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| Eros y Psique. Antonio Cánova |
El
Chorrillo, 1 de octubre de 2020
Hay
veces que uno no se explica por qué la mente en estado de total reposo le
impone a uno determinado asunto sin venir a cuento, hace un par de días sin más
mientras caminaba en el bosque con la intención de subir a hacer noche en una
cumbre. Te preguntas, por ejemplo, primero por qué ese eufemismo de hacer el
amor es tan universal, los eufemismos siempre tienen un cierto tufillo de
intentar rodear o adornar alguna verdad, y a continuación caes en la paradoja
de que la expresión se aplique a un acto que en absoluto en la mayoría de los
casos tiene que ver con el amor y sí con un deseo inoculado en nuestro cerebro
por imperativos de la especie que va a su bola y pretende llenar el mundo con
nuevos seres. Después, ya puestos, y mientras el camino da vueltas y vueltas
acercándose al collado de Cerromalejo, empiezas a tirar del cabo de esta idea y
te encuentras con un manojillo de asuntos y entonces, aunque la cuesta pida la
atención de tus piernas, tienes que ir almacenando en algún rincón de tu
memoria unas pocas ideas que después, cuando vuelvas a casa o tengas un rato
libre, seguro que te apetecerá hacer algún cosido con ellas con que alimentar
la voracidad de este blog que tanto se parece a un niño que de continuo se está
preguntando por un puñado de porqués.
Yo
sospecho que hay en esto un cierto gusto por hacer de vez en cuando de abogado
del diablo, pero esencialmente me parece que el hábito de poner en cuestión
todo lo que tropieza con el sentido común que se ha afirmado en mí a lo largo
de los años, es la verdadera razón de que en cualquier momento inesperado salte
dentro de uno ese deseo de sacarle punta a algún asunto. Hoy le tocó el turno a
eso de hacer el amor, o más exactamente hacer el amor sin amor, que suele ser
lo más corrientito por más que alguno se quiera rasgar las vestiduras. Vamos,
como hacen los monos y la mayoría de la especies animales, eso sí, con la
salvedad de que en los sapiens normales siempre nos produzca por dentro un
enorme sensación de ternura, de ternura sea con quien sea, que ya me sucedió en
una ocasión viajando por Malasia que el encargado del hotel se pusiera tan
pesado al punto de que yo llegara a hacer lo que hasta entonces no había hecho,
eso, acostarme con una malaya un tantico rolliza que además de proporcionarme
un escueto y algo decepcionante placer, tuvo el resultado de que me invadiera
una inmensa sensación de ternura, la ternura de encontrar un cuerpo de mujer en
medio de un viaje solitario al que abrazarme como quien se abraza a un oso de
peluche o a una parte de ese Todo del que animales, plantas y universo formamos
parte. Este último inciso quizás sirva para matizar aquello de hacer el amor
sin amor, que puede ser muchas cosas bonitas, deseables y llenas de amistad y
mutuo respeto y deseo, pero que acaso no tenga que ver exactamente con eso que
llamamos amor. Sólo una puntualización.
Esta
paradoja, la de hacer el amor sin amor, debe su existencia como tantas veces
sucede al hecho que nos persigue de querer evitar llamar a las cosas por su
nombre cuando hacerlo puede sonar a ciertos oídos como no conveniente. Esa
clase de educación que se ha sacado de la manga qué palabras suenan bien,
cuales mal y que obliga a hacer malabarismos verbales para entendernos. Nunca
entendí muy bien, siendo las palabras un simple conjunto de letras con
determinado significado, por qué el vocablo “coño” puede llegar a ser una
palabra de esas llamadas malsonantes y vulva o vagina no (la cosa llega a veces
a ser tan ridícula que escribiendo ahora la palabra vagina el Word éste agrega
la olita roja que indica que para él no existe este vocablo y me propone para “vagina”,
otras como página, agina y vaina). ¿Quién decide, ha decidido que una palabra
“suena mal”? A veces recuerdo con regocijo cosas como cuando estaba empezando a
salir de la infancia y me presionaba la curiosidad de ese mundo oscurantista
que los adultos habían creado alrededor del sexo, cosas como buscar en el
diccionario palabras como “follar”, que acaso había oído a otros niños y no
sabía lo que era, y encontrarme con aquello de que follar era… perdón, era no,
es, porque me voy al Chrome y se lo pregunto y lo que me dice el navegador
universal es que follar es, acepción 1: Soplar con el fuelle, y 2: Verbo
pronominal. (follarse) Expulsar gases intestinales sin ruido. Así que ya lo
sabéis, chicos y chicas, follar es soplar con el fuelle… jajaja. Para
Bueno,
que a este paso no me va a dar tiempo a escribir ni la mitad de lo que había
guardado en mi memoria en mi excursión guadarrameña, que lo que yo quería traer
a colación especialmente era eso de que hacer el amor se tenga por una cosa tan
privativa del lecho conyugal, lecho donde el amor evidentemente puede existir,
ser un lejano recuerdo, constituir una bonita y cariñosa amistad que se ha ido
formando con los años, de hecho, acaso, en muchos momentos tan solo la llamada
de la naturaleza, pero que, ni se agota en el lecho conyugal y, posiblemente, y
es una opinión muy personal, debería hacerlo. Uno, que es amante de tantas
cosas, de
Eso sin
contar con el tan buen sabor de boca que dejan estas experiencias y que tanto pueden
alimentar la imaginación. Roald Dahl escribió un sabrosísimo relato que ilustra
algo de estas paradojas. Dos parejas de amigos viven en chalets adosados pared
con pared. Un día ambos sorprenden a sus respectivas esposas en un diálogo en
el que las dos se quejan de cierta atonía que viven en las relaciones sexuales
con sus parejas. Están en una fase en que las relaciones íntimas han entrado en
una rutina que las deja un poco vacías. Los amigos, al tanto de lo que han
escuchado deciden hacer algo al respecto. Uno de ellos propone una solución. Ambos,
conocedores de los beneficios que la novedad puede introducir en los hábitos de
las personas, deciden suplantar cierta noche en la cama al amigo, tú te acuestas
con tu mujer y yo hago lo propio con la tuya. Para llevar a cabo la idea, los
dos amigos intercambian información sobre los hábitos en la cama de sus
respectivas esposas, así como de los suyos propios y deciden elegir una noche
en que ambos supuestamente llegan a casa de madrugada por razones de trabajo.
No se encenderá ninguna luz y se introducirán en el lecho de la esposa del
amigo de manera que éstas no sospechen nada. Dicho y hecho. A la mañana
siguiente los amigos espían a sus parejas cuando ellas se encuentran por la
mañana y charlan de un balcón a otro. Ambas están radiantes, se quitan la
palabra, hablan atropelladamente contándose la increíble y maravillosa noche
que han tenido en la cama con sus “maridos”.
Probablemente
haya quienes estén enamoradísimos y no sientan ninguna necesidad o atracción
fuera del ámbito de la pareja o simplemente no lo crean conveniente o la moral
imperante ponga a raya sus deseos, puede, pero de ahí que todos creamos a pies
juntillas que erotismo y sexo es algo a encerrar bajo cerrojo en el lecho
matrimonial… Más bien, siempre es mi opinión, creo que la salud que proporcionan
unas relaciones sentimentales y sexuales, digamos flexiblemente heterogéneas,
es altamente gratificante, siempre que se tengan a raya los celos.
Es muy
difícil en textos hechos a vuela pluma tener en cuenta la complejidad de un
tema, algo que probablemente estaría fuera del alcance de quien escribe que sólo
apunta a intentar comprender pequeños asuntos, pero bueno, tampoco esto es un
tratado de moral ni cosa parecida.

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