jueves, 5 de noviembre de 2020

Seguro que cambio la montaña por una canoa en la próxima reencarnación

 



El Chorrillo, 5 de noviembre de 2020


Carsten es un hombre que conocí el pasado verano vagabundeando por el Pirineo. Yo había caminado  desde el Santuario de Nuria siguiendo la Transpirenaica con un tiempo espléndido y llegando al collado de la Marrana el valle empezó a quedar  invadido por la niebla. Antes de ser engullido por ella decidí parar un rato al sol para dar cuenta de un piscolabis. Fue ahí mi encuentro con Carsten. Iba también él camino del refugio de Ulldeterr y sin más prolegómenos se sentó a mi lado y comenzamos a charlar. Enseguida comprobé que me las había con un empedernido solitario como yo. La cosa derivó enseguida hacia nuestras mutuas aventuras, así hasta que me hizo la observación de que para él la montaña era la segunda pasión. ¿Y la primera?, pregunté. La primera es la canoa, afirmó como quien en algún tiempo remoto descubrió que su razón de ser era dedicar la vida a navegar por los largos y solitarios ríos de Canadá. A ello siguió un amplio relato de sus aventuras por los ríos de aquel país y que este año había tenido que sustituir debido al Covid por la Alta Ruta Pirenaica. El énfasis con que momentos antes se había referido a ese su empeño en buscar parajes solitarios en sus recorridos o sus vivacs se trasladaba ahora a los ríos de Alaska y Canadá con la ventaja de que allí aunque navegues durante los tres meses de verano nunca tenía que llevar ningún peso encima; la canoa carga con todo lo que le eches, decía.

Mi imaginación, que es muy viva para asumir rápidamente aquello que a mi alma le puede chiflar, apenas tardó en ponerse a trabajar a todo trapo. Aquella noche quedé desvelado pensando en esta otra nueva posibilidad que se me aparecía como un sueño irrealizable. En alguna ocasión, a raíz de la lectura de dos libros que leí de muy joven, Río salvaje, de R. M. Patterson y Tras los renos de Canadá, de Erik Munsterhujelm, la historia de dos tramperos que pasan el invierno entre los hielos del norte de Canadá y cuyo único medio de aproximación y transporte era la canoa, sentí ese escozor que deja dentro de uno el olor a aventura, algo que también me había sucedido con la montaña. Aquella noche de insomnio llegué a pensar que de haber tenido ríos más a mano, ríos solitarios en medio de paisajes salvajes, lo mismo mis prioridades se habrían decantado hacia la aventura en esos grandes ríos.

Hace días, en un cajita que reservo para alguna reliquia me tropecé casualmente con un papelito en donde Carsten había anotado una página web en la que él solía verter tanto sus propias aventuras canoísticas como las de otros aventureros de los ríos y sus rápidos. Me puse en comunicación con él a través de la web. Tuvimos una amena charla vía el traductor de español-alemán y de ahí salió la sugerencia de algún libro sobre el tema, pero sobre todo, atendiendo a mi demanda, me envió el link de un video protagonizado por, según sus palabras, el padre superior de las canoas: Bill Mason.


Ese fue mi recreo esta noche tras una larga tarde de lectura. Anteriormente había leído algunos relatos que aparecían en la web de Carsten, especialmente el de una pareja mayor, bastante mayor, que narraban sus recorridos de dos meses por lo grandes ríos canadienses. Dos meses sin ver un alma viviendo un vida primitiva, navegando incansablemente por más de dos mil kilómetros en medio de una naturaleza apenas levemente visitada por el hombre. Mi admiración por esta pareja, que habían hecho de su vida en común para mí un arte, un modo de envidiable existencia en total interdependencia y comunión con la naturaleza, y que ponía sobre el tablero hasta qué punto es posible en nuestros días hacer oídos sordos a la absurda vida que nos propone la modernidad, se sumaba con ventaja a otras muchas admiraciones que disponen el cuerpo y el alma a vivir lo más cerca posible de alguna locura.

Nada más ponerme con el video de Bill Mason empecé a sentir de cerca ese soplo de gracia que viene de la soledad y el silencio que llegan de los paisajes agrestes y de la vida de esos pioneros de todo tipo que han dejado atrás la civilización para probar otra existencia más acorde con sus sentimientos. Bill Mason, además de un naturalista que se detiene ante la mínima belleza de un nenúfar, el paso de los osos o la observación de los renos, es un aventurero sin prisas que vive el instante con toda su plenitud. Observa, mira, se detiene a contemplar la luz que deja el atardecer sobre el espejo del río y además, cada vez que se encuentra un detalle, un paisaje que le gusta especialmente, saca sus trebejos de pintura, una paleta, un papel, los colores y se dedica media tarde a pintar al óleo una cascada, un reno que apareció a pocos metros de su canoa, un bosque de abedules que se alza a la orilla del río...




Anoche acompañar a Bill en su viaje canoístico me llevaba a especular sobre la edad que tengo y las posibilidades que pudiera tener de embarcarme en un tipo de aventura que parecía adormecida en algún punto de mi ser interior y que ahora despertaba ante la espléndida soledad de los meandros y los rápidos de los ríos norteños del Canadá. Y es que uno anda un poco mosca con esto de la edad, que aunque te funcione el cuerpo medianamente bien hay cosas que ya me las tengo que pensar dos veces antes de que un proyecto se me encienda en la cabeza con demasiada luz. De momento hace dos semanas ya me compré un teléfono satelital que va a pasar a ser habitante permanente de mi mochila, que ya me ha sucedido en algún instante que un pequeño percance, una torpeza, me pueda poner en un serio aprieto. Aprender cosas nuevas a la edad de setenta y dos años cuesta una pizca más de lo corriente, se ha perdido agilidad y capacidad de respuesta y estas cosas te hacen dudar.

Bien, sucintas imágenes que se me quedaron ayer pegadas a la retina y que acaso estimulan un sueño imposible: en la primera secuencia, en una luz cercana al anochecer, un hombre se desliza en una canoa en un río encajonado por el desfiladero; un hombre solo, esa idea es clave, muy muy lejos de la civilización y su waterwalker, ese caminar que me ha llevado casi toda la vida y que ahora en los términos de la lengua inglesa se convierten en un caminante de agua en la ramplona trascripción del inglés; la inmensidad de una tierra inhabitada y salvaje donde los compañeros más cercanos son los animales del bosque, el alce, la comadreja, el lince, el oso; los vivacs junto a la orilla, en la fogata una trucha asándose, las estrellas sobre el río, el canto de algún búho en las ramas de un árbol cercano, la sensación oceánica que envuelve al hombre contemplando el firmamento mientras el cercano rumor del río acaricia sus oídos; la inquietud por los rápidos que esperan al día siguiente; el fatigoso transporte de la canoa y todos los enseres para sortear una cascada o una navegación impracticable; los ratos de bendito no hacer nada tumbado en la orilla y sorbiendo el instante como un excelente vino de crianza; las noches, la infinita y luminosa noche con sus astros titilando sobre el hombre solitario metido en su saco de dormir.

Benditos aquellos que eligieron vivir una vida a la altura de sus sueños.


Sobre el lienzo superior del fuego de la chimenea de mi cabaña una pantalla de dos metros recoge el descenso de Bill Mason por un rápido.


 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 


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