lunes, 29 de junio de 2020

Deshojando la margarita del verano junto a un libro de Martínez de Pisón





La cima está, efectivamente, en el interior
de un gran lago de luz. (Eduardo Martínez de Pisón.
El territorio del leopardo).

 

El Chorrillo, 29 de junio de 2020

 

Me pillan estos días en un continuo deshojar la margarita del verano. Ante la amenaza de un rebrote persiste esa duda de marcharme lejos o no, pero me temo que la tal amenaza está empezando a encubrir la verdadera razón de mi duda. La costumbre de pasados veranos de vagar por las montañas ejerce la presión del hábito que, aunque ceñido a mis deseos, impide que salgan adelante otras posibilidades. El confinamiento en cierto modo ha abierto un boquete en los usos de todo tipo ayudando con su presencia e inmovilidad a explorar otras alternativas y a profundizar en otros hábitos y pasiones. Es el caso de la lectura. Aunque cuando camino lea en abundancia mientras valles o bosques pasan a mi lado, no es lo mismo que esa otra lectura más reflexiva y contemplativa que traen las largas horas de verano en casa con un libro en las manos mientras el canto de las cigarras o los pájaros cruza el aire cálido de la estación o la brisa del ventilador acaricia tu cuerpo.

Inimaginable hubiera sido sin estos días de confinamiento, época que fue de rebote tiempo de reflexión, que a estas alturas me planteara la alternativa de sustituir el vagabundaje de las montañas por las largas horas de lectura en casa. Pero ahí está. Ayer, el capítulo que leía del libro de Martínez de Pisón y que llevaba el título de El trisul en el lago, comenzaba así: “A veces quisiera fragmentarme y vivir vidas completas en sitios como éstos (un rincón del Himalaya) y en otros por los que he pasado y he deseado quedarme”.  Y la sugerencia de sus líneas venía cargada con tal fuerza, evocaciones que se mezclaban con un bello texto que hablaba de un lago voraz, cruel y generoso, un lago que sonreía y que a veces daba rienda a su mal humor, que presentí, recurriendo a la imagen socrática del parto, que hay un tiempo en la vida en que la quietud y la contemplación son elementos claves para que los partos de nuevas criaturas sean posibles dentro de nosotros.

Me explico. En el libro de Pisón (pausa, la pareja de abubillas, que anidan en un agujero del desván de nuestra casa, andaban jugueteando por la parcela y han venido a posarse sobre la leñera frente a mi ventana. Corro a por la reflex silenciosamente y, sí, perfecto, ahí quedó la pareja para adornar este post que estoy escribiendo. Ayer redescubrí las fotos nocturnas de Luis M L Soriano y volví a ver las fotos de Julio Gosán que se me habían perdido entre las polémicas del confinamiento, lo que puede contribuir a alimentar mi adormecida afición fotográfica; así que la cámara cerca para no perder oportunidad. Por cierto, ¿cómo coño conseguirá Luis esas fantásticas tomas del firmamento nocturno?); en el libro de Pisón, decía, observo el hecho curioso de que sus textos escritos en el sosiego de la distancia, cuando uno recrea un paisaje de vuelta ya a casa, narra una historia que oyó, me gustan mucho más que aquellos otros que son productos de anotaciones de viaje; es decir, gusto más del texto de la distancia que recrea estampas de la vida anterior y que tienen la oportunidad de ser vestidas con la rica prosa del que se sumerge en el pasado y trata de exprimir toda la sustancia de una experiencia sondeando en su memoria ese tipo de belleza que necesita del reposo y la memoria para ser ahondada, fecundada y esparcida en nuestros sentidos.


Original de Luis Miguel Soriano (con su venia)


Fecundar el presente con la memoria del pasado quizás sea una de esas tareas hermosas que le cabe al que escribe o al que simplemente ensueña pasando el peine del recuerdo por retazos de vida que necesitan ser agitados como la madreselva para que de nuevo puedan esparcir en el ambiente el perfume que encierra un pasado cuya esencia se renueva con cada recuerdo. Cuando leía el capítulo del libro de Pisón a que me refería más arriba, tenía muy fresca esa sensación de quién ve resurgir de las cenizas de la memoria otro nuevo ser, que siendo en el pasado un lago, una montaña, se convierte en el presente en una joya literaria donde los espíritus de la montaña se expresan, se ponen en comunión con nosotros, o donde el lago, además de reunir en sus reflejos toda la belleza de la montañas circundantes, se convierte en amigo inseparable, en una especie de deidad omnipresente en el caminante que ha vivaqueado junto a sus aguas. “El lago llega a serlo todo y aún desde tan lejos, escribe Martínez de Pisón ahora evidentemente desde su hogar, noto ahora dónde estoy, que no me podré nunca deshacer de este implacable amigo”. El autor fue, vio, sintió, pero es cuando han quedado miles de kilómetros de por medio que el espíritu del lago lo retiene frente a un folio con el encanto de su belleza para darle una vida nueva en la mitología del lugar.


 


Y lo que me pregunto, sabiendo lo tanto que el pasado puede fecundar el presente, es si en ese deshojar la margarita de cara al verano no cabría incluir la resurrección de alguno de esos duendes de nuestro yo que vivieron bellas e intrincadas aventuras sin apenas apercibirse de la extrema y salvaje hermosura del momento. El capítulo de  Pisón termina con las palabras que encabezan este post: “La cima está, efectivamente, en el interior de un gran lago de luz”. ¿Estarán las cimas, las aventuras que hemos vivido en el interior de ese lago de luz que puede ser nuestra intimidad más preciada, el interior de un lago del que extraer los reflejos de las montañas y la esencia de las vivencias más caras con las que acaso volver a encontrarse al abrigo del calor del verano?

 

 

 

 





 


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