Comprender hondamente, poseer hondamente.
¿Hay acaso lugar para esto en la vida?
(Hofmannsthal)
La una
de la madrugada parece ser una buena hora para poner orden en las ideas. Lo más
reciente, hace unos minutos, una película de Buñuel, Nazarín, un poco más allá la renta básica en el libro de Cive Pérez,
y durante la tarde un texto de Rousseau, las Ensoñaciones del paseante solitario.
De entrada
me sorprendió la primera parte de este conocido texto de Rousseau, un hombre
notable de su tiempo que comienza su escrito describiendo el sentimiento de
desazón de quien ha sido proscrito por el mundo y, malhumorado, se recluye en
la soledad de sus paseos, que se lamenta largamente de esos hombres que con el
refinamiento de su odio –aquí Rousseau parece querer expresar que tiene a toda
la humanidad en su contra– le obligan a un ostracismo voluntario desde el que
va a embarcarse en una especie de diario íntimo pero como dirigido urbi et orbi a todos sus conciudadanos.
Es decir un texto, a lo que llevo leído, con apariencia de reflexión para su
propio coleto que lo que encierra es una agria repulsa contra todos los hombres
a los que pretende abofetear con sus “ensoñaciones”. Rousseau no se molesta en
usar el artículo indefinido o algún adjetivo que matice ese “todos”. Está desesperadito
y su ánimo le impele, a modo de despecho, un alejamiento radical de esa
sociedad que tan mal se ha portado con él. Pero en este punto le asalta un
interrogante esencial; escribe: “Pero yo, desligado de ellos y de todo, ¿qué
soy yo mismo?”
Su
primer paseo es un lamento interminable que recuerda lejanamente el
enfurruñamiento de un niño que ante algún incidente de juego con un amigo,
exclama: “ahora no juego contigo”.
Acostumbrados
como estamos a ver personajes célebres como rodeados por el aura de su
autoridad, su sabiduría o la pátina que los siglos dejan sobre aquellos que
hicieron contribuciones importantes a la humanidad, y frente a los cuáles podemos sentirnos como
pobres diablos usufructuarios de su saber, resulta simpático encontrarse de
repente en uno de ellos, de sus más notables, con esas debilidades humanas que
parece que sólo fueran atribuibles a la gente de a pie.
Un modo
de ver por cierto de que se han aprovechado ciertas clases sociales a lo largo
de la historia para marcar distancias con la plebe, para hacer visible la
diferencia de clase, estatus o posición social. Ir vestido de determinado modo,
ser ministro, tener un concreto modelo de coche o poseer una casa despampanante
siempre han sido maneras de decir a lo otros “cuidado, que hay clases”. Una
idea que en cierto modo es perfectamente extrapolable al respeto que podamos
sentir por todos aquellos que sobresalieron por alguna razón en base a que se distinguieron
de sus conciudadanos haciendo importantes aportaciones a la humanidad. Hay en
los entramados de la psicología tantos aspectos curiosos, que a la fuerza necesitan
de años de vida y experiencia para ser descodificados, que uno se sonríe
pensando hasta qué punto han sido, siguen siendo, efectivos los métodos distintivos
que tienden a decir a otros: eh, tú, mucho respeto, ¿no has visto mi
impedimenta, no ves la agilidad con que uso el cuchillo del pescado, mi
compostura, la pasta que tengo, el cochazo que conduzco, el birrete con que voy
tocado, los libros que he escrito, las acciones que tengo? Hasta llevar un
trozo de tela colgado del cuello quiere convertirse todavía en un signo distintivo,
ese trozo de tela, de trapo, que tan unánimemente la clase dominante lleva
indefectiblemente bajo el gaznate.
Esa afición
de marcar lindes, distintivos, diferenciaciones a que han sido tan aficionadas
determinadas clases sociales y que de hecho se acepta como signo de compostura
y respeto –aunque el mono se vista de seda mono se queda–, parece que fuera un
mecanismo que aplicado en otros ámbitos también funciona. Sucede con los
hombres o mujeres notables del ámbito cultural o histórico a los que profesamos
un plus de respetabilidad por sus logros o sus hechos que hace que nos sea
difícil verlos en el plano de la vulnerabilidad o la cotidianidad en que nos
vemos a nosotros mismos o al vecino de al lado.
Desconozco
si esta manera de percibir a los otros, determinados otros, es general, pero yo
recuerdo que ya de niño cuando oía hablar de un ministro, un rey, un personaje
histórico, aquello me hacía pensar, algo parecido a lo que les podía suceder a
los griegos con sus héroes y dioses, en seres inasequibles como pertenecientes
a una raza superior. Luego, claro, dejé de ser niño y aquello pasó. Sólo que
hoy, leyendo a Rousseau, me vino a la memoria aquella disposición mía y me
sonreía comprobando cómo Rousseau montaba su pataleta algo infantil. O a lo
mejor, quién sabe, por encima de ese respeto a ese pensamiento tan fructífero
del autor de El contrato social, lo
que estaba descubriendo era a ese hombre de carne y hueso de que hablaba
Unamuno y que hasta ahora había asumido exclusivamente como hombre superior, uno
de tantos que han contribuido más y más cada vez a alejarnos de nuestros
ancestros los monos.
En la
película de Buñuel se prodiga esta proyección de los personajes “elegidos por
el destino” para ser ricos, comisarios de policía o altos funcionarios. El
pueblo ha debido ser educado para hacer reverencias, presentar respetos,
quitarse la gorra frente a los ricos, los trajeados o la autoridad. Fuera de
estos, el resto de la población es pura plebe y en consecuencia tienen un trato
a su medida.
El
camino de la normalización de la humanidad es penosamente lento. La aspiración,
primero, a ser considerados los sapiens
en un estatus de igualdad, que
La
lectura de las ensoñaciones de Rousseau y la incoherencia de sus planteamientos
morales cuando éste entrega al orfanato a cinco de sus hijos tenidos con su
pareja Therese Levasseur contribuyeron hoy a hacerme una idea por vía indirecta
del hombre, el que vive, sueña, sufre y atiende a sus pasiones y debilidades, una
visión paralela a sus escritos en donde la naturaleza bondadosa del hombre
parece bañar toda su obra. Frente a las bondades de sus ideas aparecía, tras
las bambalinas de la fama, otro hombre que sufría las contrariedades del roce
con sus conciudadanos y cuya moralidad quedaba en entredicho por la simple razón de que una cosa es
predicar y otra dar trigo.

No hay comentarios:
Publicar un comentario