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| Bahía de Miri, Borneo (Malasia) |
El
Chorrillo, 9 de octubre de 2020
Vaya
ajetreo el de hoy. Creo que me pongo a escribir por enésima vez. Esta mañana
había empezado a afeitarme cuando tuve que parar la maquinilla e ir a por el
teléfono. Lo de siempre, una idea se había colado en mis pensamientos y si no
lo apuntaba enseguida la cosa volaría antes de que pasaran unos minutos. La
idea tenía que ver con el síndrome de Stendhal, un síndrome que yo desconocía
hasta hace un par de días, y el afán por perseguir la belleza. El por qué
viniera repentinamente a mí la idea tenía que ver con un whatsapp que me había
llegado a primera hora; era de mi amiga Nuria que esta mañana antes de ir al
trabajo se había pasado por la playa a ver amanecer. En la imagen el sol
asomaba sobre el horizonte del mar más allá de las siluetas de algunos
paseantes madrugadores. Nuria a veces se acerca al mar a ver amanecer y yo me
subo a alguna montaña para contemplar el mismo espectáculo.
Tras el
desayuno no tuve más remedio que ponerme a currar en la parcela, así que la
idea quedó ahí para otro rato. Podría haber dejado lo de la parcela, pero
cualquiera, llevo tantos días que no doy palo al agua porque me da por escribir
o por marcharme a dormir a algún monte que si esta mañana no me apuro mi chica
lo mismo se me pone como un basilisco J. ¿Basilisco?: no. Yo pensaba en un tipo de
mirada, pero no era esto. Así que tecleé en Internet “mirada de…” para ver qué
salía, y lo primero que me salió fue “mirada de cocodrilo”, que no me sonaba de
nada; me entró la curiosidad y leí. El articulo llevaba este título: “El
orgasmo femenino no es un mito en el sexo, es que no sabes hacerlo”. ??? Yo
buscaba otra cosa, pero… eso, me entró la curiosidad. Miré lo del cocodrilo y
encontré esto: “Se dice la mirada del cocodrilo cuando la mujer se tumba en la
cama y la pareja se pone en la postura para comenzar el sexo oral. Si ella mira
hacia abajo, solo le ve los ojillos, porque el resto lo tiene oculto entre sus
piernas”. También me tropecé con otra definición que mereció mi atención: “Cuando
un hombre le hace una peinada de alfombra a una dama y éste la mira a los ojos…”
Pues eso. Ostras, me dije, no me cuadraba la cosa y traté de reconstruir la
posición, la que en general me es más familiar, es decir el felicísimo 69, pero
no me aclaraba porque en tal situación a mí lo que me parecía era que si ella
miraba hacia abajo, o encimita, lo que único que podía ver era seguramente un
hermoso cipote. Uno, que es tardo en apartarse de los hábitos que tiene de ver
determinado paisaje, no cayó en otras posibilidades hasta que eché una mirada a
la fotografía que venía más abajo. Ya; caí. Esto del Internet es la leche, la
de cosas que puede aprender en él un ignorante…
Bueno,
pues para que no me mirara mal me fui a limpiar la rampa. Así que mi idea de la
mañana quedó aparcada hasta después de la comida. Enciendo entonces el
ordenador y para empezar escribo en lo alto de la pantalla un título un tanto
formal: La búsqueda de la belleza y,
apenas he escrito un par de líneas cuando de repente recuerdo que tengo a las
cuatro una cita para pasar
Y ahora,
ya con el sol a menos de un palmo del horizonte, trato de recuperar el hilo, me
concentro, hago acopio de imágenes en mi memoria, imágenes que esta mañana me
predisponían a escribir unas líneas sobre la belleza: la afición de ver
amanecer sobre el Mediterráneo de mi amiga Nuria; tiro más de la cuerda: la
belleza de las nubes al atardecer que Loren Escalador coloca con cierta
frecuencia en su muro; la belleza de algunas montañas que persiguen a Ramón
Portilla en cualquier parte del mundo y que él recreó en un bonito libro
titulado Historias de bellas montañas;
el deseo de Antonio Montes de hacer de la tersura del blanco y negro un medio para
dar cauce a ideas concisas que él recoge con un envidiable sentido de una
síntesis llena de barroquismo que suele encerrar un bello o tal vez cáustico pensamiento; el afán
de transustanciar y fijar en una fotografía lo que lo que la montaña tiene de
más hermoso, de Julio Gosán… Imágenes para convocar el deseo de belleza.
Uno,
que no suele escribir lo que quiere sino lo que le sale, piensa que hay algo peculiar
dentro de cada una de las personas, algo íntimo y personal que nos impulsa a considerar
la belleza como uno de los bienes más universales y estimados por el hombre.
“La única medida del valor y de la grandeza de una civilización, escribe
Francesco Alberoni en su libro La
esperanza, viene representada por los productos artísticos que nos ha
legado, por su belleza”. Hay junto a hechos importantes, una ascensión a un
ocho mil sin más, factores que acaso cuentan de manera relevante en el conjunto
de una expedición. Para mí, por ejemplo, las fotos que nos proporciona Luis
Miguel Soriano tomadas en el entorno de las expediciones de Carlos Soria
constituyen siempre un placer que disfruto con muchísimo gusto. Nives Meroi, que
con su marido Romano Benet constituyen una ejemplar pareja de himalayistas, titulaba
una de sus conferencias sobre el K2 de esta singular manera: El deseo de tocar la belleza.
Estos
días atrás, un día que me encontraba en ese baile matinal que me sirve para
inaugurar la mañana, se me ocurrió que puestos a hacer algo que te gusta como
es ir a la montaña, bien podía hacerlo en aquellos momentos en que ésta suele
revestir una especial belleza. Fue el origen de mis últimas salidas a la
montaña; no sólo los fotógrafos saben que las horas del final del día y del
comienzo son las más propicias para obtener una bella imagen. Las horas del
atardecer y del alba, amén del atractivo de la noche, de su misterio o de la
capacidad de la niebla nocturna para estimular nuestra sensibilidad, suponen
para el afortunado que las vive en una cumbre una experiencia llena de encanto
y belleza.
Cuando
nos planteamos si la belleza está en lo que vemos o en los ojos que lo miran es
porque también nuestra sensibilidad, nuestra cultura, nuestro amor por las
cosas bellas desempeñan un papel importante. La posibilidad de asombrarse y ver
en
Vaya ajetreo
el de hoy porque todavía tuve que interrumpir esto dos párrafos más arriba.
Suena el teléfono en mi cabaña. Mi chica; que si puedo subir a la casa un
momento. Subo. Se encuentra viendo el ballet Spartacus, de Aram Khachaturian, y está tan entusiasmada que me
pide que vea una parte con ella. Apagamos la luz. Sobre la gran pantalla Carlos
Acosta y Nina Kaptsova representan una escena de amor. Cuatro minutos de gozo
para el oído y los ojos. Un broche de oro para cerrar el final de un día en que
lo bello parecía estar destinado a ocupar algunas de mis reflexiones. Anoche me
fui a la cama contemplando las acuarelas toledanas de David de Esteban, hoy lo
hago de la mano de Khachaturian. Buenas noches.


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