El Chorrillo, 14 de julio de 2020
Todavía era de noche esta mañana cuando sonó el despertador; mi cuerpo no estaba para salir al campo a caminar; una agradable pereza me rodeaba con sus brazos invitándome a recostar la cabeza en su regazo. Fue volver a dormirme en la calidez de una mañana más de este raro verano sembrado por aquí y por allá de amenazas y de llamadas a recogerse en el espacio cálido de las cuatro paredes de eso que llamamos hogar.
Soñé que tenía 92 años y que
la vida se me escurría tranquila de las manos. No había nada especial que me
inquietara, era un día más del mes de julio como los de aquellas lejanas
temporadas que pasaba los meses de calor caminando por las montañas. Mi cuerpo
y mi memoria estaban llenos de la compañía de los recuerdos y respiraban un
raro bienestar que se mezclaba con el duermevela de una hora de la siesta. Era
la imagen de algunas estampas literarias que había conservado a lo largo de los
años, un anciano de un relato de Azorín que miraba el llano desde la
balaustrada de una casa solariega manchega; otro anciano de un cuento de Luis
Goytisolo que hacia el final de sus días escuchaba
Me volví a despertar un rato después. En esta ocasión lo hice bañado por una sensación de mórbida apacibilidad. Busqué los primeros rayos del sol en las copas de los árboles, pero todavía no había llegado a ellos el aliento del nuevo día; la hija de la mañana, Eos de rosados dedos, pensé enseguida recordando la lectura de Homero de la tarde anterior, sobre la copa de los ciruelos y las acacias debería ser la señal para levantarme. La tarde anterior un amigo me había hablado de la situación crítica de su padre. La edad que yo tenía en el sueño era la misma. Mientras recreaba las imágenes de mi sueño miraba distraído el paisaje de las paredes de mi cabaña frente a mi cama, dos desnudos de dos amigas que me inspiran en las mañanas en que la sensualidad se apodera de mi cuerpo, un cuadro al óleo que pinté hace cuarenta años en el que nadie se fija especialmente y que días atrás llamó la atención de una amiga que quiso ver en él una pintura que le transmitía una especial emoción, un hombre con camisa blanca, como el gitano de brazos en alto de la pintura de Goya, que recuesta la cabeza sobre una mesa en una habitación vacía que destila una gran sensación de soledad; más allá de este lienzo un desnudo mío emulando divertido a algunos de los sátiros de la mitología griega.
El momento de yacer en la cama antes de levantarme por la mañana quizás sea el instante más privilegiado del día, ese rato cuando sin haber salido todavía totalmente del sueño las percepciones gozan de una especial penetración en que las cosas de la vida se mueven a cámara lenta como dentro de un calidoscopio y en donde como hoy la tónica de la pieza que sonaba en mi cabeza volvía una y otra vez a llevar la melodía entera a esos dos personajes de Goytisolo y Azorín en que yo mismo me había convertido.
El final de la vida de un hombre anida en su corazón, un pequeño espacio que poco a poco va haciéndose mayor con los años y que naturalmente encuentra su manera de hacerse oír en esos especiales momentos en que ensoñamos o en que nuestro ánimo relajado abre las puertas a sus inquietudes interiores, a sus seres amados o a sus experiencias más preciadas. Anida porque está ahí, la idea, el momento, las circunstancias que la rodean, y estando ahí la realidad se ve bajo un prisma muy especial, desde ahí la realidad es mucho más tangible, más cercana, menos sujeta a equivocaciones. Se trata del momento determinante en que uno puede de una vez por todas hacer balance y saber a ciencia cierta si se ha equivocado o no. Si tantas veces equivocamos nuestra vida es precisamente porque no hemos sabido escuchar a ese ser interior en el que la voz de los últimos momentos ajusta, debería ajustar, los trastes de la existencia para probar si la melodía entera de la vida suena afinada, melodiosa, agradable a los oídos.
Mi chica, que anda siempre por aquí revisando mis textos a la búsqueda de una coma mal puesta o un gazapo, me dice que me repito y yo le digo, a ella precisamente que tanto sabe de música, que las repeticiones y sus variantes son una parte esencial no sólo de la vida sino también de la música. ¿Qué haríamos con una sonata si en ella constantemente no encontráramos los ecos de la melodía principal? Así, la vida y la escritura, que son un constante repetirse con sus continuas y pequeñas modulaciones agregadas o intercaladas con el tema principal.
Tardé en levantarme en parte porque la mañana estaba fresquita y agradable, pero sobre todo porque hacerlo rompería definitivamente el hilo que me unía a estas sensaciones en las que me había fundido –agua en el agua, esa imagen que tanto me gusta– desde el momento del alba. A veces cambiar de postura, incorporarte o salir a alguna urgencia supone romper la débil capa emocional y afectiva que se ha creado sobre la superficie de las tranquilas aguas de la mañana. Sin embargo excepcionalmente el estado de gracia persistió, me acompañó en el baile, en el saludo al sol y en la piscina mientras hacía los largos matinales que me ponían en disposición de entrar en el día con pie firme.
Ahora, en mi cabaña, suena
también
Da comienzo el día tercero
de
manto
verde que recrea la mirada.
La
vista amena se deleita
con
el vivo color de las flores.
Aquí
la planta exhala su fragancia al aire.
Aquí
brota la planta que cura las heridas.
La
rama se vence bajo sus dorados frutos.
Aquí
el bosque ofrece un fresco cobijo.
Cerradas selvas coronan las altas laderas.


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