(Las líneas que siguen fueron publicadas recientemente en la revista Peñalara)
El
Chorrillo, 24 de noviembre de 2020
Tengo
un hijo un poco loco que cuando sacó su licenciatura en vez de buscar trabajo
en el mercado de su especialidad, en el momento en que reunió doscientos euros
compró un camión de alpacas de paja y con ellas se hizo una choza a los pies de
Cancho Gordo en La Cabrera. Más
tarde compró unas pocas cabras y con ello se fabricó una vida a la medida de
sus pensamientos. Una vida en exceso rudimentaria para los tiempos que vivimos,
se dirá. Creo que le envidié durante mucho tiempo. Despertar cada mañana frente
al Mondalindo, allá más lejos la cumbre de la Najarra , justo encima la
bellísima cima granítica como la almena de una castillo de Cancho Gordo; los
pájaros colgando las notas de sus cantos en las ramas de los robles y los
chopos, el fuego a la noche en el rincón de la humilde choza de paja y barro.
Yo de tanto en tanto subía al pico de la Miel y bajaba a pasar la tarde con el cabrero
mientras mis botas echaban humo junto al fuego después de la tormenta que me había
sorprendido por el camino. Hablábamos, le envidiaba y, cuando le dejaba, la
choza ya en la penumbra del atardecer con los truenos todavía temblando en el
horizonte, sentía que esa debía haber sido mi vida, las montañas ahí con sólo
levantar la vista, el arrullo de los pájaros, el canto de un pequeño arroyo que
cruzaba más allá al alcance de la mano; pero sobre todo las noches junto al
fuego y, cuando las nieves se fueran y el campo empezara a llenarse de olorosos
narcisos, del vistoso despuntar de las flores de las jaras, dormir junto a la
choza y charlar hasta entrada la madrugada con las estrellas.
En la vida creo que hay dos cosas sumamente
importantes, una, vivir con una intensidad tal que las fibras del cuerpo se te ericen
de placer, unos largos aéreos sobre la Punta
Amezúa , el vuelo de los buitres en el azul del cielo mientras
aseguras a tu compañero peligrosamente colgado de los tacos de La Muela en Pedriza, esa charla
nocturna que mantenías con tus amigos de cordada cuando hiciste la integral en
invierno del Circo de Gredos, esa charla con Luis Bernardo Durán sobre el cerco
que aquella noche tenía la luna mientras vivaqueábamos junto a los Tres
Hermanitos; esa clase de tontunas. La segunda, que tanta relevancia adquiere
según uno se va haciendo mayor, es el modo en cómo los recuerdos pueblan
nuestra memoria. Qué inusitada fuerza me viene hoy de esos primeros años de
escalada, cuando en el mundo no existía otra cosa que pensar de lunes a viernes
en tal o cual vía que haría en los Galayos el siguiente fin de semana; cuando
los meses previos al verano toda mi fuerza se me iba en elegir una pared en la
rosada roca de las Dolomitas que escalar al siguiente verano.
Hoy ya, septuragenario, comprendo mejor que nunca a mi
hijo Mario. Se lo he comentado muchas veces: bendita la inversión que estás
haciendo en la vida; porque no sólo cuenta lo que haces, las montañas que
visitas, los afanes que te llevan a recorrer tales o cuales paredes o, como
dice el amigo José Manuel Vinches, ese continuamente vamos al lío de
encaramarse a una tapia más, se levante ésta sobre las aguas del Mediterráneo o
sobre la imbricada y caótica superficie del glaciar bajo el farallón de los
Grandes Jorasses. Cuenta la marca que las montañas dejan en el tegumento de
nuestras almas, cuenta el trabajo del cabrero que se levanta antes del alba a
ordeñar a las cabras mientras los ruiseñores lanzan sus requiebros amorosos en
las ramas de los chopos cercanos, cuenta, como un tesoro nunca suficientemente
ponderado, la vida que hemos hecho en torno a las cumbres, el amor que ha ido
creciendo por los seres que las habitan, el amor por nuestras piernas, nuestro
cuerpo, por nuestra capacidad para tutearnos y enfrentarnos a los imponderables
de nuestros miedos, esa batalla por acercarnos a los límites de nuestro yo.
Y entonces, como un ermitaño que apenas posee lo que
calza y viste, pero que ha llenado su vida a rebosar con la poesía de la vida,
con la paciente expectación de quien vivaquea solo en un estrecha tienda bajo
una tormenta que parece echar abajo todas las montañas, mirar la vida a los
ojos y sentir, amiga mía, cuánto te amo, cuánto el gozo de la memoria, el testimonio
de Pablo Neruda cuando pone punto final a su libro y estampa entonces al frente
del manuscrito ese “Confieso que he vivido”. ¿Quién puede imaginar una vida más
plena que la de aquel que mira atrás y ve tras de sí las huellas que no ha de volver a olvidar y que se llenó constantemente
de versos y arrullos de amor, de canciones alpinas que se perdían en el cielo
estrellado frente a las Tres Cimas de Lavaredo o la Torre de Vajolet, de
sufrimientos sin cuento acaso antes de alcanzar una cima añorada durante años,
de un vivac en la cumbre del Naranjo de Bulnes bajo el signo de las
constelaciones del Triángulo del Verano al final del cual la aurora de rosados dedos venía a
despertarte como la caricia de una amorosa compañera que te invita a contemplar
silenciosamente la belleza del mundo que se extiende bajo tus pies?
Bendita memoria, bendita vida que me ha dado tanto. Días atrás intercambiaba una larga
correspondencia con el amigo Pedro Nicolás, esas cartas que ya nadie escribe en
estos tiempos de tecnologías puntas porque hemos entrado en el mundo de las
prisas y ya no podemos disfrutar el olor del papel, la letra apretada del amigo
deseoso de contarnos alguna experiencia, un proyecto, el hallazgo de unos ojos
morenos que se le han metido por las rendijas del alma y que no hay manera de
arrancar; intercambiábamos algunos párrafos, decía, y yo le hablaba de los
tiempos de mis primeros años de escalada y, cómo después, acosado por la muerte
en un accidente de mi compañera de cordada, me alejé de los ambientes de
montaña para a continuación convertirme en un empedernido solitario a través de
los Alpes o los Pirineos. Le contaba que ahora, cuando me encuentro con ese
enmarañamiento de amigos cuyos nombres y relación te llevan a otros nombres a
través de las redes y los años, siento una gran nostalgia y me llena la
sensación de haber perdido en aquellos años de ausencia de los ambientes de montaña
un contacto irreparable. Amigos que cumplieron importantes actividades en el
Himalaya, en los Andes y las paredes de los Alpes y con los que ahora intento
reconstruir los puentes que quedaron rotos. La montaña deja en nosotros tan
profundos surcos, surcos donde continuamente las semillas que plantamos en
nuestra primera juventud germinan en vivencias y recuerdos, surcos de vivencias
y de amigos, que será difícil marcharse a la otra vida sin que todo esto vuelva
a bañar nuestras almas de tanto en tanto de nostalgia y reconocimiento por
haber encontrado en esa naturaleza salvaje un modus vivendi a la mejor altura de lo que un hombre o una mujer
puede desear.
Hoy, en su última carta, Pedro me invitaba a
participar con algunas líneas en la revista del Peñalara. Aquí están. Lo que
tenía en mente al empezar a escribir este folio era a un indeterminado número
de compañeros de mis primeros años de escalada que fugazmente pasan por mi
desmemoriada memoria como estrellas fugaces capaces sin embargo de convocar a
mis emociones a la frecuencia del rojo blanco. No me lleves, si muero, al
camposanto, canta Juana de Ibarbourou, a
flor de tierra abre mi fosa,/ junto al riente alboroto divino de alguna
pajarera/ junto a la encantada charla de alguna fuente. Junto a esas
montañas que amé, junto al recuerdo que buscará algún día evocar en el
enmarañamiento de la memoria las claves de un modo de vida cuyas raíces se hunden
en la tierra fértil de las montañas y de esos compañeros de cordada, de los
amigos que constituyeron parte del sustento esencial de mi vida posterior.
Y me despido
con un nuevo recuerdo para mi hijo el cabrero, en estos momentos reconstruyendo
el habitáculo de su choza junto a su chica Andrea, y mis nietos Manuel y Manuela. Un reconocimiento
muy especial para esas vidas como la de él y la de las gentes de la montaña
que, pese al ruido de nuestra civilización perdida tantas veces en absurdos entretenimientos,
han sabido encontrar en la naturaleza un descanso para su espíritu y, como
escribía Reinhold Messner sobre Carlos Soria cuando éste preparaba su
expedición al Dhaulagiri, una manera de desafiarse a sí mismo.

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