El Chorrillo, 11 de octubre de 2020
Es la hora de la merienda, hoy té con pastas, mi chica me
lee uno de los capítulos de su libro Caminando.
Se pasea por una excursión que hicimos desde el pueblo de Los Nevados en
Venezuela, mil seiscientos metros de subida y tres mil de bajada, nada mal para
unos cuerpos desentrenados como los nuestros, y más tarde empieza a elucubrar
sobre el tiempo, Yo soy el tiempo que
pasa, y así hasta que empieza a reír de no parar. Se había puesto tan
circunstanciada allá escribiendo junto a la laguna Negra que ahora le suena a
risa todo aquello del tiempo, la libertad y la mediocridad. Aquel día mi chica
se encontraba contenta y después de subir hasta un collado de cinco mil metros
su euforia se explayó escribiendo y dibujando. Momentos antes había dibujado un
frailejón, una bella planta de hojas aterciopeladas y suculentas que crece en
los Andes venezolanos por encima de los cuatro mil metros, y ahora se sentía
tan poseída de sí, “Sin mí no existiría mi tiempo. Mi mediocridad impide mi
libertad. Mi vida como medio para llegar ¿a?, para conseguir ¿qué?”, tan plena
que ya no necesitaba nada que no fuera su propia vida: “No hay nada fuera de mi
vida, por tanto no tengo que llegar a ningún sitio ni conseguir nada fuera de
ella”. Bueno, pues de esta inspiración tan filosófica se carcajeaba mi chica
mientras entre sorbito y sorbito de té me iba leyendo su relato. Parece que tuviéramos
que cumplir años para que nos podamos echar un vistazo a algún momento de
nuestras vidas o a algo que hemos escrito para poder reír de nosotros como ella
lo hacía hace un momento.
Mi chica es… (Platero es pequeño, peludo, suave; tan
blando por fuera, que se diría todo de algodón, que no lleva huesos) No, no
sirve. Mi chica es… En menudo lío me estoy metiendo. Yo había mandado el link a
mi amigo Paco de Hoyos para jugar la habitual partida de ajedrez de algunos
domingos, pero por allí no aparecía nadie, la página de https://lichess.org/ aparecía inmutable como
una momia. Esperé unos minutos hasta que imaginé que Paco habría comido
opíparamente bien y todavía le duraba la digestión a esas horas, así que decidí
ponerme a escribir entre otras cosas para dejar de marear la perdiz con el
asunto del teléfono satelital, y es que desde que me di un porrazo en Pirineos
que de caer de otra manera me habría roto algo más que una costilla, como debió
de ser el caso, lo mismo ahora me encontraba criando malvas. Vamos, que llevaba
tres días sin cobertura alguna y un día más sin encontrarme un alma en mi
camino, situación un poco comprometedora si tienes un pequeño accidente. Aquel
día, cuando después de levantarme y toquetearme por todo el cuerpo a comprobar
qué se había roto dentro de él y encontrar que podía caminar más o menos, ya no
tuve otra idea en la cabeza que comprarme un teléfono satelital para mis siguientes
salidas solitarias. Bueno, pues tras el tute de enterarte de qué iban estos
teléfonos, lo que me llevó alguna hora, y localizar un trasto que fuera muy
ligero, uno de ciento setenta gramos, y hacer el pedido a Amazon, me quedé tan
en blanco que fue necesario tropezarme con la risa de Victoria para contarle
algo a este diario que aunque llevaba unos días con demasiado ajetreo después
de una jornada de descanso sigue pidiendo más madera como la locomotora de
Baster Keaton en El maquinista de
Como esto es un diario, antes de seguir hablando de mi
chica tengo que consignar las tareas sumamente importantes para el curso de los
acontecimientos de este país en que estuve empeñado esta mañana. Primero,
después de saludar al sol, bailar, desayunar y hacer los ejercicios pertinentes
que mi cuerpo demanda para no hacerme viejo antes de tiempo, me dediqué a
limpiar la rampa de la casa con la hidrolimpiadora a lo que siguió la ardua
tarea de localizar en el agua de la bañera un puñado de poros que habían ido
poblando mi colchón de aire del monte, poros diminutos que hacían que
amaneciera todas las noches en el duro suelo y que a última hora me obligaban a
hinchar el colchón dos o tres veces durante mis horas de sueño. De mi colchón se
desprendían burbujitas por una decena de sitios. Menos mal que encontré un
producto maravilloso… Un momento, que el pc ha hecho un tilín, tilín. Ya; es
Paco que ha debido despertarse de la siesta, así que me voy con el ajedrez. Luego
vuelvo.
El ajedrez está siendo uno de mis descubrimientos más
apreciados de este año. El placer con que he disfrutado esta tarde, una reñida
partida en que me decidí a quemar las naves como un humilde Hernán Cortés
empeñado en acercarme al jaque mate aunque fuera a cambio de una torre y un alfil,
tiene mucho que ver con ese otro placer que se desprende de la contemplación de
una obra de arte. Perdí, pero estaba eufórico. Ahora llegan hasta mi cabaña las
notas de su piano, el de mi chica. Todas las tardes es así desde hace años. La
música es para ella una pasión que ha atravesado por todos los años de su vida
con una fuerza extraordinaria. A veces le envidio esa pasión que ocupa sus
tardes o tantas noches en que una ópera, un ballet, una sonata llenan las
últimas horas del día. Muchas noches la acompaño; ella prefiere ver/oír sobre la gran
pantalla un concierto, a una violinista en particular, a mí por el contrario me
sobran las imágenes, me distraen, yo necesito cerrar los ojos, sea en casa o en
el Auditorio, para concentrarme en el cuerpo de los sonidos, en sus matices, en
la armonía de una melodía que surge una y otra vez entreverada en el desarrollo
de una sonata.
En ocasiones, alguna noche en un vivac en la montaña cuando
todo a mi alrededor se ha remansado y frente a mis ojos sólo quedan las
acostumbradas constelaciones y el buen sabor de un cansancio de una jornada de
camino, me la imagino en casa trajinando sola durante meses pendiente acaso de
una llamada cuando los días sin cobertura por la montaña se acumulan. Siempre
hay algo de espera inquieta en esas mujeres, madres o esposas, cuyos hijos o
esposos amantes de las montañas se pierden por temporadas o algunos días en el
enredo de sus pasiones montanas. Mi madre, que cuando volvía tantos domingos de
los Galayos o Gredos de madrugada y no era capaz de irse a la cama hasta que no
me oía manipular en la cerradura de la casa con la llave; mi chica cuando nos
despedimos en la cancela de casa a final de la primavera sabiendo que no nos
volveremos a ver hasta principio del otoño. Benditas ellas por su paciencia y
sobre todo por su comprensión.
Las posibilidades de que en un pareja puedan subsistir la
autonomía de ambos y el respeto por cualquier “excentricidad” que pueda acometer
a alguno de ellos, son generalmente muy escasas. Tenía una amiga, soltera y sin
posibilidades en el horizonte de encontrar marido, aunque lo estaba deseando,
que siempre me recriminaba esta libertad de que hago uso al marcharme de casa
por largas temporadas o porque nos salíamos del canon y no íbamos a todas
partes juntos. Si yo fuera ella, decía, tú no andarías tanto por ahí. Ahora ella
pasa sobradamente de los setenta y por la noche la única compañía de que
disfruta es la de un gato persa que no tiene ningún inconveniente en estar todo
el día subido a su falda.
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