viernes, 6 de noviembre de 2020

Ramón Portilla y el Thalay Sagar




El Chorrillo, 6 de noviembre de 2020

 

Es la una de la mañana, mi hora más lúcida del día, la hora del silencio, del fuego de la chimenea, la hora en que la vida se ve como un regalo si es que acaso logro olvidarme de la situación que vivimos en el país y de las portadas de los periódicos. Esta noche me siento un auténtico privilegiado rodeado de libros frente a este fuego; hace un momento incluso pude escuchar Resurrección, de Mahler, de la Segunda Sinfonía. Un libro de filosofía me había llevado a ella, Hadot decía que le parecía expresar el surgimiento de la existencia. Fue cuando terminó que me puse con la continuación del libro de Ramón (Historia de bellas montañas). Anoche hacía terminado con el Cerro Torre y hoy tocaba ver qué se traía en su primera visita al Himalaya.

El otro día me decía que no le diera caña, que él no era escritor. Yo había incluido un emoticón guiñando un ojo que en el post se convirtió inadvertidamente en una J cuando le sugería que no fuera tan rácano en aquellas situaciones en que el lector miraba de hito en hito la continuación de una escalada y Ramón se la saltaba dejándonos con el sabor de boca de quien espera el plato fuerte y le sirven en su lugar el postre. Hoy sobraba esa broma desde el mismo  momento en que comencé a leer. Hoy era encantador cómo describía su primer  aterrizaje en India junto a tres amigos. Tomar un avión con siete escalas, llegar a Nueva Delhi y no saber siquiera a qué montaña te diriges, no saber de esas minucias como que hay que sacar un permiso con antelación, lo del oficial de enlace, un saco de cosas más y presentarse ante el responsable gubernamental de gestionar los permisos y que éste tenga que sacar, como un vendedor que enseña un muestrario de telas o productos de perfumería a un cliente, fotografías de distintas montañas del Himalaya a ver por cuál de ellas esos despistados se deciden, bien podría formar parte de una secuencia cómica de los hermanos Marx. Así que el funcionario con toda la paciencia del mundo se dispone con su álbum de fotografías sobre la mesa a enseñar su mercancía a sus clientes. Y allí empiezan a aparecer montañas de todos los colores y alturas cuyos nombres o formas posiblemente “aquellos pardillos” desconocen. Y pasa una y pasa otra y los cuatro miran circunspectos unas y otras montañas, y al cabo de un rato, cuando sus cabezas estaban ya embotadas de seismiles, sietemiles y alguno de los más gigantes de la cordillera, de pronto al pasar la última página, como si se les apareciera la virgen, se tropiezan con una hermosa montaña, el Thakay Sagar, y visto y no visto a los cuatro les brillan los ojos ante la imagen de una esbelta montaña desconocida para ellos y estallan de entusiasmo. Esa, esa era su montaña soñada, que no conocían pero que debía de estar en alguna parte del inconsciente de la pequeña expedición. Y enseguida al funcionario: ¡Esa, esa es la montaña que queremos escalar! ¿Cómo se llama? ¿Dónde está?

Me encanta este capítulo del libro, la frescura con que Ramón describe la flema británica, como él dice, del funcionario frente a este cuarteto para el que lo importante era llegar a la India porque la montaña ya la encontrarían, la frescura de un comportamiento al que no le cabe otra cosa que el hecho de encontrar una montaña y escalarla sin parar mientes en lo que media entre salir de casa y plantar el campamento base, su manera de retractarse a sí mismos con ese cúmulo de inexperiencia, inexperiencia administrativa, inducen al lector a una sonrisa de connivencia porque por poca experiencia que se tenga en montaña bien se lo puede imaginar uno en su propia piel en aquellos años en que todos empezábamos a comernos el mundo, si bien unos nos lo comiéramos a bocaditos muy pequeños y otros a grandes dentelladas.

Descubrir una hermosa montaña en una fotografía y partir mañana mismo hacia ella da expresión a esas encendidas pasiones que han empujado desde siempre a los hombres a las mayores “locuras” y a tropezarse con lo mejor de sí mismos. Esta manera de hablarnos de una pasión incondicional, juvenil, tremendamente poderosa sin nombrarla en absoluto hace de la lectura un regalo.

Sin embargo todo ello es sólo el prólogo de una aventura que más tarde adquirirá un tinte serio e incluso dramático cuando se enfrenten a las dificultades de la ascensión. No obstante todavía una nota te hace sintonizar con ese espíritu con el que Ramón se aproxima a las montañas. Lo tenía bien claro. Escribe: “La pregunta sobre por dónde íbamos a intentar la montaña tenía para nosotros una repuesta obvia: ¡por lo más guapo, claro! El deseo de tocar la belleza, titulaba Nives Meroi una conferencia que relataba la ascensión con su marido Romano Benet por una de las aristas del K2. Hace no mucho coincidí en la cumbre de Peña Águila con Adolfo, otro solitario, que ironizaba sobre ese afán de subir las montañas más altas de la tierra, cuando en el Himalaya hay cientos de cumbres de una belleza extraordinaria que apenas son visitadas.

Si el Thalay Sagar era la montaña más bella de cuántas vieron en el álbum del funcionario, ahora era necesario subir por el sitio más guapo.

A diferencia de otros relatos aquí Ramón se hace minucioso, cuenta paso por paso los rumbos de su escalada. Entonces no conocían otrro medio que el estilo alpino y preparan sus petates para una escalada de diez días, un peso que se muestra insoportable a la hora de arrastrarlo por un corredor de cincuenta a sesenta grados y que en algún momento son incapaces de izar obligándoles agotados a pasar la noche a pelo. En el collado donde descansan un día, uno de los compañeros se retira y Ramón cuenta arrepentido sobre el reproche que siente por  haberle dejado descender solo por el corredor. De los cuatro días de escalada hasta situarse a doscientos metros por debajo de la cumbre no escribe nada, menciona la excelente calidad y firmeza del granito, en contraposición con la zona de esquistos que les queda por delante. Una cueva excavada en la nieve les sirve de cobijo y aquella misma tarde comienza a nevar… y no para en los tres días siguientes cuando al fin comprenden que no sólo no iban a llegar a la cumbre sino que no podrían bajar. En medio de unas condiciones durísimas emplean un día en rapelar los setecientos metros que les separa del collado. Al final están tan agotados que se ven obligados a abandonar todo el equipo a excepción de los sacos de dormir. Después de rastrear el collado con las últimas luces descubren un montículo de nieve bajo el cual está su tienda que se encontraba totalmente destruida pero donde sí hay gas con que hacer agua y algo de comida. Aquello nos salvó la vida, escribe Ramón. Cuando el oficial de enlace regresa a recoger el campamento, convencido de que no han podido sobrevivir a las tormentas de los últimos días, y entra en la tienda-comedor “dio un grito horrorizado y salió corriendo. Acababa de toparse con un espectro. Era yo, con un montón de kilos menos y toda la pinta de haber regresado del infierno”, escribe Ramón.

Es cierto que a falta de detalles en el relato uno tiene que echarle imaginación para intentar meterse dentro de la piel de estos jóvenes soportando después de varios días de escalada una tormenta durante tres días más, un descenso en medio de un tiempo endemoniado, pero por poco que se pueda imaginar el grito del enlace al verlos habla por sí mismo.

Mañana me espera la lectura sobre el Chogolisa. Y, sí, antes de irme a dormir recuerdo emocionado cómo en el pasado invierno los últimos minutos antes de conciliar el sueño, ya en la cama, encendía la luz de la mesilla y me sumergía en las páginas del libro de Hermann Bulh (Del Tirol al Nanga Parbat). Poco a poco la lectura de aquel libro me duró un par de semanas. En esa hora tan especial de la madrugada seguí paso a paso la pasión de Hermann Buhl hasta el último momento, hasta ese instante en que en un descenso no excesivamente complicado, pero en medio de una tormenta, Kurt Diemberger cae en la cuenta de que su compañero, que hacía unos momentos le pisaba los talones, ya no está. Se vuelve y se encuentra con que éste ha desparecido al derrumbarse una cornisa. Recuerdo que aquella noche que terminé el libro me pasó por la memoria toda la vida de este hombre. Termino este post con unas líneas suyas. “Claro que uno conoce la montaña y sus peligros: ¿cómo sería posible no sentir respeto por ella? Unidos y en amistad con la naturaleza y todo lo bello de este mundo, pero sabiendo bien que no hemos domeñado la grandiosidad de la montaña, sino tan sólo a nosotros mismos”.


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