El Chorrillo, 2 de
octubre de 2020
Después de leer mi post de ayer, una amiga me manda un
whatsapp que dice escuetamente: “¿Y si escribieras sobre los celos?”. Le
contesté: “Bueno, los textos tienen un límite y hoy no cabía más en eso de
hacer el amor, pero hubiera sido conveniente hacerlo. Probablemente lo haga. La
moral del momento, que tanto fluctúa con el tiempo, y los celos son los dos
contendientes principales que tienen los aspirantes a hacer de la vida aquello
que les vayan dictando sus convicciones y su experiencia personal”. El tema de
ayer en realidad quedaba bastante cojo si no se tenían en cuenta la moral y los
celos; bueno, la moral, los celos y un buen puñado de cosas más. Así que
escribo sobre los celos. De algo ha de servir primero haber cumplido muchos años
y después seguir siendo como un niño que ve tras muchos aspectos de la realidad
un filón del que como los mineros ir extrayendo el jugoso gusto de la reflexión
en donde unas veces toca meterse con lo nuevos ricos, otras solazarse bajo un
cielo estrellado y otras muchas más intentar ver con una mirada distinta lo que
siempre nos enseñaron que debía ser así o asao. Además, poner en cuestión lo
que la mayoría de la gente ve con normalidad, que tengamos que cumplir todas
las leyes, que si hay un lugar en tu camino y pone prohibido el paso no debe
pasarse, que si no se puede acampar o vivaquear aquí o allá tenga que ser
respetado, o si las relaciones entre adultos deben ceñirse al lecho conyugal o
no, es un sabroso deporte que engrasa la imaginación y mi afición a ir
contracorriente.
Leslie Stephen, Los
Alpes en invierno, un librito encantador que el padre de Virginia Wolf,
gran aficionado a las caminatas, escribe de cómo le gustaba buscar los carteles
de prohibido el paso en sus excursiones, porque, decía, en lo prohibido debe de
haber siempre algún tipo de atracción. “Lo prohibido me recuerda los muchos y
deleitosos paseos que esperan a aquel que no guarda un celo supersticioso por
los derechos de propiedad”. Tómese metafóricamente y tendremos un excelente
terreno en que de la trasgresión puede resultar una filosofía de la vida que
merece la pena explorar. Recuérdese también que la trasgresión ha sido siempre
un motor para la evolución de la humanidad en muchos aspectos desde la
mismísima rebelión de Eva y el cuento aquel de la manzanita hasta la negación
de Rosa Parks a ceder un asiento en un autobús a un blanco. La trasgresión
puede ser una mina de posibilidades, sí, a explorar. Ah, por cierto, ojo con
generalizar, que ya se sabe aquello de que la virtud está en el medio.
Esta noche, que veía Una
mujer descasada (Paul Mazursky, 1978), se me quedaron por ahí bailando
algunos fragmentos de conversaciones. Una amiga que dice: “Mi matrimonio no se
basa en una cama”, que respondía a otra amiga que le echaba en cara el que
tuviera algún amante. Otra cuenta: “En el momento que empezamos a vivir juntos
dejó de ser divertido”. ¿Es buen amante en la cama?, requiere otra a su amiga
que ha encontrado en un compañero de trabajo un rejuvenecimiento de su
sexualidad. Frases sueltas que se podrían oír en cualquier reunión de amigos o
amigas que comparten cierta intimidad y que hablan de la mucha tela que
encierran las relaciones de pareja.
Imagino que mi amiga en su whasapp, aunque le parecieran
más o menos aceptables algunas de las premisas de las que hablaba ayer en torno
a una saludable relación entre hombres y mujeres no coartada por el hábito de
una monogamia cerrada sobre sí a cal y canto, no debía de tener nada claro cuál
sería en ese escenario el papel de los celos. La libertad tiene su precio y los
celos pueden ser un desagradable corsé que hace pensar de alguna manera en un
sistema de esclavitud en donde el celoso sufre porque en el fondo se siente
dueño en exclusividad de alguien. Los celos y el sentido de posesión tienen
unas raíces tan profundas en los sapiens que capaces son algunos de sacar la
cheira y rajar de arriba abajo a su amantísima esposa si llega el caso de saber
que le está poniendo los cuernos. Ya se sabe que el cornudo ha sido objeto de
mofa a través de los siglos. Montaigne se hacía eco de ello diciendo que “no es
nuevo ver crecer cuernos por la noche a quien no los tenía al acostarse”.
También mantenía Montaigne que el cornudo no es condición circunstancial, que
quien cae en tal desgracia se queda de cornudo para toda la vida. La historia
de la literatura ha reproducido abundantemente este tema tan fascinante de los
celos y los cuernos. En muchos hombres hay un Otelo escondido de la misma
manera que también un Yago habita en muchas almas. De todos modos el cornudo lo
es por propia voluntad, ya que de haber una confianza plena en dos personas que
se quieren no se dan las condiciones para calificar de tal manera a las
personas que aceptan con normalidad que su pareja pueda tener relaciones con
otras personas.
A mí me da que los celos no tienen absolutamente nada que
ver con el amor. El sentimiento de posesión y exclusividad, instalado en las
mentes de tantas parejas como un axioma irrefutable, germina en nuestra
sociedad con tanta proliferación que es difícil hacerse comprender si alguien
trata de fijar en qué puede consistir una relación afectiva o amorosa, o cuando
se cuestionan los supuestos derechos que podamos tener unos sobre otros. Damos
por tan descontado que a la boda ha de seguir un periodo de autoimpuesta
reclusión en el ámbito del recinto familiar, que no es bueno que la esposa ande
por ahí de pingo expuesta a los maléficos vientos de la seducción, damos por
supuesto que después de la boda los amigos desaparecen o languidecen, que a partir
de ese momento el esposo y la esposa van a sumergirse juntos en una especie de
burbuja… De repente el mundo se ha reducido y ahora uno, posesión del otro, y
el otro posesión del uno, tendrán que tener mucho cuidado para no despertar ni
soñando los celos de su pareja.
O quizás se trata de un estadio de la vida en donde la paz
y las aguas calmas del matrimonio satisfacen a plenitud todas las aspiraciones de
la pareja y entonces no hay nada que decir, que también puede suceder. Hay
también quien encuentra la plenitud de su vida aislado en una cueva, aunque de
tanto en tanto, las tentaciones, como a un San Antonio, le vengan por vía
subliminal.
La idea, mucho más extendida en el hombre que en la mujer,
de qué éste puede echar una cana al aire cuando le plazca y además presumir de
ello con los amigotes, mientras que en una mujer es cosa de mandarla al fuego
eterno, añade un matiz interesante que sitúa a la mujer en una relación de no
reciprocidad, que se ha santificado desde siempre como una característica del
dominio del varón sobre la mujer y que viene de nuevo a mostrar que sólo es
posible la igualdad cuando efectivamente ambos dejan a un lado los celos para
atender a unas relaciones más basadas en la sinceridad y en el afecto mutuo que
en la relación de posesión y pertenencia.
Probablemente los celos tengan también mucho de temor e
inseguridad ante la posibilidad de perder a nuestra pareja al poder ésta encontrarse
interesada en otra persona; la mutua confianza, quizás la esencia de una
relación a prueba de bombas, ha desaparecido y entonces los celos campan a sus
anchas por la mente del celoso transformando una relación en una malsana
dependencia.
Cosa fea los celos, que en su caso más grave puede
considerarse una enfermedad y en los más leves, pues bueno, una cosa de lo más
natural del mundo, estando como estamos todos tan necesitados de reconocimiento
o del cariño de los otros. Un leve rumor de celos, como suave caricia del ala
de una paloma, puede incluso añadir unas gotas de exótico perfume a una
relación madura en donde la confianza
está por encima de otras consideraciones. Vamos, al menos eso creo.

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