lunes, 2 de noviembre de 2020

¡Dios!, este Bergman…

 





El Chorrillo, 2 de noviembre de 2020

 

Esta noche el sufrimiento es La carcoma. La posibilidad  de poder enamorarse, con más razón en el caso de estar casado/a, y de que en ello encontremos por delante un camino sembrado de espinas. Un matrimonio, Max von Sydow y Bibi Andersson, con dos hijos adolescentes, armonioso, feliz, estable, y allá, a la vuelta de cualquier esquina, una mirada entre un hombre y una mujer, unas palabras, un breve encuentro y se acaba la introducción. Unas cuantas pinceladas más y estamos ya de lleno metidos en el nudo de la película. Y respiras hondo porque conociendo a Bergman ya sabes que tras las primeras secuencias de inmediato se va a poner a disparar a bocajarro contra las convenciones para sin tapujos ni paños calientes entrar de lleno en la desmesura de la pasión. Sí, caiga quien caiga, la pasión ha pasado a primer plano a los cinco minutos y ahora hasta vuelan los sopapos en medio de los abrazos y los besos en la desmedida de los primeros encuentros. Uno desde la prisa de la vida corriente ve aquello y se dice que a qué coño espera la Bibi para darse la vuelta y dejar a aquel tipo barbudo que la agrede y que parece escapado del manicomio. Pero no, Bergman pasa por alto nuestra incomodidad, el asalto a mano armada de la lógica y deja todavía que la pareja se balancee junto al caos al modo en que Chaplin lo hacia en aquella cabaña de La quimera del oro. En un momento puede suceder, intuimos que el abismo se abre a sus pies y queremos que ella salga corriendo fuera del alcance de aquel loco, pero no, el amor ha prendido como sobre un haz de yesca y aquello no es hay quien lo pare, incluso tratándose de una amantísima esposa entregada con cuerpo y alma a su marido y a su familia.

El planteamiento de la idea no puede ser más simple, a cualquiera se le puede ocurrir un arranque sentimental así, la literatura y el cine están llenos de esta idea generatriz. Ahora falta encontrar un genio que la dé vida llenándola de contenidos que arropen este desesperado y continuo baile junto al abismo. Y para eso tenemos a Bergman, el maestro del sufrimiento, del amor, de la desesperación, de los encuentros y desencuentros en el ambiente de la comedida y culta sociedad burguesa nórdica sucumbiendo a la presión de la pasión y el amor con la endemoniada fuerza de un ciclón.

Bergman es puro sufrimiento, pero un sufrimiento que te obliga a quitarte la careta sumergiéndote durante un par de horas en las aguas profundas donde las apariencias están prohibidas, y lo que importa es poner de relieve hasta rozar la irracionalidad la hondura de los sentimientos más profundos y escondidos.

Queda así urdir los detalles y ahí es donde el maestro y el repertorio de actores de la panoplia de Bergman, todos ellos como si su razón de ser fuera haber nacido para dar vida a los personajes del director sueco, encuentran el material humano que, habituados como estamos a contemplarlos en diversos papeles en todas las películas bergmanianas vemos como inseparables de las historias que representan. Ello respecto a los personajes y su actuación, que junto a estos está el uso de los primerísimo planos en donde un mínimo movimiento de los labios o los ojos tienen una importancia capital en el relato y en los sentimientos que recorren a los personajes.

Ah, y el ritmo casi propio de una comedia con que el guión llena algunos intermedios preparatorios para el encuentro, actos yuxtapuestos con brevísimas comas en que la película nos proporciona un respiro antes de que la protagonista vaya a visitar en su lúgubre apartamento a su amante; ella frente al espejo probándose una tras otra prendas diferentes en largas secuencias. Sus trabajos caseros al ritmo musical de una polca porque por dentro su corazón le hace cabriolas y necesita acabar cuanto antes para encontrarse con él.

No es entre la obra de Bergman de las películas que destilen más sufrimientos, aunque se hace evidente la incomodidad que viéndola hace que te nuevas inquieto en tu asiento; sin embargo sí te hace soltar un uffff cuando en la pantalla aparece la palabra fin. En las últimas secuencias ella, que ha quedado embarazada, ha ido madurando la separación definitiva de su amante, pero estamos ya tan habituados a comprobar cómo los ramalazos de pasión se han alternado con los de ruptura definitiva, Bergman juega con este desplazamiento de la balanza de un lado a otro con tanta abundancia, que hasta el último segundo se mantiene la intriga del desenlace. Ella se ha despedido definitivamente de él, él corre tras ella diciéndole hasta llegar a los gritos que se está equivocando, que está mintiendo. Ella se mantiene firme, lo despide, se vuelve, echa a andar y tras unos pasos se detiene. La cámara resiste fija durante un tiempo, sobre el río se ven los círculos que el agua de la lluvia forma en su superficie, observamos los círculos y cuando creemos que definitivamente se va a alejar, lentamente la vemos girarse y adelantar unos pasos hacia el lugar donde ha desaparecido su amante: fin.

En el último momento la pasión ha pasado por encima de la familia, el esposo, una posición sólida, para encaramarse a la incertidumbre de esa pasión que continuamente ha sido denostada por ambas partes pero que en definitiva ha demostrado ser mucho más poderosa que todos los obstáculos juntos.

A última hora me llama la atención un hecho clave. En ningún momento durante la película me ha parecido que en lo que estaba viendo hubiera eso que llamamos amor. Era más bien la arroyadora fuerza de una pasión que, como una corriente salvaje, había precipitado a ella en los brazos de él y a él en los brazos de ella. Quizás merecería analizar este matiz pasional que tan frecuente es en Bergman y que yo lo veo tan alejado de los convencionales amadores que estamos acostumbrados a ver en el cine o en la literatura.

 

 


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