del cerebro para que entre más luz y oxígeno a su materia gris de modo
que podamos discernir medianamente los asuntos y no caer en la tontería de,
como los burros que dan vueltas a la noria, pensar que el mundo es un aljibe
circular sobre el que dar vueltas y vueltas hasta caer desplomado. Hay otros
vuelos sin embargo que convendría considerar. Recuerdo por ejemplo una tarde de
invierno de los años setenta en que estaba totalmente fumado y que conduciendo
un R4 desde el barrio del Pilar hasta nuestra casa en el Alto Extremadura el
mundo se me aparecía como un psicodélico enjambre de luces de colores en donde los
faros de los coches que venían de frente hacían un bonito juego con aquellas de
los frenos de los vehículos que nos precedían. Sólo fumaba un poco, cuando en
alguna casa nos juntábamos los fines de semana hasta altas horas de la
madrugada y la música, un estruendoso final de una batería de Led Zeppelin o un
motivo de Eric Clapton, dejaba el cuerpo en disposición de emprender algún
vuelo, pero en aquella ocasión realmente nos pasamos con la maría atravesando
Madrid de parte a parte dentro de un sueño pletórico de farolillos chinos que
aparecían y desaparecían como luciérnagas frente al parabrisas. La
excepcionalidad de aquel vuelo me hizo comprender que además de los vuelos
corrientes, relacionados con la percepción universal, existían, junto a los que
se emprenden en parapente desde el Mondalindo o desde el aeropuerto de Barajas
en un Airbus A319, otros modos de volar que no está de más haber experimentado.
Recuerdo que en el primer año de universidad uno de los
temas con que arrancó el curso fue el estudio de la percepción. De aquello se
me ha olvidado casi todo, pero sí conservo la idea de la importancia que
tiene el modo en que percibimos los objetos, los asuntos, la realidad en
general, sobre el concepto que nos formamos del mundo y de cómo en parte a
consecuencia de ello orientamos nuestra conducta. Quizás el aspecto más
rocambolesco y violento de una perversión de la percepción, y en consecuencia
los hechos que se derivan de ella, unido por supuesto a otros factores
emocionales, lo represente el Duelo a
garrotazos, el cuadro de Goya. Ver los asuntos en su justa medida
desprovistos del acaloramiento, el tinte ideológico de cada uno, la religión
que profesas o si lo que sea atañe a tu bolsillo o no, son los elementos más
evidentes que se cazan a simple vista cuando uno emprende el vuelo, que sin que
la sangre llegue al río, ni nos liemos a garrotazos unos con otros, hacen pensar
en las barreras que se interponen en el camino de la comprensión porque acaso estamos
demasiado centrados en las pelotillas que tenemos en nuestro propio ombligo. O,
dicho de otro modo, porque hemos dejado a un lado la empatía que, llegado el
caso, siempre ayuda a tender puentes con los otros.
Hace meses, antes de la era del Covid, unos amigos me
invitaron a volar en parapente para una fecha indeterminada –agárrate que
vienen curvas, pensé enseguida– lo que en principio me pareció una idea
atractiva aunque ya de entrada se me encogiera un poco el estómago. Bonito eso
de ver los bosques, los ríos y las montañas por ahí abajo, la brisa en la cara,
el vértigo hormigueando por dentro alentando a la inquietud, pero en
definitiva, ufff… con lo a gustito que se está en casa con los pies sobre el
suelo, el calor de las pantuflas, los hábitos de siempre ahí al alcance de la
mano. En fin, que no sé que es más difícil, si subirte por primera vez en
parapente o dejar de ser una mosca vinagrera.

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