martes, 3 de noviembre de 2020

Leyendo a Ramón Portilla

 



Ramón Portilla. El original proviene de la web de Desnivel


El Chorrillo, 3 de noviembre de 2020

 

Sobre la pequeña mesita, donde los libros de montaña que esperan su turno están desde hace tiempo, uno de Agustín Faus, un poemario pedricero de Miguel Ángel Sánchez Gárate y uno más de Ramón Portilla que había comenzado antes de irme este verano al Pirineo y que había quedado allí entre unos libros de filosofía y otro sobre renta básica de mi amigo Cive Pérez, hoy retomé el de Ramón. Los tres estaban allí como esperando a Godot, o acaso a la llegada del frío y a esas largas horas ideales para leer frente al fuego de la chimenea.

Del libro de Ramón me interesaba Ramón, ese hombre que había entrevisto casi de refilón en el libro de Juanjo San Sebastián Cita con la cumbre, del que había oído hablar a algún amigo común y con el que de vez en cuando me encontraba en las páginas del Facebook con sueños relacionados con ascender alguna bella montaña estuviera ésta en Nueva Zelanda, en el Himalaya o en una modesta costa de Irlanda. El que la búsqueda de la belleza, ya hablé de ello en un post reciente, fuera un leitmotiv para él era uno de los aspectos que más me llamaba la atención en un  alpinista puntero del país. También me llevaban a conocerle los elogios que un par de amigos hacían de su humanidad y sencillez, así como la semblanza que hace Sebastián Álvaro de él en la introducción de su propio libro atribuyéndole un alma romántica de esas para las que el montañismo es sobre todo un medio de crecimiento personal.

Leo de tanto en tanto libros de montaña, pero raramente busco en ellos hazañas notorias o grandes escaladas; me intereso especialmente por los hombres en sí, por su filosofía de la vida, por el origen de su fuerza, el juego que proporcionan a su persona los sueños. Así durante un largo tiempo he seguido las huellas de algunos hombres, de Kukuczka por su endemoniado tesón y su fuerza más allá de todo límite concebible; de Kurtyka por su admirable y clara concepción de la vida y para quien la belleza de un itinerario trazado en una gran pared es el grabado más impresionante del que un hombre puede dejar testigo; de Renato Casarotto, de quien conservo una especial devoción, por su hacer solitario fuera de los medios, su asombrosa fuerza y el empeño de hacer de su vida una constante lucha por llevar cada vez más allá sus propios límites; de Hermann Bulh por su incondicional entrega a sí mismo y a sus sueños, aquella enseñanza suya que expresa en su libro Del Tirol al Nanga Parbat de que hay que haber hollado el borde del abismo para saber cuán hermosa es la vida y cuán maravilloso el mundo; de Catherine Destivelle por su elegancia y por esa naturalidad con la que sale de eso que ella llama estar varada en el fango llenando su R5 a reventar y marchándose a las gargantas del Verdon para entrenar y volver a nacer; de Alex Hannold o Alexander Huber por la frescura con que se enfrentan en solitario al vacío, por la confianza que depositan en sí mismos. En fin, tantos. Habla Portilla en las últimas páginas que he leído de otro de mis personajes más queridos, de Julio Villar, y pienso en las tantas deudas que tenemos con hombres como estos que se quiera o no han terminado dejando en sus lectores no en particular el rastro de sus aventuras sino especialmente lo que se desprende de su actitud ante la vida, la fuerza que se desprende de sus actos, la voluntad de dar cumplimiento a los sueños, la exaltación a través de su escritura de la belleza del mundo que habitamos. En absoluto se trata de imitar a nadie, es el conocimiento que adquirimos a través de ellos tanto en la apreciación de este mundo como del conocimiento de uno mismo. Imaginar a Julio Villar, que no era navegante, dando la vuelta al mundo en solitario en una barquichuela de apenas unos pocos metros de eslora o a un escalador también en solitario discurriendo por los extraplomos de la cara norte de la Cima Grande de Lavaredo, cosas así, producen en el lector un hormiguillo benefactor que alivia por una parte del peso de las dificultades y por otra nos muestra ese rico abanico de posibilidades que el hombre tiene ante sí, belleza, sueños en los que reposar nuestro cansancio, libertad sin medida. El arte de la libertad, titula Bernadette McDonald su excelente libro sobre Kurtyka. La libertad de Julio Villar en medio de una tormenta sobre el Atlántico, la de Ramón en la Cima Grande de Lavaredo que debe asumir con sus compañeros en confrontación con la tormenta en plena pared y que a mí me serviría como lector para echar la bronca al señor Portilla :-) por ventilársela en cuatro o cinco líneas (¡rácano!).

Volviendo al libro de Ramón… Días atrás había  venido saltando los preliminares de la historia de las primeras ascensiones de las grandes paredes de los Alpes porque, ya lo dije, buscaba otra cosa. Con Ramón me había encontrado un día a la salida de un cine donde se proyectaba una película sobre Kukuczka. Nos presentó un amigo común que me acompañaba, y apenas cruzamos unas pocas palabras de ocasión. Mi alejamiento del ambiente de la montaña durante varias décadas me habían convertido en un auténtico ignorante de la historia reciente de nuestras montañas, así que de Ramón sólo empecé a saber, sólo un poco, a partir de entonces.

Y realmente sólo he comenzado a conocerlo con alguna aproximación esta noche a través de su libro. Al principio contaba las cosas de manera tan sucinta que  yo, si hubiera sido su editor le habría obligado a ser mucho más prolífico. En esta primera parte que he leído es como si a un hombre tímido le diera no sé qué contar detalles o expresar lo que siente en determinadas circunstancias o, no sé, la sensación como si tuviera  prisa en acabar el capítulo. Te le encuentras en la cara norte del Eiger, narra someramente el principio de la ascensión, el encuentro con otros alpinistas o la puesta en escena de Rabadá y Navarro para determinada secuencia que están rodando desde un helicoptero para Al filo de lo imposible, y pocas líneas más adelante inesperadamente ya están saliendo a la arista sominal. Vamos, que te quedas a la luna de Valencia.

Pero esta noche sí, hoy fue distinto. En esta ocasión había puesto freno a esa velocidad escritoril en que él y sus compañeros iban de un extremo a otro de los Alpes para escalar alguna de aquellas memorables montañas que ilustraba, para nuestra voraz lectura los primeros años de contacto con la montaña, Gaston Rebuffat en Estrellas y borrascas. Están en el espolón Walker y en determinado momento Ramón se agarra a un bloque grande como una nevera, dice, y éste cede y el bloque y él mismo se precipitan en el vacío. Hay que dejarle a él que cuente lo que ha sucedido: “Lo primero que descubrí es que tenía un dedo de la mano luxado. Cuando estaba tratando de colocarlo en su sitio miré hacia abajo y vi dos huesos asomando fuera de mi bota derecha y un montón de sangre. La tibia y el peroné se habían fracturado por encima del tobillo atravesando el botín interior salían por encima del plástico de la bota, con lo que mi pie sólo seguía unido al resto del cuerpo por los ligamentos y la piel. Aquellos primeros instantes los recuerdo llenos de miedo y confusión”.

Un viejo clavo les ha salvado la vida a los tres. Terminan reuniéndose en una repisa. La noche en la pared, la amenaza de desangrarse, el aflojar el torniquete fabricado con la correa de un crampón cada veinte minutos, el dolor, la interminable espera. “El clavo ardiendo al que me aferré minuto tras minuto, hora tras hora, era el recuerdo de mi hijo”.

La entereza con que se afrontan en la vida momentos difíciles hablan más de un hombre que todo su historial alpinístico. A algo así me refería cuando decía más arriba que lo que me interesaba de la lectura del libro era Ramón, más que la aventura en sí. Por sus hechos los conoceréis, se dice en alguna parte del Nuevo Testamento. Y la respuesta a un situación de esa magnitud, cuyo lectura te produce cierto escalofrío, pues bla, bla, bla, etc.

Leo desde hace días los diarios de Ernst Jünger Después de los setenta. En una de las últimas entradas, cumplidos ya los cien años, hace esta anotación: “Entretanto, cada día es un regalo”. En montaña, incluso muchos de los escaladores más modestos, es posible que tengan en su historial un momento en que hayan podido decir que los días posteriores a determinadas circunstancias son un regalo que nos hace la vida. A José Ángel Lucas en los mismos Grandes Jorasses no le cupo ese regalo.

Se me ha hecho muy tarde, el fuego de la chimenea languidece y un servidor se va a la cama. Mañana seguiré leyendo a Ramón, a ver qué se cuece por África y el monte Kenia.












No hay comentarios:

Publicar un comentario