domingo, 27 de septiembre de 2020

¡Mamá, teta!

 



El Chorrillo, 27 de septiembre de 2020

 

Generalmente un texto nace de una idea cazada al vuelo en la corrala de la cotidianidad, en las líneas de un libro o acaso en una intuición que se abre paso en nuestra mente mientras vemos volar una mosca. El de hoy nació al calor de un capítulo del libro de Desmond Morris Comportamiento íntimo y más lejanamente de una entrada en FB de Tomey Torcal que lleva el título de Si alguna vez olvido.

La necesidad de calor humano, de afecto que nos persigue desde el mismo momento de nuestro nacimiento es para el antropólogo Desmond Morris el desencadenante de prácticamente toda la posterior afectividad y deseos de protección, amor o necesidad de tener (o ser tenido) entre los brazos a otro ser humano. “El animal humano es una especie sociable, capaz de amar y que necesita ser amado”, escribe el autor, cuando hace una crítica exhaustiva a una situación como la actual en la que la multiplicidad de nuestras relaciones, junto a esa sensación de estar cercados por todas partes, trabajo, redes sociales, whatsapps, etcétera contribuye a que el individuo se encierre en sí mismo; una retirada emocional que ayuda a cerrar las puertas incluso a los seres más queridos, hasta encontrarse solos en medio de una inmensa multitud. En esta situación quien no encuentra una verdadera intimidad, aunque sea con una sola persona, sufrirá graves consecuencias, afirma el autor.

Las palabras que me sirven de título hoy, que generalmente pueden ser usadas a modo de chanza burlona para alertar a otros sobre los excesos en algunos adultos de necesidades de cariño o protección, me resultan especialmente útiles porque sorpresivamente me encontré con que el autor establecía un estrecho lazo entre el contacto corporal que mantenemos con nuestra madre desde el mismo momento del nacimiento y todo el posterior desarrollo emocional y afectivo, al punto de convertir las posteriores relaciones de intimidad a lo largo de la vida adulta en una reminiscencia de esos primeros meses, años de vida, en que hemos tenido un íntimo contacto con nuestra madre. Así, una y otra vez a lo largo de la vida, cuando necesitamos de la compañía de los amigos, cuando nos enamoramos, lo que hacemos en cierto modo es volver una y otra vez a la seguridad del regazo materno. ¡Mamá, teta!, es decir: te quiero, tenme en tus brazos, dame ese gordo pedazo de seguridad que necesito. Como escribía la compañera del FB en su entrada:

“Tararéame bajito y balancea mi cintura para que la música regrese a mis pulmones...

Susúrrame un "te quiero" para que mi corazón recuerde lo que es latir...”

Las ganas de un estrecho abrazo a alguien que nos quiere o a quien queremos nos persigue durante toda la vida. En cierto modo todo hombre y toda mujer es el regazo materno en que de niños buscábamos confortación, calor humano, el placer de una intimidad. Hay cosas en la vida esparcidas por los rincones de nuestro ser que necesitan ser despabiladas, sacadas a la luz para que podamos reconocernos en nosotros mismos con toda nuestra humanidad. En una vida cotidiana tan llena de ruido, mediático, de correveidiles, de total obturación de los poros que nos ponen en comunicación con nuestro ser interior porque los sentidos están saturados con las impresiones que nos vienen de fuera, descubrir en nosotros que una de las cosas que en el fondo necesitamos con más urgencia es el abrazo de tu pareja, un amante, tus hijos o unos amigos tiene casi las características, en medio de este ruido, de un descubrimiento capital.

Descubrir que lo que buscamos cuando nos enamoramos en el fondo no es otra cosa que parte de ese amor que se fue gestando en los primeros meses de vida cuando buscábamos con la boca el pezón de nuestra madre o cuando nos abrazábamos a ella con la ciega confianza de que allí estábamos a salvo de todos los peligros del mundo, y saber con ello que tantos de nuestros deseos más íntimos relacionados con nuestra primerísima infancia, cuando lo leía (una voz femenina me lo leía en el teléfono), un día que caminaba por los encantadores bosques de La Garrotxa en el Pirineo Catalán, supuso para mí algo así como si hubiera encontrado algún tipo de eslabón perdido en el conocimiento de algunos aspectos del comportamiento humano.

Después de esa primera infancia vamos adquiriendo poco a poco autonomía, nos separamos de nuestra madre, pero una y otra vez la vida, bajo otras formas, nos vuelve a llevar al regazo materno. Esa permanente necesidad de abrazar, y que tánto tánto aflora en estos tiempos del Covid sin más cuando nos vemos separados de la familia o los amigos, subyace en nuestro comportamiento como una necesidad primaria que de no poder ser satisfecha termina por dejar nuestra personalidad expuesta a desarreglos de todo tipo. Ayer, en FB, alguien hablando de ciertos vecinos a los que aqueja una pertinaz maledicencia y que sólo viven para intentar convertir todo en un charco de mierda, decía de ellos que eran gente triste y con problemas personales, pero la verdadera razón probablemente está en otra parte. Yo he bromeado algunas veces, o acaso no era broma, diciendo que a esta gente lo que les sucede es que follan mal, cuya traducción en términos menos de barra de bar es que tienen carencia de afecto o de una plena intimidad con sus parejas.

Escribe Desmond Morris que hay mujeres que se entregan al desenfreno sexual sólo con el fin de que alguien las estreche entre sus brazos. Estas mujeres al ser interrogadas profusamente, confesaron que, en ocasiones, se entregaban sexualmente a un hombre porque ésta era la única manera de colmar su ansia de un estrecho abrazo, algo que ilustra con patética claridad la distinción entre intimidad sexual e intimidad no sexual. A veces la mezcla de ambas cosas es tan estrecha que es imposible saber cual de los dos aspectos prevalece, de hecho la ternura es un bien tan universal y tan arraigado en el ser humano, tanto para darla como para recibirla, que sólo los brutos pueden seguir haciendo alardes machistas de sus conquistas, ello descontando el hecho de la presencia de la oxitocina, la hormona de la ternura, que siempre está presente en las relaciones sexuales y es la responsable de que el vínculo entre madre e hijo sea el lazo afectivo más fuerte. Hay muchos que hacen del acto sexual un ejercicio gimnástico masturbatorio propio de las pistas de atletismo, pero no es el caso cuando uno tiene relaciones sexuales corrientes, sean con su pareja o con una amiga o amante. Por fuerza en algún momento nuestra necesidad de cariño, de estrechar entre los brazos a alguien expresa, creo, en una respuesta universal que se corresponde a una necesidad íntima de abrazar a un semejante y ser abrazado. Quien hace del sexo exclusivamente un ejercicio de gimnasia o de alivio como quien necesita la cercanía de un escusado, nada tiene que ver con lo que vengo escribiendo hasta ahora.

En las paredes de mi cabaña cuelga una fotografía que tomé hace años en algún lugar de Tailandia. La que aparece bajo estas líneas. La tierna imagen del monito acurrucado en el regazo de su madre es una estampa que cualquiera puede contemplar en el mundo de los sapiens. La Naturaleza nos hizo así, al menos en parte, tiernos, amorosos, necesitados de abrazos y cariño y por tanto es comprensible que todo ese arsenal que desarrollamos desde el mismo momento de nacer junto a nuestra madre se proyecte en la edad madura y nos acompañe hasta el mismo momento en que nos despidamos de la vida y de los seres queridos que nos han acompañado en ella. 







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