sábado, 3 de octubre de 2020

Un día de otoño



 

El Chorrillo, 3 de octubre de 2020

 

Me despierto sorprendido por el fragor del agua golpeando contra los cristales. Los árboles se cimbrean sumando al estrépito de la lluvia su bronca voz huracanada. Hace una mañana perfecta para dormitar envuelto en la majestad de una naturaleza que desborda los canalones y vierte sobre las ventanas y las fachadas pequeñas cataratas. Mi cabaña resiste. El pasado invierno un día similar quedó inundada por la violencia de la lluvia, en el tejado se había abierto una vía de agua similar a las que se producen en algunas embarcaciones y hubo que achicar durante una hora. Después de aquello cuando salió el sol dos días más tarde tuve que dedicar toda la mañana a calafatear el tejado con resina. Ahora miro con gusto el techo. El diluvio no le afecta. Es curioso esto de pensar la cabaña en términos navales, de hecho es tanta el agua que alguien que despertara de repente aquí dentro podría pensarse dentro de un submarino J.

Es delicioso despertar en medio de este desesperado marasmo de agua y viento. La tibieza bajo el edredón me hace recordar algunas mañanas también de violenta lluvia en la alta montaña cuando el calor del saco de dormir y la estanqueidad de la tienda de campaña me permiten disfrutar de estos arranques que tiene la naturaleza que remiten siempre a un tiempo prometeico y salvaje que provoca sensaciones de una intensidad colindante con los mismos excesos con que la naturaleza se manifiesta.

Aún así yazgo en un duermevela durante un buen rato. Me despierto, veo chorrear el agua por los cristales, pienso en la posibilidad de que alguno de los árboles cercanos caiga sobre la cabaña como sucedió hace años con algunas arizónicas o un alamo blanco que desgajó el viento el pasado invierno. El más peligroso, un alto eucalipto que tengo enfrente, lo até con un grueso cable de acero, pero hoy dudo sobre la resistencia de éste en caso de máxima violencia del viento.

En algún momento atraviesa mis pensamientos un recuerdo de muchos años atrás. Hemos visitado un restaurante de la zona y estamos un poco chispas, mi amiga propone un lugar en un bosque próximo donde reposar la comida. Un rato después jugamos eufóricos en un prado a desvestirnos. Recuerdos para una mañana de lluvia. La pereza matinal es un perfecto lugar para la ensoñación y la memoria. Cerca del mediodía decido levantarme. La lluvia ha remitido un poco y ahora suena como el apacible finale del allegro de la Pastoral de Beethoven.

Tras el desayuno mi chica me sugiere que ordene el ropero, tienes un montón de cosas que no usas y que podías regalar. Esta mañana  llueve y no puedo trabajar fuera, así que después de desayunar me voy al ropero. Tiene razón, lo he pensado muchas veces, apenas uso durante el año un par de pantalones y poco más; mi vida se ha reducido a tal extremo que de aquí a que me muera no voy a necesitar más de tres o cuatro camisas y un par de jerséis. De los pantalones, además, desde que decidí quitarme diez kilos de encima la mayoría no me van a servir nunca. Una vez tuve una corbata y hace cuarenta años decidí tirarla, la ropa de abrigo me dura veinte años… lo único que sí gasto son botas que apenas me sirven para una temporada.

Por la tarde leo versos de Georg Trakl. Mientras leo, el sol entra por la ventana envuelto en grave fragor de aguas como retumbando en el fondo de un barranco; el sol acaricia mi piel, la tarde, acompañada por el viento, susurra historias de otros tiempos. Fuera la pandemia hace estragos mientras los políticos se enzarzan con sus diferencias. El poeta habla sobre la metamorfosis del mal, una nube de oro se mece en el horizonte sobre las montañas de Gredos. Los olmos contra la luz del atardecer esparcen sus sombras por el arco de la tarde, agitan su ramas solemnemente.

No esperaba que fuera necesario encender la chimenea hasta más tarde, pero tanto viento y tanta agua, además de la noticia que me llega de que hay nevado en la sierra, me invitan a inaugurar el rito anual del fuego. Así que después de la cena me voy a la leñera, hago acopio de palitos y algunos leños y, voila, ya tengo un magnífico fuego que me acompañe hasta la hora de irme a la cama. Aquí está de nuevo la invitación a ensoñar contemplando las llamas; el fuego, una metáfora de la vida que se alza vigorosa en la penumbra de mi cabaña bailando alegre y chisporroteante  dando la bienvenida a un nuevo tiempo de cálidas noches al arrimo de las llamas.

Ahora es a Ernst Jünger a quien leo, Pasados los setenta (Diarios). A Jünger, que tanto me gusta, a veces lo he leído con ciertas reticencias pese a reconocer su oposición al nazismo. Se le reprocha su exaltación de la nación, pero especialmente el hecho de haber  conferido cierto atractivo al régimen nazi a través de libros como Tormentas de acero. Novelas como Bajo los acantilados de mármol, se encuentran entre mis libros favoritos. En el caso de los diarios el hecho de que éstos se refieran a una edad que yo mismo tengo fue lo que me inclinó a su lectura. Los diarios, que siempre constituyen un excelente instrumento de autorreflexión e intento de comprender el mundo en que uno vive, son un género literario que obliga en muchos momentos a seguir el rastro de los propios pensamientos y actos a través de la vida y las reflexiones de sus autores. En el caso de Jünger, que vivió ciento tres años, corre además pareja la historia de todo nuestro mundo contemporáneo volcada tanto en sus libros como en sus diarios, por lo que su obra se convierte en un elemento importante a la hora de intentar comprender nuestra realidad actual.

Jünger expone en Tormentas de acero una idea perturbadora que también encontré en Arturo Barea, Forja de un rebelde, la idea de que la guerra puede despertarnos y hacernos más fuertes, con una voluntad más recia. Desarrollé en otro blog hace muchos años el pensamiento de que la vida podría haber sido relativamente fácil a lo largo de la historia, pero la tendencia a llenar ésta con los hitos de las grandes calamidades y las guerras, como si los hombres no fuéramos capaces de vivir al margen del conflicto, lo hacen imposible. Autores como Jünger o Barea no dudan en considerarla como un mal necesario que despierta la voluntad y nos quita el adormilamiento de encima. Merece la pena la cita del libro de este último, La forja de un rebelde, un recorrido por la experiencia personal del autor en los tiempos de la guerra última nuestra. El miedo, la angustia que sufre la población española en el periodo 1936-39 es fácilmente imaginable, y sin embargo escribe Barea en algún momento: “La guerra ha arrancado a España de su parálisis, ha sacado a la gente de sus casas donde se estaban convirtiendo en momias...” ”Seremos los más fuertes, mucho más fuertes que nunca, porque se nos habrá despertado la voluntad”. Una idea conturbadora que comparte también Jünger. La posibilidad de que los pueblos eviten convertirse en momias corre, parece, peligrosamente de la mano de hechos llamados a exterminar a una parte importante de la población; el dolor, la muerte, los sufrimientos indecibles como estimuladores de nuestras capacidades; la guerra convertida en incentivo para resucitar la voluntad; el instinto de vida, adormecido tiempo atrás, propulsado, exacerbado ante la cercanía del instinto de muerte. Y paradójicamente parece que no les faltaba alguna razón a estos autores, dándose, además, que los amantes de la vida suelen ser los que más se exponen al riesgo de perderla; esa era la filosofía de los escaladores de montañas, los exploradores, los pioneros de toda condición; aunque, también hay que decirlo, tampoco parece que sea una condición sine qua non. Ni Sócrates, ni Platón, ni la mayoría de los filósofos de la Grecia Clásica fueron a la guerra o vivieron situaciones violentas, como no fuera la muerte del primero; más bien la vida de Sócrates es la de quien no necesitaba de estímulos tan salvajes para dejar de ser una momia; todo lo contrario, la vida parecía discurrir en un largo y prolongado diálogo consigo mismo y con los demás en donde no faltaba el vino y los sofisticados placeres de la mesa y la cama.

Ha llegado la hora de dar por terminada la jornada. El fuego de la chimenea languidece. En la casa hace un par de horas que se ha hecho el silencio. Buenas noches.

 

 

 


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