jueves, 9 de julio de 2020

En el Egeo tras las huellas de Homero






El Chorrillo, 10 de julio de 2020

 

Sylvain Tesson, un autor al que me enganché después de pasar con él seis meses de invierno en Siberia, ahora elige el palomar de una casa aislada a donde no llega la electricidad en algún lugar de las Islas del Egeo para leer La Iliada y La Odisea; a la vez escribe un libro titulado Un verano con Homero. Acudir al entorno geográfico en que se desarrolla un libro para releerlo y alumbrar los caminos de la escritura encierra un significativo grado de coherencia que me anima, también a mí, para acompañar la lectura del libro de Tesson, tanto a repasar La Iliada como a volver a recorrer un viejo itinerario que me llevó a alguna de las islas del Egeo.

Yo había leído a Homero igualmente en aquel mar, en una mínima  isla al noroeste de Rodas llamada Tilos. Entonces regresaba yo de un largo viaje, había aterrizado en Atenas procedente de Nairobi y nada más poner el pie en la ciudad lo primero que hice fue ir a recoger un “alijo” de libros que me había hecho enviar desde casa. Eran libros nacidos en el entorno geográfico que pretendía recorrer en las siguientes semanas, Grecia y Albania.

Entre los autores que me llegaron fueron Homero e Ivo Andrić, con su obra Un puente sobre el Drina, los que mejor cumplieron mi afán de entonces de reencontrarme con Occidente. Había viajado medio año por Asia y África y de golpe hallarme en tierras de Grecia me hizo desear reencontrarme con las procelosas aventuras de Odiseo y toda la troupe de Agamenón, Patroclo, Aquiles, Príamo… ¿Alguien puede imaginar lugar mejor para leer a Homero que una solitaria isla del Egeo que se podía recorrer de punta a punta en unas pocas zancadas, un lugar sin apenas turismo donde pasar días en cueros en una playa sin ningún sapiens a la vista?

Durante unos días me propongo seguir las huellas de Tesson, pero mientras avanzo en el libro voy a tomar posesión del lugar a fin de que la lectura, tanto de este aventurero como la de Homero, forme un todo con mi propio paso por aquellas islas. “Hay que incorporarse, escribe Tesson, a la materia física en la que Homero esculpió sus poemas”. Me incorporo, pues. Estamos en Tilos.

Las olas chapotean cadentes y reiterativas sobre los guijarros un poco más allá en donde sentado contemplo la tarde. A lo lejos, detrás de la línea del mar, las montañas de la costa turca son un desvaído perfil de grises que se va apagando poco a poco con las luces del crepúsculo. Un peñasco frente a la playa, que a poco de mi llegada tenía un intenso color carmesí, ahora ofrece la forma de un bisonte que moja sus belfos en el mar. La brisa sopla de tierra bajando de las lomas donde los olivos, viejos y asalvajados, abandonados décadas atrás, forman pequeñas manchas de color. Unos sauces, algunos cercados de piedras donde antes se guardaba el ganado, y prados agostados en los que pastan algunas cabras. Sólo he necesitado caminar una hora para encontrarme la soledad de la playa y el mar para mí solo.

Hoy, después de que atracara el ferry, opté por un camino que trepaba en la falda de la montaña próxima. La trocha atravesaba un pequeño barrio encalado en donde el juego del blanco y del azul del mar al fondo, una bella estampa rural que se repite en todas las islas del Egeo, me recordaba las costas de Túnez, unas docenas de bellas diapositivas tomadas en Cartago treinta años atrás.

En Rodas, agobiado por la muchedumbre del turismo en masa que la visita, decidí buscar una isla solitaria de los alrededores para pasar unos días. Estaba el barco acercándose al puerto de la localidad de Livadia cuando se me ocurrió de repente. Tras los acantilados se adivinaban ensenadas solitarias donde probablemente no sería difícil encontrar un lugar para dormir. No tengo saco, voy con lo puesto, pero el atractivo de encontrar una playa solitaria para pasar la noche oyendo el ruido del mar supera la posibilidad de las incomodidades. Un lugar perfecto para continuar con el capítulo en que Polifemo aprisiona a Odiseo y a su tripulación e intenta comérselos. Así que me acerco a un supermercado, me hago con algunas provisiones y tiro camino arriba siguiendo la línea de la costa.

Ahora anochece, cadencias de olas. Me abstraigo con el rumor del agua, miro a lo lejos cómo se van fundiendo los azules de las montañas y el mar se va apagando hasta adquirir el color más denso de la ceniza, tonos de plata vieja que no tardarán en ir cubriéndose de la herrumbre oscura de la noche.

Una noche para soñar con los largos viajes marinos bajo las estrellas. Algo que habré de encargar a los dioses para la siguiente reencarnación; los años de la vida no dan para todo. A mí en ésta no me cupo mucho más que mi querencia por los largos correteos por las montañas; espero que en la siguiente se me reserve algo en el arsenal de las aventuras marinas, algún viaje a vela alrededor del mundo; un sueño que siempre me visita y del que tiene la culpa Julio Villar y su ¡Eh, petrel!

Preparo mi vivac junto al agua. Vida elemental: el macuto haría de almohada y una toalla de lecho. Después es aflojar los cordones de los deportivos, estirarme en el suelo y mirar las estrellas; arriba del todo Casiopea, más allá el Triángulo del Verano, sobre las sombras de las colinas la Osa Mayor, y encima ese río de leche por donde dicen que orientan sus pasos los peregrinos camino de Santiago de Compostela. Millares de estrellas transmitiendo un relajado sosiego a mi ánimo.

Cuando despierto la línea del horizonte ha empezado a iluminarse de miel y ámbar; el mar va saliendo de su negrura y se hizo azul prusia; las aguas embisten con fuerza sobre los peñascos cercanos dejando tras cada golpe el murmullo de los pequeños cantos rodados que resbalan hacia la orilla.

Sale el sol, la temperatura se hace tibia, me despojo de toda la ropa. Mi cuerpo es otro elemento más entre las piedras, la hierba agostada, las olas. Se hace imperativo celebrar la venida del día fornicando con la Madre Tierra; y cerrar los párpados y sentir el universo como un canto, como si la brisa y el agua estuvieran silbando sottovoce música de Haendel para mí solo.

Con el sol ya alto doy cuenta de un trozo de queso, un melocotón y medio brick de leche. Después es pasar el entero día envuelto en las aventuras de Odiseo y hojeando aquí y allá algunos pasajes de La Iliada. Estoy en el epicentro de lo que Tesson llama la invariabilidad del hombre. ¡Bobadas!, exclama el autor, refiriéndose a los sociólogos modernos que están persuadidos de que el hombre es perfectible y de que el progreso lo desarrolla y la ciencia lo mejora. “El hombre sigue siendo igual de miserable o grandioso, igual de mediocre o de sublime, ya vaya ataviado como un guerrero en la llanura de Troya o espere el autobús bajo una marquesina del siglo XXI”.

Las pasiones: el amor entre Aquiles y Patroclo; las atrocidades y la ignominia: el cadáver de Héctor atado por los tendones de los pies y arrastrado por los corceles de Aquiles “que picó a los caballos para que arrancaran, y éstos volaron gozosos” ; el amor a la vida: el alma de Patroclo descendió al Orco llorando su suerte, porque dejaba un cuerpo vigoroso y joven; los corceles de Aquiles lloraban desde que supieron que su auriga había sido postrado en el polvo por Héctor. Pocas cosas nuevas bajo el sol.

¿Será verdad que la humanidad está condenada a no cambiar, que no habrá respiro porque dentro del ser humano la bondad y la maldad, el Bien y el Mal son inherentes a la condición del hombre?

 

 

 


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