Garganta de Bohoyo, Chozo
Paso la tarde frente al rectángulo de luz de la puerta del chozo, una tosca construcción en piedra que antiguamente debió de servir de hogar a algún pastor a juzgar por los apriscos de piedra que hay a pocos metros del chozo. A la derecha se encuentra una pequeña ventana por la que entra la luz del final de la tarde a posarse sobre un banco de madera que puede hacer las veces de cama. A la derecha de la ventana, en el rincón, se levanta una chimenea en cuya base se ha organizado un tosco hogar compuesto por bloques de roca recogidas por los alrededores. Dos pilares hechos de troncos de árbol sostienen la techumbre de un tejado a dos aguas. En las tablas y el techo los tonto el culo de todos los tiempos han dejado impresos con tizones sus nombres y la fecha de su visita. “Deja siempre leña”, ha escrito alguien con grandes caracteres junto a la chimenea.
Cerca se oye el alboroto del riachuelo. Cruzó un grupo frente al chozo camino arriba pero no se detuvieron. Después de la siesta jugué un par de partidas de ajedrez que me proporcionaron un rato de placer. Mi atención se agudiza… menos mal. Curioso esto de cómo puede engancharte este juego con sus escaramuzas y estrategias. A veces me tiene varios minutos en estado de total concentración una idea que trata de apoderarse de un peón en el centro del tablero. Uno de los finales fue apasionante. No me extraña que Duchamp abandonara su incursiones en el “arte” para dedicarse a jugar al ajedrez en Cadaqués. Después busqué una película para la noche; hoy veré una de John Ford. Para sustituir a Bachelard he elegido un volumen de Coetzee; Verano, es su título. Sólo después de un rato de lectura recordé que yo también había escrito una novela con ese título. Recordar que tengo que volver a leerla. El otro día Paco me pidió que le recomendara una de esas novelas que escribí hace algún tiempo. La verdad es que no sabría decidirme por una en concreto, pero quizás ésta habría sido una buena elección, un monólogo interior de una mujer sin apenas puntuación, tal como surgen los pensamientos dentro de uno, a salto de mata, improvisados, revueltos, apareciendo y desapareciendo las obsesiones en función del estado de ánimo. No recuerdo bien si al final la protagonista decidió dejar este mundo. Tengo que averiguarlo. Hay novelas que nacen de la intuición de un instante, de una imagen crucial de la existencia y, cuando ello sucede, uno no puede ponerse a formalizar párrafos o a hacer incisos con las comas. Ahí va, parece decir la conciencia, como si tras el arranque, algo parecido a ese grito que precedía antiguamente al vaciado de un cubo de agua directamente vertido desde el primer piso a la calle: ¡agua va! Y después de no muchos días poner punto final y entonces respirar y poder a la noche siguiente dormir tranquilo una vez has sacado de dentro de ti la angustia, los temores, todas las contradicciones de aquella mujer situada en la terrible encrucijada de abandonar su hogar para unir su vida a un hombre casado que no dejaría a su esposa bajo ninguna condición.
Aquella novela transcurría en verano, como el libro de Coetzee.
Coetzee, como es natural, me lleva a Sudáfrica,
Dejo por un momento a Coetzee y salgo fuera. La luz es cálida, ha perdido ya la fuerza dolorosa de la hora de la siesta. Me alejo un poco para hacer una fotografía de la cabaña. Me siento en una roca que hace de poyo junto a la puerta. Se respira una magnífica soledad. Frente al chozo se levanta una breve crestería contra el azul del cielo. Retamas y pequeños árboles acompañan el curso del río sembrado aquí y allá por grandes y pequeños pedruscos redondeados por la erosión. Huele bien. Son las flores de las retamas. Hay también algún pajarillo que vuela de aquí para allá con un pitido breve y entrecortado. Un mosquitero papialbo y una curruca capirotada alternan su canto en la paz de la tarde.
Fue un acierto decidir hacer noche en este solitario paraje. El pan de mi cena estará duro como una piedra pero no importa, en cuanto me adentro en el monte mis exigencias gastronómicas desaparecen como por ensalmo y mi cuerpo se adapta a cualquier cosa, unas almendras para cenar, un té y un trozo de chorizo con pan duro para desayunar… no mucho más queda en mi mochila.
La pasión de los fuertes, con los míticos Víctor Mature y Henry Fonda comparte mis primeras horas de la noche con una luna llena que desborda su rectángulo de luz sobre el piso del chozo. Malos muy malos y buenos muy buenos se disputaban en el terreno sus bondades y maldades bajo la siempre cercanía de lo femenino que andaba por allí, como lo hace de hecho en toda vida que se precie, esparciendo el perfume de sus muchas gracias unido con tanta frecuencia a la felina impulsividad de los celos. Los malos tienen su morir y el doctor, después de su acto heroico de regeneración como médico y persona, debe morir para que la chica y el protagonista de la peli puedan enamorarse. Un guión un tanto dulzón y clásico, que John Ford adoba con todos los mejores ingredientes del buen cine.
El cáustico y curioso amigo Antonio se interesaba en un post anterior en que yo había dejado la escritura en este punto por lo que había cenado y por lo que sucedió después de la cena. ¿No ha pasado nada?, decía. A lo que yo, correspondiendo a su curiosidad, contestaba: “Ay, querido Antonio, si yo te contara la de cosas que se pueden hacer, también, también a oscuras. Creo que faltan dos o tres capítulos todavía. Piensa que después de la peli con la luna llena entrando por el vano de la puerta del chozo ya me volvía yo a imaginar un tal mundo de sutiles ensoñaciones, ese ensoñar que tanto te gusta, que hube de correr un tupido velo de discreción sobre la noche, dado que al vagabundo, aunque amante de las palabras, no le es dado alcanzar el tono y la enjundia que una pluma mejor dotada que la suya, acaso con la maestría de un Milan Kundera, sí habría podido coronar con éxito. Digamos que a falta de palabras dejemos correr la imaginación. Ya sabes que el verbo imaginar es un verbo subestimado en nuestra cultura de las prisas.
Transcurrió un día y ahora tras un par de cervezas y una buena comida he tendido mi colchón de aire bajo dos grandes chopos más allá de Venta Rasquilla, he colocado un manta encima y observo desde el suelo estos dos grandes e inhiestos ejemplares que me dan sombra. Echo un trago de té y miro las nubes que semejan aquellas de la infancia que aparecían en las cajas de pinturas de nuestra niñez. Alpino, creo que se llamaban. Un terso cielo azul de verano más allá del rumor de las hojas de los álamos que se agitan como campanillas al final de sus pedúnculos. En casa los álamos blancos crecen espontáneamente por toda la parcela. Este año he perdonado la vida a tres o cuatro que crecen a pocos metros de la cabaña. Serán el rumor de mi sueño en años venideros.
Ayer, Bachelard, de alguien que había construido una casa con sus propias manos, decía que había engañado a la muerte porque su obra, aquella casa, le trascendería por siglos. En ese sentido yo también trascenderé algún día la muerte, al menos hasta que estos álamos dejen de existir, que no dejarán, porque sus raíces y sus semillas seguirán sembrando pequeños vástagos a su alrededor. Las hojas de los álamos son la suave sonaja de mis futuras tardes y noches de ensueño. Cuando habitamos esta tierra, que era un erial desértico, una de las primeras labores que hice fue plantar una alameda en la parte meridional de la parcela en recuerdo de mi muchos vivacs pasados bajo otras muchas alamedas, siempre una música sedante y apacible que me introducía en los brazos del sueño como a un bebé satisfecho.
Aunque de siesta esperando a que el sol deje de caer como plomo sobre mi cabeza, he oído por primera vez de refilón el sonido de los guasaps y los correos agitándose en el cuerpo del teléfono. No, todavía no. Dejadme un rato más en brazos de esta dichosa brisa que acaricia mi cuerpo desnudo bajo los álamos, un rato más entre el canto de los pájaros. Arriba cruza el cielo un ave que quizás sea un halcón.
Nota: Ya en casa compruebo que el título de la novela a que me refería más arriba, Verano, no era tal, sino Invierno. Pecata minuta. Así queda, no voy a andar ahora con correcciones.

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