miércoles, 25 de noviembre de 2020

Rousseau. Ensoñaciones del paseante solitario.

 



Comprender hondamente, poseer hondamente.
¿Hay acaso lugar para esto en la vida?

(Hofmannsthal)


 El Chorrillo, 25 de noviembre de 2020

 

La una de la madrugada parece ser una buena hora para poner orden en las ideas. Lo más reciente, hace unos minutos, una película de Buñuel, Nazarín, un poco más allá la renta básica en el libro de Cive Pérez, y durante la tarde un texto de Rousseau, las Ensoñaciones del paseante solitario.

De entrada me sorprendió la primera parte de este conocido texto de Rousseau, un hombre notable de su tiempo que comienza su escrito describiendo el sentimiento de desazón de quien ha sido proscrito por el mundo y, malhumorado, se recluye en la soledad de sus paseos, que se lamenta largamente de esos hombres que con el refinamiento de su odio –aquí Rousseau parece querer expresar que tiene a toda la humanidad en su contra– le obligan a un ostracismo voluntario desde el que va a embarcarse en una especie de diario íntimo pero como dirigido urbi et orbi a todos sus conciudadanos. Es decir un texto, a lo que llevo leído, con apariencia de reflexión para su propio coleto que lo que encierra es una agria repulsa contra todos los hombres a los que pretende abofetear con sus “ensoñaciones”. Rousseau no se molesta en usar el artículo indefinido o algún adjetivo que matice ese “todos”. Está desesperadito y su ánimo le impele, a modo de despecho, un alejamiento radical de esa sociedad que tan mal se ha portado con él. Pero en este punto le asalta un interrogante esencial; escribe: “Pero yo, desligado de ellos y de todo, ¿qué soy yo mismo?”

Su primer paseo es un lamento interminable que recuerda lejanamente el enfurruñamiento de un niño que ante algún incidente de juego con un amigo, exclama: “ahora no juego contigo”.

Acostumbrados como estamos a ver personajes célebres como rodeados por el aura de su autoridad, su sabiduría o la pátina que los siglos dejan sobre aquellos que hicieron contribuciones importantes a la humanidad,  y frente a los cuáles podemos sentirnos como pobres diablos usufructuarios de su saber, resulta simpático encontrarse de repente en uno de ellos, de sus más notables, con esas debilidades humanas que parece que sólo fueran atribuibles a la gente de a pie.

Un modo de ver por cierto de que se han aprovechado ciertas clases sociales a lo largo de la historia para marcar distancias con la plebe, para hacer visible la diferencia de clase, estatus o posición social. Ir vestido de determinado modo, ser ministro, tener un concreto modelo de coche o poseer una casa despampanante siempre han sido maneras de decir a lo otros “cuidado, que hay clases”. Una idea que en cierto modo es perfectamente extrapolable al respeto que podamos sentir por todos aquellos que sobresalieron por alguna razón en base a que se distinguieron de sus conciudadanos haciendo importantes aportaciones a la humanidad. Hay en los entramados de la psicología tantos aspectos curiosos, que a la fuerza necesitan de años de vida y experiencia para ser descodificados, que uno se sonríe pensando hasta qué punto han sido, siguen siendo, efectivos los métodos distintivos que tienden a decir a otros: eh, tú, mucho respeto, ¿no has visto mi impedimenta, no ves la agilidad con que uso el cuchillo del pescado, mi compostura, la pasta que tengo, el cochazo que conduzco, el birrete con que voy tocado, los libros que he escrito, las acciones que tengo? Hasta llevar un trozo de tela colgado del cuello quiere convertirse todavía en un signo distintivo, ese trozo de tela, de trapo, que tan unánimemente la clase dominante lleva indefectiblemente bajo el gaznate.

Esa afición de marcar lindes, distintivos, diferenciaciones a que han sido tan aficionadas determinadas clases sociales y que de hecho se acepta como signo de compostura y respeto –aunque el mono se vista de seda mono se queda–, parece que fuera un mecanismo que aplicado en otros ámbitos también funciona. Sucede con los hombres o mujeres notables del ámbito cultural o histórico a los que profesamos un plus de respetabilidad por sus logros o sus hechos que hace que nos sea difícil verlos en el plano de la vulnerabilidad o la cotidianidad en que nos vemos a nosotros mismos o al vecino de al lado.

Desconozco si esta manera de percibir a los otros, determinados otros, es general, pero yo recuerdo que ya de niño cuando oía hablar de un ministro, un rey, un personaje histórico, aquello me hacía pensar, algo parecido a lo que les podía suceder a los griegos con sus héroes y dioses, en seres inasequibles como pertenecientes a una raza superior. Luego, claro, dejé de ser niño y aquello pasó. Sólo que hoy, leyendo a Rousseau, me vino a la memoria aquella disposición mía y me sonreía comprobando cómo Rousseau montaba su pataleta algo infantil. O a lo mejor, quién sabe, por encima de ese respeto a ese pensamiento tan fructífero del autor de El contrato social, lo que estaba descubriendo era a ese hombre de carne y hueso de que hablaba Unamuno y que hasta ahora había asumido exclusivamente como hombre superior, uno de tantos que han contribuido más y más cada vez a alejarnos de nuestros ancestros los monos.

En la película de Buñuel se prodiga esta proyección de los personajes “elegidos por el destino” para ser ricos, comisarios de policía o altos funcionarios. El pueblo ha debido ser educado para hacer reverencias, presentar respetos, quitarse la gorra frente a los ricos, los trajeados o la autoridad. Fuera de estos, el resto de la población es pura plebe y en consecuencia tienen un trato a su medida.

El camino de la normalización de la humanidad es penosamente lento. La aspiración, primero, a ser considerados los sapiens en un estatus de igualdad, que la Constitución cínicamente consagra (o acaso los cínicos sean los que deberían velar por su cumplimiento y no lo hacen) y, segundo, a entender que no menos del “90% de los ingresos generados en las sociedades ricas dependen no de la productividad individual, sino del capital social y de todo el saber científico y técnico acumulado por generaciones pasadas”, como leí esta tarde en el libro de Cive, La renta básica universal, con ser asuntos inscritos indeleblemente en esa ley universal que llamamos sentido común, son todavía hoy, después de milenios de civilización, un contrasentido que sólo sigue teniendo vigencia en base a la ley de la selva que estipula que el sentido común y la justicia no tienen apenas nada que hacer frente a la fuerza bruta del mercado o de las armas.

La lectura de las ensoñaciones de Rousseau y la incoherencia de sus planteamientos morales cuando éste entrega al orfanato a cinco de sus hijos tenidos con su pareja Therese Levasseur contribuyeron hoy a hacerme una idea por vía indirecta del hombre, el que vive, sueña, sufre y atiende a sus pasiones y debilidades, una visión paralela a sus escritos en donde la naturaleza bondadosa del hombre parece bañar toda su obra. Frente a las bondades de sus ideas aparecía, tras las bambalinas de la fama, otro hombre que sufría las contrariedades del roce con sus conciudadanos y cuya moralidad quedaba en entredicho  por la simple razón de que una cosa es predicar y otra dar trigo.

 

 

 

 

 

 

 


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