El Chorrillo, 18 de julio de 2020
Mi ojos cansados no resisten toda una tarde de
lectura y me veo obligado a recurrir a la lectora que me acompaña en mis
caminatas, esa voz con cierto sabor a intimidad que no escucho desde aquel día
en que holgazaneé largamente en la garganta de Bohoyo en el chozo de La Redonda. Un
verano con Homero, el libro que leía con los ojos hasta hace un rato y que
he sustituido por la escucha de Verano, de Coeetze, está a punto de
acabarse y prefiero demorar su final con la esperanza de conseguir recuperar
alguna nueva idea de las que es tan prolífico el libro. Los comportamientos de
los dioses y los hombres de hace dos milenios y medio, aqueos y troyanos dando
cobertura a las pasiones del amor, la guerra o el poder, dan lugar a que el
autor vea el reflejo de parecida pasiones en la vida política actual, una interesante lectura que te fuerza a percibir la realidad
de nuestros días como un continuum de lo mismo que sucedía hace milenios
en la antigua Grecia. El énfasis que adquiere el litigio entre el determinismo
propiciado por los dioses, que intervienen de continuo en los actos y
contiendas de los hombres, y la libertad de sus héroes propicia una reflexión
paralela en donde lo que se cuece es la medida en que el individuo es dueño de
su libertad en un medio en que los caprichos de los dioses, a veces enfrentados
entre ellos mismos, intervienen coartando, frustrando o favoreciendo los actos
de estos.
La reiteración en La Iliada con
que los dioses dirigen constantemente el baile hace pensar en esos otros dioses
de nuestra época que determinan nuestros hábitos, nuestros impulsos de consumo
o que rigen desde la propiedad de los medios de comunicación a nivel mundial
los destinos de los sapiens de parecida manera a cómo los caprichos de
Zeus y las simpatías y humores de los otros dioses intervenían en el desarrollo
de la contienda frente a las murallas de Troya. “El control de los recursos, el
acceso a las fuentes de energía, el poder abstracto de las finanzas, los
movimientos demográficos, la propagación de las religiones reveladas, ¿no son
los nuevos dioses malvados del Olimpo eterno?”, escribe Sylvain Tesson en Un verano con Homero.
Los dioses dirigen el baile del mundo. Una
interesante extrapolación a la que ahora vuelvo después de dejar el libro de
Cooetze a un lado urgido por lo que representó en la historia de nuestro país
un día como hoy hace ochenta y cuatro años. Hoy 18 de julio sería una fecha
propicia para proporcionar un ejemplo de cómo los dioses se comportan a lo
largo de la historia y de cómo, cuando éstos se ven amenazados, utilizan todas
las fuerzas de disuasión a su alcance para que el poder no se les vaya de las
manos. Nuestra guerra civil no fue otra cosa que la rebelión de los dioses del
momento ante la posibilidad de que sus súbditos, envalentonados con el triunfo
en las urnas de la II
República, pudiera mermar los privilegios de que habían disfrutado
desde tiempos inmemoriales.
Atentar contra el poder de los dioses,
representado por entonces por las grandes fortunas, la Iglesia Católica o
la recalcitrante intelectualidad de la
derecha, sean estos los del Olimpo o la fortuna de Juan March y sus similares, fue
un acto peligroso que de hecho derivó sin escrúpulos de ningún tipo en los
horrores de una guerra fraticida. E importa poco entonces la valentía de los
héroes o la llamada a la cordura, porque para la ambición sin límite de lo
dioses los miles de muertos que puedan caer en el campo de batalla es sólo un
accidente necesario para que todo siga como hasta el momento. Los dioses,
parapetados en sus nubes sobre el campo de batalla, propiciarán la muerte de
medio millón de ciudadanos –Patroclo, Aquíles, Héctor, entre ellos–, arrasarán
el país entero, destruirán ciudades e infraestructuras esenciales de España,
pero todo será a la gloria de los propios dioses que patrocinaron la guerra. Tras
ella, y como correlato de la contienda, vencedores y vencidos quedarán
enfrentados, y España quedará vertebrada en dos facciones, la afecta a los
dioses que provocaron la guerra y aquella otra que pretendió sin éxito la
instauración del sentido común. Todo en definitiva continuará siendo un juego
inventado por los dioses que nos seguirán mirando desde el Olimpo con la
sonrisa sardónica de su poder omnímodo: “Las grandes divinidades –olímpicas
ayer, políticas hoy– seguirán prosperando sobre los escombros.
Los dioses siguen dirigiendo el cotarro. Si en
los tiempos de Homero hubiera existido la prensa y la televisión el autor de la Iliada habría tenido que dar un vuelco a su
estrategia y habría tenidoqque optar por hacer grandes inversiones en los medios de
comunicación para convencer a los contendientes de las bondades de esa guerra
necesaria contra los rojos de todo color.
Pero no termina aquí la transposición homérica de
los dioses representados por los que controlan los recursos del planeta, los accesos
a las fuentes de energía o el poder abstracto de las finanzas; también es
posible esa transposición al plano personal en que los dioses podrían ser la
expresión de nuestros propios sentimientos y la encarnación de nuestros deseos más
poderosos. Estos reflejos psicológicos serían los de Afrodita cuando hablamos
de seducción, Ares cuando sufrimos arrebatos de rabia, Atenea a la hora de la
astucia o Apolo cuando nos diese la fiebre marcial.
¿No será, se pregunta, Tesson, la actuación de
dioses y héroes a lo largo de la guerra de Troya, valga decir la lucha personal
y social que mantenemos los sapiens
desde que bajamos de los árboles, la expresión del debate interior que mantiene
tanto el individuo consigo mismo como la sociedad en sus propias entrañas?
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