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| Original de @paco_farero |
El Chorrillo, 17 de noviembre de 2020
Pregunta Uge a sus amigos del FB por cuál es su risco preferido de la Pedriza y por qué. Y el amigo Antonio Montes responde que La Vela porque de jovencito era un gilipollas y la hizo en solitario. Y yo le contesto, que, vamos, que quedaste enamorado de ti mismo y ahora necesitas un testigo que te recuerde que las gilipolleces también nutren el yo pese a que ningún bípedo anduviera por allí en tu ascensión solitaria.
Aquí todo quisque sigue dando la vuelta a la noria de su Pedriza, yo entre ellos, y me parece bien porque no hay mejor cosa que recrear de la manera que sea a esas pequeñas o grandes amantes que nos han alegrado la vida y el corazón durante tantas décadas. Así Uge pregunta, y de inmediato, muy consciente él de los amantes que tiene ese conjunto de piedros que la naturaleza y los elementos han ido conformando al gusto de su intemperancia o simplemente del gusto de los los dioses del mar y las tempestades, enseguida le salen amantes por todos los resquicios del FB que quieren dejar constancia de sus respectivos amores. Y yo que estoy recientito con el ánimo regado con un vinillo madrileño, un simple Condado de Tielmes, que me ha dejado el ánimo cálido y sensible a la belleza y a la nostalgia, me siento animado a unirme a este coro de cofrades amantes de ese encantado reino.
Pero bueno, vayamos por partes, porque aquí ha concurrido una gran familia de amadores en donde el que más o el que menos confiesa y da razones de sus amores de manera muy personal. Ejemplos al canto, para Paz Arroyo, es el risco de las Nieves en el Cocodrilo porque guarda un recuerdo maravilloso de su primera escalada en él; Loren no se moja pero tan encantado está con la Pedri que para él cualquier risco es un balcón de los sueños; el Mogote de los Suicidas, tiene varios adeptos, Santiago Pino y yo entre ellos, un hermoso risco que parece retar la cordura de la gravedad para erigirse como un inmenso falo en la plenitud del crepúsculo; el Pájaro y el Yemo tienen también sus preferencias en el corazón de muchos pedriceros; María Eugenia Díaz expresa una predilección especial por aquél en el que no haya nadie a mucha distancia a la redonda, lo que me parece una excelente elección que yo comparto porque la soledad añade siempre a una montaña, a un risco, una relación con ésta y con uno mismo capaz de traernos ratos de sosegada paz; para Puli Gallego el lugar ideal es Cinco Cestos por la acogedora cueva que hay en su base y en la que ha dormido varias veces; Jimbo Redneck aunque se decanta por el Pinganillo Grande, hace la observación de que es como decir a quien quieres más, a papá o a mamá... son tantos y tan guapos todos…; Isabel Cebollero le pregunta a Uge qué está tramando, pero deja también su óbolo y dice: yo flipé la primera vez que vi El Hueso; uno de los últimos comentaristas es Daniel Orte que se decanta por El Cocodrilo por su ambiente galayero y porque casi nunca pega el sol en su cara norte (joder, Daniel, ese gusto será para el verano, digo yo, ¿no?
Volviendo ahora al comentario de Antonio, lo que quisiera es aclararme yo mismo sobre eso que él, hoy después de muchos años califica, irónicamente pienso, de gilipollez: el haber escalado en solitario La Vela. Y me imagino que también esto tiene para mí connotaciones personales. A lo largo de la vida, especialmente me refiero a la vida de montaña, es casi inevitable que uno haya tropezado muchas veces con ese ámbito de lucha interior en donde una parte de nosotros puja por realizar algún proyecto, digamos temerario, y otra por negarlo rotundamente. A mí me sucedió con la Sur del Pájaro en mis primeros tiempos de escalada, por eso me llama tanto más la atención el comentario de Antonio. Pasé semanas dándole vueltas a la posibilidad de escalarlo en solitario. Aquello me martirizó durante mucho tiempo. Estudié los sistemas de autoseguro, repasé minuciosamente la vía, que conocía de varias ascensiones y sopesé todo el recorrido hasta la misma cumbre; le di vueltas y más vueltas y al final aquello se quedó en agua de borrajas. No cometí “la gilipollez” de Antonio con La Vela, que ahora hace que para él sea el risco más representativo de toda La Pedriza.
Ahora lo que habría que saber es si “la gilipollez” debería seguir llevando las comillas o no. Es algo que me he preguntado muchas veces. En otra ocasión soñé durante un tiempo con hacer el espolón central, el Michel Croz, de los Grandes Jorasses. Aquello recorrió el mismo camino que la Sur del Pájaro. Eran los años anteriores a que José Ángel Lucas dejara su vida después de escalar el espolón Walker también en los Jorasses. ¿Fue gilipollez lo de José Ángel Lucas, precipitación, falta de suficiente experiencia? Días atrás, leyendo el libro de Ramón Portilla, Historias de bellas montañas, narraba él su encuentro con Carlos Suárez, un día que se van al Yelmo para enseñarle él primero los rudimentos de la escalada. Suben no recuerdo qué vía, pero Ramón queda admirado de desenvolvimiento de aquel adolescente de dieciséis años. Total, que bajan y vuelven a subir dos o tres vías más, cada cual más difícil con una desenvoltura envidiable. En la siguiente expedición de Ramón al Himalaya, el Shivling, Carlos Suárez es uno de los componentes de su equipo. De donde se deduce la cosa simple de que es difícil definir esa sutil línea que marca la capacidad o no de alguien para realizar una difícil ascensión. A los que somos del montón en estas cosas se nos ponen los dientes largos cuando vemos escalar a Carlos Suárez solo y sin cuerda la pared del Mallo Pisón. Una bella historia que yo imagino como un acto de envidiable realización personal, pero como otras tantas cosas están totalmente fuera de los límites de mis posibilidades. Aspiramos, querríamos, desearíamos, y cuando hemos dado un paso un poco más allá, acaso rozando eso que Antonio llama estado de gilipollez, lo que resulta es un cierto estado de exaltación, de plenitud, de lo que como quieras llamarlo, ese estado en que además de sentirse dichoso y feliz con tu propia persona, compruebas que la vida al fin y al cabo es algo muy hermoso. No escalé La Vela en solitario, pero conservo otras muchas experiencias que hablan de esas vivencias en la montaña que te hacen exclamar aquello del título del relato de Pablo Neruda, de Confieso que he vivido.
En realidad cuando los comentaristas eligen tal o cual risco como el más representativo para ellos de la Pedriza, aluden más a una vivencia personal que han tenido con él que a su belleza específica. La Pedriza en cierto modo es el lugar donde un buen puñado de nuestras más caras emociones han germinado a lo largo de los años. El olor de las jaras cuando subíamos ya de noche en los primeros años de nuestras ascensiones desde Casa Julián en el Tranco, el roce de las manos con el granito, el encuentro con nuestros miedos y nuestras alegrías, el vuelo de los buitres allá en lo alto mientras asegurabas a un compañero, las estrellas asomando sobre Los Fantasmas y el collado de la Dehesilla cuando llegábamos al Tolmo, la silueta siempre ahí presente de El Pájaro… Hace un tiempo leía a un compañero maduro del FB expresar todavía la emoción que sentía cada vez que se asomaba al collado de Quebrantaherraduras y aparecía delante de él aquel hermoso espectáculo y con él el puñado de recuerdos que afloraban mirando “aquello”…
Esta noche he terminado con Historias de bellas montañas, el libro de Ramón Portilla. En su último capítulo, Laila, una pequeña historia de amor, volví a encontrarme con ese pensamiento recurrente que tantas veces expresamos cuando nos referimos a las montañas en general, o a la Pedriza en particular. Tras el largo relato de su paso por las montañas más bellas del planeta, en la terminación del capítulo Ramón confiesa sentirse feliz por haber conseguido al fin escalar el Laila, pero, escribe, “me pregunto qué era más importante: el hecho de lograrlo o el tiempo que pasé deseándolo; la ilusión y la pasión que he sentido motivándome a perseguir ese objetivo”. Y más adelante: “No, no era una obsesión. Era una historia de amor”.
Son las tantas de la madrugada, el fuego arde en la chimenea de mi cabaña como todas las noches. Dejo vagar la mirada entre las llamas y reconsidero estos pensamientos. Hay una gran diferencia, claro, entre esa jugosa vida que se ha montado Ramón haciéndole la corte a las montañas más hermosas de la Tierra y la de los simples mortales que vagamos por las montañas o escalamos a niveles más sencillos, sin embargo la esencia de nuestra relación con la montaña sigue siendo la misma, ¿no es en realidad toda nuestra relación con La Pedriza, los Galayos, todas las cimas que ascendimos a lo largo de la vida otra cosa que una pequeña historia de amor?
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