martes, 21 de julio de 2020

“Vivir era la razón”






El Chorrillo, 21 de julio de 2020

 

Hay constantes en los libros de montaña con las que uno se encuentra cada dos por tres. Aparecen entre las actividades rutinarias de una expedición, en una larga caminata por la montaña, a mitad de un largo en que el primero de la cuerda se toma un respiro. Por un instante un hombre cesa la ascensión, se detiene, observa el vacío a sus pies, el cielo intensamente azul, y entonces, dirigiendo la mirada hacia lo alto donde un diedro abierto como las páginas de un libro se eleva vertical hacia el cielo, le viene la pregunta. ¿Era la cumbre la razón de ser de tantos anhelos y tantas energías empleadas para llegar a ese punto? "No eran las cumbres, dice el protagonista de La cima inalcanzable, nunca lo fueron. Vivir era la razón; sin reservarse, buscando los límites, amontonando emociones". El porqué, que vive agazapado en el interior de toda aventura, ha irrumpido en este caso en las inmediaciones de la hermosa montaña de Sajama, la cumbre más alta de Bolivia.

Últimamente me asomo a los libros de montaña con escepticismo, algo cansado de chutarme páginas y páginas de largas ascensiones que repiten la partitura de parecidas descripciones hasta la saciedad. Uno termina conociendo palmo a palmo el espolón de los Abruzzos en el K2 o el embudo de más arriba como si fuera el pasillo de su casa. Y es que acaso el alma de una ascensión no está precisamente en unos seracs a punto de derrumbarse sobre la línea de un itinerario, ni en la tormenta que barre una arista a ochomil metros, probablemente el alma de la aventura está más en el interior de quien la vive y es quizás precisamente lo que realmente esperamos de la lectura de estos libros. Obviamente los hechos ayudan a transmitir a nuestra imaginación parte de la tensión que viven los protagonistas, si el autor es capaz de concatenarlos y hacer con ellos “un producto” que, como un cuadro, no sólo muestre unos hechos sino que también llame con su escritura a las puertas de nuestra emoción con particular fuerza.

Me encuentro raro en medio de este verano sin largos senderos que recorrer bajo mis pies, raro, muy raro porque acaso no me atrevo a dejar a mis espaldas las dudas de un rebrote o sobre todo la posibilidad de que la fontanería anexa a mis riñones sufra otro atasco inesperados. En estas circunstancias estos días vuelvo a recordar a Martínez de Pisón que debe de tener diez años más que yo y que hace unas semanas tuvo la amabilidad de contestar con una cariñosa carta a unas líneas de agradecimiento que le había escrito. Pienso mucho en la gente mayor de la montaña que poco a poco va acercándose a la línea de sombra de ese espacio de tiempo en que los porqués van adquiriendo la liviandad de un fin de etapa donde la memoria encuentra, frente al ruido del mundo, un particular espacio de tranquilo recogimiento y reflexión.

Hoy comencé a leer los diarios de Ernst Jünger, La vida después de los setenta. Un intento de indagar en los pensamientos y las sensaciones que visitan a la gente mayor que ha vivido la experiencia de una existencia plena en contacto con la naturaleza y las montañas, o en el caso de Jünger, un hombre que a sus cien años conservaba una elogiable lucidez intelectual y una enorme pasión y curiosidad por todo lo que encerraba la naturaleza. Hombres que alimentan, Pisón entre ellos, una esperanzadora relación con nosotros mismos que tiene grandes débitos con un modo de vida estrechamente vinculado a la exploración y vivencia en los espacios naturales, esos paisajes desolados, de los que escribe el profesor, en que quedas a solas con tu yo y en que no hay más humanidad que tu interior y tu relación con el entorno. Y esa observación que añade Pisón y que es una invitación a beber de las fuentes de la emoción: “Para que no se escapen los contenidos de las montañas hay que adentrarse en ellas y en uno mismo”.

Cuando vivir, –vivir, quiero decir, y no otra cosa– se convierte en la razón de una existencia, ese atractivo slogan que encabeza estas líneas, no siempre es fácil acertar, y más en el seno de una sociedad como la nuestra abocada a la comodidad, con la trocha por la que has de dirigir tus pasos que obviamente será distinta según tu edad, tus condiciones físicas o tu experiencia. Por ello quizás mirarse en el espejo de los otros que te preceden en edad, habilidad o conocimiento, y especialmente en su sensibilidad para captar la esencia y la belleza del mundo, sirve para no perderse excesivamente. Cuando en la montaña me cruzo con gente muy mayor, tantos y tantos especialmente en los Alpes, siempre caigo en parecidas reflexiones. ¿Hasta cuándo mi cuerpo será capaz de llevarme por semejantes senderos? En muchas ocasiones me ha sucedido parar a alguna de estas personas para charlar un rato con ellas. Pido disculpas, me intereso por su edad, casi siempre me cuentan que llevan saliendo a la montaña desde la adolescencia o la temprana juventud; todos llevan en los ojos un noséqué que te hace pensar en una envidiable existencia. Me confortan estos encuentros de la misma manera que me conforta encontrarme con determinados textos, sean de montaña o no, que tienen la facultad de estimular mi ánimo.

Y como siempre me asalta la vieja pregunta: ¿Dónde se encuentra el alma de esta permanente aventura que estos ancianos llevan hasta sus últimas consecuencias y que parece conducirles a las montañas, como si del viejo contrato matrimonial se tratara, hasta que la muerte los separe?

Sabes que la miel de los momentos plenos que tantas veces has probado se encuentra lejos de la sacrosanta comodidad, recuerdas la plenitud que te asaltó un día de niebla en que te abrías paso en solitario por una arista entre dos abismos hacia una cumbre desconocida, vuelves a aquellas noches en que los astros desde el saco de dormir guardaban tu sueño, recreas el ámbar de un amanecer a los cuatro mil metros coloreando alguna cumbre de los Alpes, vuelves a escuchar el canto de un riachuelo junto a tu vivac y entonces ya empiezas poco a poco de nuevo a sentir la llamada de valles y bosques.

Ya no hace falta convertir la montaña en un desafío personal como si uno tuviera que probarse a sí mismo o estuviéramos en trance de emprender la ascensión a una cima comprometida; ahora es otra cosa, y aquí me parece oír la voz de alguno de esos ancianos con los que me detuve a charlar en algún sendero de la alta montaña, vivir es la razón. 


Nota: Las citas que aparecen en el texto corresponden a las siguientes obras:

La cima inalcanzable, de Gabriel Romero Cañizares

El territorio del leopardo, de Eduardo Martínez de Pisón

 

 

 


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