domingo, 12 de julio de 2020

Héctor el alpinista y Héctor el héroe de La Iliada





El Chorrillo, 12 de julio de 2020

 

Lo que sigue trata de ser una reflexión que quiere responder a ese viejo interrogante de por qué escalar montañas. La motivó la presencia de un nombre propio que aparecía en dos libros que estoy leyendo, en uno, Héctor, el héroe troyano muerto a manos de Aquiles tras haber dado aquél muerte a su amado Patroclo;  el otro un personaje de la novela La cima inalcanzable (Gabriel Romero Cañizares) acosado por el mal tiempo mientras intenta con dos compañeros la ascensión al volcán Taapacá. Ayer me sorprendió el temperamento de Héctor en el interior de una tienda de campaña cubierta por la nieve y la tempestad; su destemplado carácter en la estrechez de un pequeño habitáculo de tela daba un aire novedoso a un relato de montaña en donde generalmente se evita este tipo de acontecimientos. Héctor no es un héroe, es un hombre con una vida complicada derivada de sus muchos años de orfanato que se despacha con sus compañeros con una chulería y suficiencia sorprendente. Ni siquiera su temperamento tendría necesidad de aparecer en estas líneas. Quizás él sea tan solo el representante del escalador empeñado en su particular guerra de ascender una cumbre. Se verá. El tema lo afronto como una compleja partida de ajedrez, al menos para mí. Poner a un héroe troyano junto a un alpinista que intenta una ascensión a una montaña de casi seis mil metros, debe de tener algún tipo de conexión para que a mí esta mañana se me haya ocurrido relacionarlos.

Júpiter se divierte viendo cómo dioses y héroes están a punto de partirse la crisma en el campo de batalla. “Júpiter, sentado en el Olimpo, y con el corazón alegre reía al ver que los dioses iban a embestirse” (La Iliada). El escenario de la batalla se presenta así: “Aquiles, famoso por su lanza, saltó desde la escarpada orilla al centro del río. Pero éste le atacó enfurecido, hinchó sus aguas, revolvió la corriente, y arrastrando muchos cadáveres de hombres muertos por Aquiles, que había en el cauce, arrojólos a la orilla mugiendo como un toro”. En la Iliada los ríos, impulsados por los dioses, cobran vida y arremeten contra el héroe, “Las turbias olas rodeaban a Aquiles, la corriente caía sobre su escudo y le empujaba, y el héroe ya no se podía tener en pie”.

En el otro libro Héctor y sus compañeros sufriendo la tempestad, una lucha no menor en la que la tormenta, el frío y la nieve, se congracian para poner a prueba el temperamento y la fuerza de estos aqueos empeñados en la conquista de su particular Troya. Si allí el río arremete enfurecido contra Aquiles, aquí Héctor y sus dos compañeros son vapuleados por la tormenta y una gran nevada. El símil es evidente.

La guerra fue siempre el oficio y la pasión de una gran parte de la humanidad, que ha encontrado/encuentra en ella la satisfacción de instintos muy asentados en la naturaleza humana; la exaltación del poder, la supremacía del yo como persona, como tribu o nación ha alimentado a los hombres desde el principio de los tiempos. El rapto de Helena por Paris  en La Odisea como motivo de la guerra no es más que anecdótico. Lo que en el fondo del alma de los argivos se agita no es Helena sino el deseo inaplazable de la conquista, la puesta a prueba de las fuerzas de un pueblo y de sus héroes. ¿Dónde iría a parar esta energía sometida dentro del alma como en una caldera a punto de explotar si no es buscando alguna válvula de escape que la alivie de la presión interior? En otras palabra: la guerra como válvula reguladora de la presión interior. Freud estudia también el funcionamiento de otras válvulas reguladoras para otras energías interiores que impulsan al hombre con una fuerza irreprimible, la energía sexual, naturalmente. La sublimación es el camino, la transformación, desviación de esta energía hacia el campo del arte u otras actividades sacan del atolladero al hombre presionado por los imperativos de una sexualidad que se acumula en sus genitales y en su cerebro también como caldero a punto de explotar si la válvula reguladora no funciona o no se satisface la necesidad.

Los héroes de La Iliada en realidad son la ciega expresión de una presión interior cuyo origen no parece que sea otro que el que impulsa a la naturaleza a dar cuenta de la fuerza de que estamos poseídos, de nuestras capacidades, del deseo de poder; esa necesidad de ponernos a prueba a nosotros mismos ante situaciones que nos exceden o nos retan y que de superarlas nos darán la medida de nuestras capacidades y nos proporcionarán el placer derivado de nuestra enjundia. Hay más, claro…

Es la primera vez que se me ocurre relacionar estos dos conceptos de guerra y montaña: el deseo, como parte de un impulso de la especie, quizás relacionado con la supervivencia –la de ser más fuerte que el otro, lo que asegura más posibilidades de vida– del que busca en la guerra cierta realización personal y social. La guerra, que podría interpretarse como una sublimación de ese deseo de poder que trata de realizarse con el ejercicio de su valor en la destrucción de los otros, se transformaría en el deseo de escalar montañas en un desafío a uno mismo. Si la sublimación erótica desplaza el impulso sexual hacia la creación artística, la sublimación del dominio de los otros y el poder podría interpretarse que en el caso de la montaña desplaza esa situación de violencia y de dominio de otras personas hacia la conquista de la propia realización; la actividad de la montaña se convertiría así en la asunción de un reto permanente con uno mismo  y dirigido a la superación de nuestras propias limitaciones.

Y tras todo ello tendríamos a los poetas como Homero dando cuenta a través de sus relatos de las turbulencias que se producen en el ser humano, propias de los mecanismos de la especie para asegurarse la supervivencia, pero que, escondidas en las sombras, pueden ser los motores de actos que nombramos como rescate de Helena o nazismo que en el fondo responden a mecanismos en donde la supremacía del yo o de un pueblo es la razón última de la acción de la guerra.

Junto a estos poetas de la guerra como Homero, tendríamos a los escritores de libros de montaña, cuyos relatos en su esencia pertenecerían al ámbito de las gestas de Aquiles o Héctor, impulsos primarios siempre destinados a alcanzar una cima como quien se empeña en conquistar la ciudad de Troya. Y mientras tanto la obligación del autor de usar una abundante gama de colores y personajes, de dibujar una trama bella y apasionante en que los participantes en el relato vivan tanto las acometidas de la montaña, las tormentas, o el embate de los enemigos, de modo que la vida de una manera u otra se nos presente como el hervidero que son las pasiones que indudablemente habrán de ir acompañadas de ese espíritu de lucha que nos hace fuertes y agraciados amantes.

En suma, que llevamos la guerra dentro como llevamos el sexo y que la montaña junto a tantas gracias que encierra puede recoger mucho mejor nuestras energías de especie para derivarlas al ejercicio de la confrontación con nosotros mismos. “La vida es guerrear”, escribía Séneca. Y para ello no hay mejor contendiente que uno mismo.

Joder, qué serio y sentencioso te has puesto, tío, me dice el enanito de turno. Qué se le va a hacer…

Ergo: a seguir pateando montañas.

 


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