miércoles, 11 de noviembre de 2020

La montaña y la “mística salvaje”

 



El Chorrillo, 11 de noviembre de 2020

 

Venía tramando desde anoche a raíz de mis últimas lecturas relacionadas con la mística, no precisamente religiosa, la posibilidad de escribir sobre lo que ésta puede tener de relación en el ámbito de la actividad en la montaña, o en la naturaleza en general, y fue esta mañana con esta idea en la cabeza que me encontré con la entrada mañanera de Antonio sobre el silencio y que Uge glosaba más abajo con una particular capacidad evocadora, lo que me ha decidido a hurgar en el interior de esos dos conceptos, montaña y mística, para ver qué podían tener en común o de qué modo podrían relacionarse, con el aliciente posterior de introducir ese tercer elemento, el silencio, al que aludían Antonio y Uge.

Quizás suene un tanto rimbombante o pretencioso un título así y bajo cuyo paraguas quisiera esbozar algunas ideas sin otra pretensión, como tantas veces hago en este diario, que la de intentar aclararme a mí mismo. En tantas ocasiones me he encontrado parajes en libros de montaña experiencias personales, vivencias, sensaciones que me han hecho pensar en la mística, en San Juan de la Cruz, en ideas con las que he tropezado, por ejemplo en Plotino, o en textos de filosofía, Pierre Hadot en estos momentos, que por fuerza me parece absolutamente lógico que se me plantee la posibilidad de encontrar algunas conexiones entre la mística tradicional no religiosa, o acaso también algo de ésta, y el estado que se alcanza en especiales ocasiones practicando la montaña.

La RAE. Misticismo: “Estado de la persona que se dedica mucho a Dios o a las cosas espirituales . ... Estado extraordinario de perfección religiosa, que consiste esencialmente en cierta unión inefable del alma con Dios por el amor, y va acompañado accidentalmente de éxtasis y revelaciones”. La pobreza conceptual, y a la vez el mal tufillo que desprende la definición de la RAE cuando define el concepto misticismo, obliga a buscar otro modo de acercarse a una idea que yo creo subyace con bastante frecuencia en la práctica de la montaña, especialmente si ésta se hace en solitario donde el silencio se vuelve especialmente evocador, alusión por ello  al comentario de Uge que de algún modo refleja esta condición que yo considero cercana al entorno de la mística (su comentario: “Cuanto más amplio es el espacio en el que transitamos, tendemos a callarnos para presentir el silencio que procura y avisa. Qué inesperada sorpresa evocan paisajes silenciosos. Emanan sabiduría ancestral, regalan horizontes infinitos, donde hay un resurgir de palabras inesperadas que se quedan en la memoria de seres empáticos, sensibles, libres y silenciosos... Es aquí donde más saboreo”. Menciona Hadot (La filosofía como forma de vida) el gusto que recibe de la lectura de Goethe cuando éste insiste en su crítica a la verborrea humana, ociosa y fatua, que opone al silencio y a la gravedad de la naturaleza. De modo que el silencio con su capacidad para abrir las puertas de la contemplación, del ensoñamiento o la evocación se presenta como una condición bajo la cual junto a la posibilidad de establecer un profundo vínculo con la naturaleza se pueden dar las circunstancias de un estado similar al que en el ámbito religioso se da en llamar misticismo. Partiendo de la idea de que el misticismo tiende a explorar en la profundidad y el abismo de nuestro ser y que esta exploración requiere condiciones de soledad y aislamiento para que se produzca ese pequeño milagro en el que el individuo se encuentra consigo mismo y en íntima relación con la naturaleza, es fácil extrapolar  que situaciones semejantes deban tener un contexto de adecuado aislamiento para que sea posible, lo que se puede dar en personas que pasan largas temporadas solos perdidos entre las montañas o que se enfrentan a retos o escaladas que implican largos días de soledad y dificultades que ponen a prueba lo más selecto de sus capacidades.

La experiencia mística, que parece haber sido adscrita desde siempre al entorno religioso y donde siempre el ateo puede encontrar los ecos de sus propios sentimientos y sensaciones, es un hecho, a mi entender, que no necesita en absoluto de la conciencia de un Dios por más que ella haya sido elegida desde siempre por los místicos como un vehículo para entrar en contacto directo con Dios. Ya en la antigüedad para Plotino la vía práctica para acceder a la experiencia mística se cifraba en las purificaciones, la ascesis, la práctica de las virtudes y el esfuerzo por vivir según el espíritu; todo ello representaba una actitud de recogimiento en sí mismo. Modernamente Michel Hulin acuñó el término “mística salvaje” para refererirse al conjunto de experiencias no ligadas ni a una religión ni a una tradición espiritual y que de alguna manera están relacionadas con un “sentimiento oceánico”, concepto utilizado por Freud y Jacques Maritain para referirse a lo que rompe el límite de lo terrestre y al acercamiento a toda una experiencia profunda.

Renato Casarotto ha regresado del McKinley en invierno; durante quince dias ha abierto una vía en una larga arista a este monte con dificultades extremas, una caída de treinta metros y con temperaturas de treinta grados bajo cero y ahora en casa escribe lo siguiente: “En estos meses he tratado de alargar el horizonte de mi experiencia en el McKinley, pero ciertas respuestas que esperaba obtener no he sido todavía capaz de encontrarlas. Creo que en alto, muy alto sobre el K2 esté la clave de mi búsqueda”. Y más tarde, ahora junto a su mujer Goretta, en un intervalo de su intento de abrir una nueva vía, le dice a ésta: “Siento una serenidad en todo mi ser jamás experimentada hasta ahora. ¿Sabes?, Gori, si llego a la cumbre dedicaré la vía a Dios”. ¿No suena todo esto a eso que llamamos experiencia mística? Muchas de las andanzas de Walter Bonatti, Hermann Buhl y tantos solitarios que en el mundo han sido, ¿no destilan una relación consigo mismos, con la naturaleza, las montañas que recuerdan tanto tanto a algunos místicos, no recuerdan a los repetidos versos de Juan de la Cruz? 

…En la noche dichosa,
en secreto, que nadie me veía,
ni yo miraba cosa,
sin otra luz y guía
sino la que en el corazón ardía.

Aquésta me guiaba
más cierto que la luz de mediodía,
adonde me esperaba
quien yo bien me sabía,
en parte donde nadie parecía.

¡Oh noche que guiaste!
¡oh noche amable más que el alborada!
¡oh noche que juntaste
Amado con amada,
amada en el Amado transformada!

 Si en situaciones de especiales circunstancias de silencio y armonía con la naturaleza, hacemos el esfuerzo de interiorizar estos versos, todos ellos cuadrarían perfectamente con esos momentos de plenitud que en ocasiones surgen en nuestra relación con las montañas.

La objeción que hace Ortega y Gasset al misticismo, de que de la visión mística no redunda beneficio alguno intelectual, vista en este contexto resulta un tanto absurda tanto más cuando de lo que hablamos es de vivir intensamente nuestra interioridad en ese silencio del que la soledad y la naturaleza hacen un momento privilegiado de la vida.

¿En qué consiste, se pregunta Michel Hadot, esta experiencia y cómo se explica? Su respuesta: “Esto es lo más importante y soy totalmente incapaz de decirlo”. Buscarse a sí mismo por encima de sí mismo, que es una búsqueda continua por encontrar la mejor parte de uno mismo y la superación de sí, parece no obstante estar en el entramado de la comprensión de lo que esa experiencia sea, con el plus añadido de que sea la Naturaleza el lugar idóneo, acaso, para tropezarse con este tipo de vivencias.

 

 

 

 

 

 


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