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| Charlie Parker |
El
Chorrillo, 1 de noviembre de 2020
Hay días
en que echar un vistazo a algunos muros de FB resultan lo suficientemente
gratificantes como para que una idea o la cita de una lectura te anime a
retomar un libro. Siempre es un regalo que alguien entre en el mundo de tus
motivaciones y haga posible que éstas se agiten al punto de desear ya mismo
leer algo. En lo últimos días unas citas de Julio Cortazar me habían llevado ya
a dejar a mano El perseguidor, y ayer mismo una referencia de un hombre
que vive enamorado de las tierras de la oscuridad y la taiga, que hacía mención
a El maestro y margarita, de Bulgákov, y que no había logrado terminar,
me llevó a incorporar a mi lista de espera este título que ya había leído hace
muchos años por razones que desconozco. Quizás fuera porque se trataba de un
libro que compartió con Turgueniev un antiguo viaje a lo largo de Rusia. No sé.
Acaso lo mismo vuelvo a leerlo, o lo intento, al menos.
Total,
que aquí estoy esta noche de nuevo con Cortázar. Y comienzo a leer y resulta
que ese relato, que habla de Charlie Parker, lo conozco. Cuando el ir de un
lado para otro, especialmente de los libros, se convierte en la vuelta al día
en ochenta mundos, como rezaba un librito del mismo Cortázar, las lecturas se
entrecruzan hasta tal punto de convertirse en un caravasar en donde basta
cerrar los ojos para que el perfume de las especias, la frescura de las frutas
exóticas o las esencias de las aventuras o las ideas salgan de entre los
resquicios de la memoria para reunirse alrededor de un instante de intimidad en
el que el lector se hace parte de los retazos de viejas lecturas. Y siendo
parte, siendo Bruno o Charlie Parker, en El perseguidor, o Margarita y
su amante el Maestro en la obra de Bulgákov, u otros cientos de personajes con
los que has convivido a lo largo de tu vida de lector, en una tarde como ésta
los recuerdos se aglutinan a la hora de la caída del sol.
Que es
lo que sucede hoy, que habiendo surgido de la contemplación de la tarde al sol
bajo los árboles cierta disposición a ir de un lado para otro de esa otra
realidad que sólo habita en los libros y que en ocasiones tiene mucha más
consistencia que la pura realidad del vivir, me encontré en una vieja
habitación de París con Johnny, un saxofón, la marihuana, el jazz, un
periodista, Bruno, que intentaba poner a salvo el talento de su amigo. El
círculo encantado en que se sumerge el lector se había cernido sobre mí y,
estando en El Chorrillo, lo cierto era que estaba reviviendo una escena
parisiense que se había adormecido en mi memoria y que ahora resucitaba.
Sin
embargo en este ambiente había un pero. Me encontraba extendido en una poltrona
en el jardín y no había tenido la precaución de silenciar el teléfono y después
de oír un par de veces su llamada hice un paréntesis con lo de París y sucumbí
a la tentación de ver de qué se trataba.
El
teléfono, casi siempre el teléfono ahí con su ruido, sus llamadas de atención
hacia el mundo, siempre capaz de sacarnos de la abstracción del curso de los
pensamientos o la contemplación. Teléfono necesario que nos pone en
comunicación con el mundo, pero que habría que enmudecer para que no interrumpa
el particular estado de ánimo del momento, la hora en que te dejas bucear por
la extensión de la tarde mientras el sol poco a poco escurriéndose de entre los
obstáculos de los árboles viene a caer sobre tu rostro y a traerte acaso,
también él, un mensaje. Nadie desearía vivir en total aislamiento porque la
vida como el cocido está hecha de variados condimentos y sustancias, pero,
pero, la frecuencia y la insistencia con que se mete en nuestras vidas, sin
llamar a la puerta, así, a la brava, estés rezando, meditando o sumido en el
encanto de algún sueño erótico, suena en ocasiones a impertinencia. Llevas un
buen rato soñando o leyendo y suena el teléfono, tantas cosas que pueden hoy
hacerle sonar, no sólo la voz de un amigo o un familiar, y por fuerza unos
minutos más tarde ya estás fuera de juego, se ha roto el encanto que se había
formado en torno a la lectura y tus pensamientos y cuando vuelves a dejar el
teléfono en su sitio descubres que apenas recuerdas donde estabas antes de que sonara.
La delicadeza del estado de ensoñación en que estabas sumergido, no la historia
de Johnny y sus detalles, sino el ambiente que se desprendía de aquella
habitación o la obsesión por haber perdido un saxofón en el metro, o el brillo de
sus ojos por la aparición inesperada en la habitación de una botella de ron, ha
desaparecido.
En el
cine te lo dan todo mascado y comido, no siempre, tu imaginación raramente va más allá de
lo que te muestra la pantalla, algo muy
distinto de lo que sucede con un libro que continuamente fuerza al lector a
crearse a través de las palabras un ambiente que, transmitido por el escritor
bajo determinada formulación, permite al lector con un puñado de detalles crear
para sí mismo una interpretación personal que en definitiva es la que él vive y
experimenta y que perdurará en su recuerdo una vez haya olvidado la historia
leída. En esa recreación estaba yo.
Empecé
anoche la lectura de El perseguidor, motivado por la referencia de un
amigo y ajeno a que fuera una historia que conocía pero había olvidado. Había
leído apenas una página cuando de repente en mi memoria se presentó un cuadro
preciso de la misma. En absoluto recordaba detalles, aunque la prosa de Cortázar
sea siempre un lujo, pero me restituyó a un ambiente y a un personaje, Charlie
Parker, sobre cuyo fondo sonaban estremecidas las notas de un saxofón.
Esta
tarde me he prometido silenciar el teléfono cada vez que me sumerja en una
lectura.

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