La cima está, efectivamente, en el interior
El Chorrillo, 29 de junio de 2020
Me pillan estos días en un continuo deshojar la margarita
del verano. Ante la amenaza de un rebrote persiste esa duda de marcharme lejos
o no, pero me temo que la tal amenaza está empezando a encubrir la verdadera
razón de mi duda. La costumbre de pasados veranos de vagar por las montañas
ejerce la presión del hábito que, aunque ceñido a mis deseos, impide que salgan
adelante otras posibilidades. El confinamiento en cierto modo ha abierto un
boquete en los usos de todo tipo ayudando con su presencia e inmovilidad a explorar
otras alternativas y a profundizar en otros hábitos y pasiones. Es el caso de
la lectura. Aunque cuando camino lea en abundancia mientras valles o bosques
pasan a mi lado, no es lo mismo que esa otra lectura más reflexiva y
contemplativa que traen las largas horas de verano en casa con un libro en las
manos mientras el canto de las cigarras o los pájaros cruza el aire cálido de
la estación o la brisa del ventilador acaricia tu cuerpo.
Inimaginable hubiera sido sin estos días de confinamiento,
época que fue de rebote tiempo de reflexión, que a estas alturas me planteara
la alternativa de sustituir el vagabundaje de las montañas por las largas horas
de lectura en casa. Pero ahí está. Ayer, el capítulo que leía del libro de Martínez
de Pisón y que llevaba el título de El
trisul en el lago, comenzaba así: “A veces quisiera fragmentarme y vivir
vidas completas en sitios como éstos (un rincón del Himalaya) y en otros por
los que he pasado y he deseado quedarme”. Y la sugerencia de sus líneas venía cargada
con tal fuerza, evocaciones que se mezclaban con un bello texto que hablaba de
un lago voraz, cruel y generoso, un lago que sonreía y que a veces daba rienda
a su mal humor, que presentí, recurriendo a la imagen socrática del parto, que
hay un tiempo en la vida en que la quietud y la contemplación son elementos
claves para que los partos de nuevas criaturas sean posibles dentro de nosotros.
Me explico. En el libro de Pisón (pausa, la pareja de abubillas,
que anidan en un agujero del desván de nuestra casa, andaban jugueteando por la
parcela y han venido a posarse sobre la leñera frente a mi ventana. Corro a por
la reflex silenciosamente y, sí, perfecto, ahí quedó la pareja para adornar
este post que estoy escribiendo. Ayer redescubrí las fotos nocturnas de Luis M
L Soriano y volví a ver las fotos de Julio Gosán que se me habían perdido entre
las polémicas del confinamiento, lo que puede contribuir a alimentar mi
adormecida afición fotográfica; así que la cámara cerca para no perder oportunidad.
Por cierto, ¿cómo coño conseguirá Luis esas fantásticas tomas del firmamento
nocturno?); en el libro de Pisón, decía, observo el hecho curioso de que sus
textos escritos en el sosiego de la distancia, cuando uno recrea un paisaje de
vuelta ya a casa, narra una historia que oyó, me gustan mucho más que aquellos
otros que son productos de anotaciones de viaje; es decir, gusto más del texto
de la distancia que recrea estampas de la vida anterior y que tienen la
oportunidad de ser vestidas con la rica prosa del que se sumerge en el pasado y
trata de exprimir toda la sustancia de una experiencia sondeando en su memoria
ese tipo de belleza que necesita del reposo y la memoria para ser ahondada,
fecundada y esparcida en nuestros sentidos.
Fecundar el presente con la memoria del pasado quizás sea
una de esas tareas hermosas que le cabe al que escribe o al que simplemente
ensueña pasando el peine del recuerdo por retazos de vida que necesitan ser
agitados como la madreselva para que de nuevo puedan esparcir en el ambiente el
perfume que encierra un pasado cuya esencia se renueva con cada recuerdo. Cuando
leía el capítulo del libro de Pisón a que me refería más arriba, tenía muy
fresca esa sensación de quién ve resurgir de las cenizas de la memoria otro
nuevo ser, que siendo en el pasado un lago, una montaña, se convierte en el
presente en una joya literaria donde los espíritus de la montaña se expresan,
se ponen en comunión con nosotros, o donde el lago, además de reunir en sus
reflejos toda la belleza de la montañas circundantes, se convierte en amigo
inseparable, en una especie de deidad omnipresente en el caminante que ha
vivaqueado junto a sus aguas. “El lago llega a serlo todo y aún desde tan lejos,
escribe Martínez de Pisón ahora evidentemente desde su hogar, noto ahora dónde
estoy, que no me podré nunca deshacer de este implacable amigo”. El autor fue, vio,
sintió, pero es cuando han quedado miles de kilómetros de por medio que el
espíritu del lago lo retiene frente a un folio con el encanto de su belleza
para darle una vida nueva en la mitología del lugar.
Y lo que
me pregunto, sabiendo lo tanto que el pasado puede fecundar el presente, es si
en ese deshojar la margarita de cara al verano no cabría incluir la
resurrección de alguno de esos duendes de nuestro yo que vivieron bellas e
intrincadas aventuras sin apenas apercibirse de la extrema y salvaje hermosura
del momento. El capítulo de Pisón
termina con las palabras que encabezan este post: “La cima está, efectivamente,
en el interior de un gran lago de luz”. ¿Estarán las cimas, las aventuras que
hemos vivido en el interior de ese lago de luz que puede ser nuestra intimidad
más preciada, el interior de un lago del que extraer los reflejos de las
montañas y la esencia de las vivencias más caras con las que acaso volver a
encontrarse al abrigo del calor del verano?




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