Sylvain Tesson,
un autor al que me enganché después de pasar con él seis meses de invierno en
Siberia, ahora elige el palomar de una casa aislada a donde no llega la
electricidad en algún lugar de las Islas del Egeo para leer
Yo había leído a
Homero igualmente en aquel mar, en una mínima
isla al noroeste de Rodas llamada Tilos. Entonces regresaba yo de un
largo viaje, había aterrizado en Atenas procedente de Nairobi y nada más poner
el pie en la ciudad lo primero que hice fue ir a recoger un “alijo” de libros
que me había hecho enviar desde casa. Eran libros nacidos en el entorno geográfico
que pretendía recorrer en las siguientes semanas, Grecia y Albania.
Entre los
autores que me llegaron fueron Homero e Ivo Andrić, con su obra Un puente
sobre el Drina, los que mejor cumplieron mi afán de entonces de
reencontrarme con Occidente. Había viajado medio año por Asia y África y de
golpe hallarme en tierras de Grecia me hizo desear reencontrarme con las
procelosas aventuras de Odiseo y toda la troupe
de Agamenón, Patroclo, Aquiles, Príamo… ¿Alguien puede imaginar lugar mejor
para leer a Homero que una solitaria isla del Egeo que se podía recorrer de
punta a punta en unas pocas zancadas, un lugar sin apenas turismo donde pasar días
en cueros en una playa sin ningún sapiens
a la vista?
Durante unos
días me propongo seguir las huellas de Tesson, pero mientras avanzo en el libro
voy a tomar posesión del lugar a fin de que la lectura, tanto de este
aventurero como la de Homero, forme un todo con mi propio paso por aquellas
islas. “Hay que incorporarse, escribe Tesson, a la materia física en la que
Homero esculpió sus poemas”. Me incorporo, pues. Estamos en Tilos.
Las olas chapotean cadentes y
reiterativas sobre los guijarros un poco más allá en donde sentado contemplo la
tarde. A lo lejos, detrás de la línea del mar, las montañas de la costa turca
son un desvaído perfil de grises que se va apagando poco a poco con las luces
del crepúsculo. Un peñasco frente a la playa, que a poco de mi llegada tenía un
intenso color carmesí, ahora ofrece la forma de un bisonte que moja sus belfos
en el mar. La brisa sopla de tierra bajando de las lomas donde los olivos,
viejos y asalvajados, abandonados décadas atrás, forman pequeñas manchas de
color. Unos sauces, algunos cercados de piedras donde antes se guardaba el ganado,
y prados agostados en los que pastan algunas cabras. Sólo he necesitado caminar
una hora para encontrarme la soledad de la playa y el mar para mí solo.
Hoy, después de que atracara el
ferry, opté por un camino que trepaba en la falda de la montaña próxima. La
trocha atravesaba un pequeño barrio encalado en donde el juego del blanco y del
azul del mar al fondo, una bella estampa rural que se repite en todas las islas
del Egeo, me recordaba las costas de Túnez, unas docenas de bellas diapositivas
tomadas en Cartago treinta años atrás.
En Rodas, agobiado por la
muchedumbre del turismo en masa que la visita, decidí buscar una isla solitaria
de los alrededores para pasar unos días. Estaba el barco acercándose al puerto
de la localidad de Livadia cuando se me ocurrió de repente. Tras los
acantilados se adivinaban ensenadas solitarias donde probablemente no sería
difícil encontrar un lugar para dormir. No tengo saco, voy con lo puesto, pero
el atractivo de encontrar una playa solitaria para pasar la noche oyendo el
ruido del mar supera la posibilidad de las incomodidades. Un lugar perfecto para
continuar con el capítulo en que Polifemo aprisiona a Odiseo y a su tripulación
e intenta comérselos. Así que me acerco a un supermercado, me hago con algunas
provisiones y tiro camino arriba siguiendo la línea de la costa.
Ahora anochece, cadencias de
olas. Me abstraigo con el rumor del agua, miro a lo lejos cómo se van fundiendo
los azules de las montañas y el mar se va apagando hasta adquirir el color más
denso de la ceniza, tonos de plata vieja que no tardarán en ir cubriéndose de
la herrumbre oscura de la noche.
Una noche para soñar con los
largos viajes marinos bajo las estrellas. Algo que habré de encargar a los
dioses para la siguiente reencarnación; los años de la vida no dan para todo. A
mí en ésta no me cupo mucho más que mi querencia por los largos correteos por
las montañas; espero que en la siguiente se me reserve algo en el arsenal de
las aventuras marinas, algún viaje a vela alrededor del mundo; un sueño que
siempre me visita y del que tiene la culpa Julio Villar y su ¡Eh, petrel!
Preparo mi vivac junto al agua.
Vida elemental: el macuto haría de almohada y una toalla de lecho. Después es
aflojar los cordones de los deportivos, estirarme en el suelo y mirar las
estrellas; arriba del todo Casiopea, más allá el Triángulo del Verano, sobre
las sombras de las colinas
Cuando despierto la línea del
horizonte ha empezado a iluminarse de miel y ámbar; el mar va saliendo de su
negrura y se hizo azul prusia; las aguas embisten con fuerza sobre los peñascos
cercanos dejando tras cada golpe el murmullo de los pequeños cantos rodados que
resbalan hacia la orilla.
Sale el sol, la temperatura se hace
tibia, me despojo de toda la ropa. Mi cuerpo es otro elemento más entre las
piedras, la hierba agostada, las olas. Se hace imperativo celebrar la venida
del día fornicando con la Madre Tierra; y cerrar los párpados y sentir el
universo como un canto, como si la brisa y el agua estuvieran silbando sottovoce música de Haendel para mí
solo.
Con el sol ya alto doy cuenta
de un trozo de queso, un melocotón y medio brick de leche. Después es pasar el
entero día envuelto en las aventuras de Odiseo y hojeando aquí y allá algunos
pasajes de
Las pasiones: el amor entre
Aquiles y Patroclo; las atrocidades y la ignominia: el cadáver de Héctor atado
por los tendones de los pies y arrastrado por los corceles de Aquiles “que picó
a los caballos para que arrancaran, y éstos volaron gozosos” ; el amor a la
vida: el alma de Patroclo descendió al Orco llorando su suerte, porque dejaba
un cuerpo vigoroso y joven; los corceles de Aquiles lloraban desde que supieron
que su auriga había sido postrado en el polvo por Héctor. Pocas cosas nuevas
bajo el sol.
¿Será verdad que la humanidad
está condenada a no cambiar, que no habrá respiro porque dentro del ser humano
la bondad y la maldad, el Bien y el Mal son inherentes a la condición del
hombre?


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