El Chorrillo, 5 de
noviembre de 2020
Carsten es un hombre que
conocí el pasado verano vagabundeando por el Pirineo. Yo había caminado desde el Santuario de Nuria siguiendo
Mi
imaginación, que es muy viva para asumir rápidamente aquello que a mi alma le
puede chiflar, apenas tardó en ponerse a trabajar a todo trapo. Aquella noche
quedé desvelado pensando en esta otra nueva posibilidad que se me aparecía como
un sueño irrealizable. En alguna ocasión, a raíz de la lectura de dos libros
que leí de muy joven, Río salvaje, de
R. M. Patterson y Tras los renos de
Canadá, de Erik Munsterhujelm, la historia de dos tramperos que pasan el
invierno entre los hielos del norte de Canadá y cuyo único medio de
aproximación y transporte era la canoa, sentí ese escozor que deja dentro de
uno el olor a aventura, algo que también me había sucedido con la montaña.
Aquella noche de insomnio llegué a pensar que de haber tenido ríos más a mano,
ríos solitarios en medio de paisajes salvajes, lo mismo mis prioridades se
habrían decantado hacia la aventura en esos grandes ríos.
Hace
días, en un cajita que reservo para alguna reliquia me tropecé casualmente con
un papelito en donde Carsten había anotado una página web en la que él solía
verter tanto sus propias aventuras canoísticas como las de otros aventureros de
los ríos y sus rápidos. Me puse en comunicación con él a través de la web.
Tuvimos una amena charla vía el traductor de español-alemán y de ahí salió la
sugerencia de algún libro sobre el tema, pero sobre todo, atendiendo a mi
demanda, me envió el link de un video protagonizado por, según sus palabras, el
padre superior de las canoas: Bill Mason.
Ese fue
mi recreo esta noche tras una larga tarde de lectura. Anteriormente había leído
algunos relatos que aparecían en la web de Carsten, especialmente el de una
pareja mayor, bastante mayor, que narraban sus recorridos de dos meses por lo
grandes ríos canadienses. Dos meses sin ver un alma viviendo un vida primitiva,
navegando incansablemente por más de dos mil kilómetros en medio de una
naturaleza apenas levemente visitada por el hombre. Mi admiración por esta
pareja, que habían hecho de su vida en común para mí un arte, un modo de
envidiable existencia en total interdependencia y comunión con la naturaleza, y
que ponía sobre el tablero hasta qué punto es posible en nuestros días hacer
oídos sordos a la absurda vida que nos propone la modernidad, se sumaba con
ventaja a otras muchas admiraciones que disponen el cuerpo y el alma a vivir lo
más cerca posible de alguna locura.
Nada
más ponerme con el video de Bill Mason empecé a sentir de cerca ese soplo de
gracia que viene de la soledad y el silencio que llegan de los paisajes
agrestes y de la vida de esos pioneros de todo tipo que han dejado atrás la
civilización para probar otra existencia más acorde con sus sentimientos. Bill
Mason, además de un naturalista que se detiene ante la mínima belleza de un
nenúfar, el paso de los osos o la observación de los renos, es un aventurero
sin prisas que vive el instante con toda su plenitud. Observa, mira, se detiene
a contemplar la luz que deja el atardecer sobre el espejo del río y además,
cada vez que se encuentra un detalle, un paisaje que le gusta especialmente,
saca sus trebejos de pintura, una paleta, un papel, los colores y se dedica
media tarde a pintar al óleo una cascada, un reno que apareció a pocos metros
de su canoa, un bosque de abedules que se alza a la orilla del río...
Anoche
acompañar a Bill en su viaje canoístico me llevaba a especular sobre la edad
que tengo y las posibilidades que pudiera tener de embarcarme en un tipo de
aventura que parecía adormecida en algún punto de mi ser interior y que ahora
despertaba ante la espléndida soledad de los meandros y los rápidos de los ríos
norteños del Canadá. Y es que uno anda un poco mosca con esto de la edad, que
aunque te funcione el cuerpo medianamente bien hay cosas que ya me las tengo
que pensar dos veces antes de que un proyecto se me encienda en la cabeza con
demasiada luz. De momento hace dos semanas ya me compré un teléfono satelital
que va a pasar a ser habitante permanente de mi mochila, que ya me ha sucedido
en algún instante que un pequeño percance, una torpeza, me pueda poner en un
serio aprieto. Aprender cosas nuevas a la edad de setenta y dos años cuesta una
pizca más de lo corriente, se ha perdido agilidad y capacidad de respuesta y
estas cosas te hacen dudar.
Bien, sucintas imágenes que se me quedaron ayer pegadas a la retina y que acaso estimulan un sueño imposible: en la primera secuencia, en una luz cercana al anochecer, un hombre se desliza en una canoa en un río encajonado por el desfiladero; un hombre solo, esa idea es clave, muy muy lejos de la civilización y su waterwalker, ese caminar que me ha llevado casi toda la vida y que ahora en los términos de la lengua inglesa se convierten en un caminante de agua en la ramplona trascripción del inglés; la inmensidad de una tierra inhabitada y salvaje donde los compañeros más cercanos son los animales del bosque, el alce, la comadreja, el lince, el oso; los vivacs junto a la orilla, en la fogata una trucha asándose, las estrellas sobre el río, el canto de algún búho en las ramas de un árbol cercano, la sensación oceánica que envuelve al hombre contemplando el firmamento mientras el cercano rumor del río acaricia sus oídos; la inquietud por los rápidos que esperan al día siguiente; el fatigoso transporte de la canoa y todos los enseres para sortear una cascada o una navegación impracticable; los ratos de bendito no hacer nada tumbado en la orilla y sorbiendo el instante como un excelente vino de crianza; las noches, la infinita y luminosa noche con sus astros titilando sobre el hombre solitario metido en su saco de dormir.
Benditos aquellos que eligieron vivir una vida a la altura de sus sueños.
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| Sobre el lienzo superior del fuego de la chimenea de mi cabaña una pantalla de dos metros recoge el descenso de Bill Mason por un rápido. |



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