El Chorrillo, 7 de junio de
2020
Tú me dirás que es una bobada,
pero sí, esto de estrenar un teclado mórbido, suave, que hace que la escritura sea
algo así como una dilatada caricia de donde surgen las palabras como de la
chistera de un malabarista, tiene una gracia singular, aunque tú no lo creas.
Me lo habían traído los de Amazon al mediodía mientras hacíamos los
preparativos de nuestra fiesta familiar y me había olvidado de él hasta el
mismo momento en que nos quedamos solos. Un teclado es una cosa muy particular.
La historia de los que han pasado por mis manos siempre ha sido una historia
cargada de cierta sensación de confraternidad, ese tiempo en que sin saber qué
escribir precisamente pero que animado por tres o cuatro palabras con que había
encabezado la pantalla, las yemas de los dedos, expectantes sobre las teclas
como esperando ser acariciadas, empiezan a moverse de una a otra al calor de
una idea que comienza a abrirse paso, las primeras palabras cayendo sobre las
teclas que empiezan a dibujar sobre la pantalla sus primera hileras de letras
todavía tímidas y como entrando en calor.
Desde que se
inventó esto de los ordenadores y abandoné aquella vieja máquina de escribir
portátil que a tantos viajes me acompañó, el recuerdo de mis teclados es
parecido al que tengo con mis botas de montaña; la suavidad nunca superada de
un Compacq con el que recorrí América Latina durante medio año desde Tierra del
Fuego hasta las selvas de Bolivia y los Altos del Parinacota; el laptop ya más
ligero que lo sustituyó en el primer tramo de mi vuelta a España a pie; otro portátil que feneció bajo una jarra de
cerveza que le cayó encima circuncaminando la isla de Ibiza. Tantos más,
también los que en mi cabaña ocuparon la mesa frente al ordenador. Amigos,
compañeros de batalla por los que corrieron ya más de millones de suaves
estímulos surgidos de mis dedos. La primera vez que atravesé los Alpes, en el
año 2003, cuando llegué al último refugio de mi recorrido, mis botas estaban
destrozadas. Recuerdo que las coloqué sobre un prado cercano y las contemplé
largamente con un cariño muy especial, eran unas botas que me habían llevado
por complicados y estoicos senderos desde Cannes hasta el mar Adriático; con
ellas había cruzado el Pirineo y muchas montañas más; las miraba como quien
mira a un amigo de toda la vida del que uno se va a despedir definitivamente.
Su imagen pasó después a ilustrar mi primer libro de la colección Caminar cada día. Aquello fue un gesto
de agradecimiento por el cuidado que habían tenido de mis pies. Nuestras viejas
botas, nuestros teclados, el piolet que usamos durante una década en los
primeros años de montaña, cierto jersey con refuerzos de cuero para los rapeles
que me hizo mi madre, unos esquís que terminaron ejerciendo de estantería para
los libros… Una historia entrañable la de tantos compañeros de viajes, tiendas
de campaña, cuerdas, teclados, camisas, botas, mochilas.
Así que
acaricio el teclado y comienzo. Busco que las palabras empiecen a fluir y pueda
apresarlas para darles cobijo en el estrecho recinto de mi noche. El placer de
la escritura necesita de un tema que te invite a precipitarte sobre el teclado.
Hoy no lo tengo. Hoy me despegué tanto del mundo de más allá que hasta me
olvidé de leer la prensa. Tan solo contesté un correo que me había entrado
temprano por la mañana, era de Cive, José Antonio para los amigos. Hablábamos
de ese empeño de vivir en las laderas de algún cerro, un bosque, un lugar en que,
como los antiguos poetas de la dinastía Tang, pasar los tiempos de la madurez. Un
lugar solitario, decía yo, en donde salir a la puerta de mi casa en pelotas sin
molestar a nadie, donde un cacho de cielo, los árboles y los pájaros fueran mis
vecinos inmediatos. Y le recordaba aquellos versos de Gil de Biedma:
En un viejo país ineficiente,
algo así como España entre dos
guerras
civiles, en un pueblo junto al
mar,
poseer una casa y poca hacienda
y memoria ninguna. No leer,
no sufrir, no escribir, no pagar
cuentas,
y vivir como un noble arruinado
entre las ruinas de mi
inteligencia.
La vileza de
la vida pública me sugería este tipo de pensamientos. “Vi la vanidad de todo lo
que no es reverencia a la belleza”, había leído yo la noche anterior junto al
lago Baikal, y supuse que Gil de Biedma estaba muy ofuscado por la grisura de
su tiempo y lo que deseaba era descansar al fin de tanto trabajo inútil. No
había deseos de belleza en sus palabras; consumidas las municiones de la existencia
sólo le quedaba sentarse frente a su casa a contemplar el atardecer de la vida.
Ya, pero no te fíes de los poetas, amiga, para los que la retórica o la simple
búsqueda de un tema puede ser suficiente para escribir lo que sea. Cuando a
García Lorca le daban la lata con el tema de los gitanos como si él mismo estuviera
auspiciando su cultura, bien claro lo tenía. Para mí es un tema, no más, decía.
Y es que a veces confundimos lo que alguien escribe como si fuera parte de su
pensamiento, cuando en realidad tan sólo puede formar parte del deseo ingénito de
escribir para mostrar una realidad cualquiera. Más o menos lo que me sucede a
mí esta noche, que se me cierran los ojos de cansancio –toda fiesta exige
siempre un exceso de gastos de calorías- y sin embargo aquí estoy dale que dale
y sin decir apenas nada acercándome ya al canónico millar de palabras.
Sí, ayer fue
día de encuentro, ¿sabes?, encuentro con mayúscula después de un trimestre de
vernos mis hijos, mis nietos, toda la familia apenas por el recuadro del
teléfono, sintiéndonos y acariciándonos a través de guasaps, llegó el instante.
Fue una imagen para ilustrar la posibilidad de los inicios de un panóptico que
puede estar marcando un futuro en donde los abrazos y los besos no vuelvan a
ser posibles. Ellos allí sobre la rampa de nuestra casa, de pie, frente a
frente a dos metros de distancia, sin poder tocarnos, la sensación de
impotencia nunca imaginada, las mascarillas, el deseo en la mirada de
abrazarnos. Terminamos apañándonos, sacamos mesas al jardín, traje una
carretilla de leña, Quique buscó la barbacoa, hicimos cuatro grupos de
convivientes alrededor de la la mes, pusimos un poco de música y al fin, aunque
distanciados, pudimos recomponer aquello de “y decíamos ayer”. La cerveza, los
aperitivos, la carne que se iba haciendo en la barbacoa, la locuacidad de esa
conversación interrumpida desde hace un trimestre. La entraña y el vacío
estaban riquísimos, las morcillas de arroz y cebolla exquisitas, entraban
ricamente bien con el Habla la
Tierra y, los calabacines y los pimientos a la plancha
servidos con la carne al calor de la conversación casi ya nos hizo olvidar esa
distancia obligada.
La felicidad
está al alcance de todos cuando la temperatura a la sombra es liviana, el vino
corre por las venas como una caricia y el deseo del calor de los hijos y de
toda la familia se ve al fin satisfecho. Yo no sé nunca bien de qué coño va
esto de la vida, pero ayer, mientras atendía la carne en la barbacoa, la
troceaba y la repartía uno por uno, ¿quién quiere morcilla, quien un poco de
entraña menos hecho, quién un trocito de sangrante vacío, quien algunas rodajas
de calabacín?, mientras repartía o degustaba mi trozo de carne y miraba a toda
esta troupe que constituye mi familia
me sentí realmente feliz. Sentirse comunidad, uña y carne con esa gente que
tanto quiero me aliviaba de una vez por todas del peso que este país divido
echa sobre nuestros hombros. Y en ella muy especialmente el calor de mis nietos
correteando como cervatillos inquietos por aquí y por allá. Y más tarde, para
digerir todo aquello, la hora de echarse al césped algunos mientras los abuelos
bailaban, Lucía y Ainara hacían equilibrios sobre una cuerda tirada entre dos árboles
o Manuel y Manuela jugaban con la pelota.
Manuel,
Manuela, Ainara, Andrea, Mario, Guille, Rosa, Malela, Quique, Lucía y Victoria:
gracias por este día tan bonito y entrañable.




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