El Chorrillo, 20 de junio de 2020
La sospecha de que nuestra
forma de ser, una gran parte de nuestra manera de pensar y una razonable
cantidad de nuestro comportamiento vienen condicionados por factores genéticos,
se me presentaba muy próxima ayer cuando, décimo aniversario de la muerte de Saramago,
algunos tuiteros recordaban el acontecimiento con una cita del autor lusitano
que decía lo siguiente: "Mi abuelo antes de morir quiso despedirse de los
árboles de su huerto abrazándolos uno por uno, agradeciéndoles los frutos que
le habían dado." El autor del tuit añadía: “Diez años echando de menos a
José Saramago”, lo cual es memorable y cierto, porque a la buena gente siempre
se la echa de menos.
No sé si en la época del abuelo
de Saramago era común eso de abrazarse a los árboles, un descubrimiento en que
yo tomé parte hace un par de décadas en contacto con algunos aspectos de la
filosofía oriental, una práctica centenaria que parecía empezar a ponerse de
moda en aquella época. Por cierto, que echo una ojeada a ver qué se dice en la
red sobre eso de la arboterapia y todo, bajo el signo ese de la praxis de
nuestra época, lo resumen en que abrazar árboles es un práctica saludable y, especialmente,
para aquellos que sufren de asma, bronquitis crónica, hipertensión arterial e
insomnio; tan propio de nuestra época como colocar la pasta en determinados
fondos de inversión. Se ve que sí, que muchos cuidados, pero que tenemos al
alma descuidada.
Menos mal que no era el caso
del abuelo, que si para la salud viene bien, mejor, pero que no iban por ahí
los tiros. Últimamente me acuerdo mucho de Dersú Uzalá (“La lluvia ha besado
los árboles. Muchas veces. Las plantas han crecido por la alianza con el sol y
el agua. En una cavidad de la tierra, en un día recorrido por el viento, el
cazador, Dersú Uzalá, fue enterrado. Y, lentamente, el hombre de los muchos
días de caza se unió con el suelo”); me acuerdo de él que trataba a los árboles
y animales como familiares amigos con los que compartía su existencia; no es
que hubiera feeling entre ellos, era
la afectuosa relación que puede darse entre las parejas de los humanos que
conviven durante décadas juntos y a los que ya lejos de aquellos efluvios
amorosos de los primeros años de matrimonio, les une ahora la ternura de la
compañía y la cordialidad de compartir la vida. Algo que cada vez siento más en
mí en la cercanía del bosquecillo en cuyo seno vivo y está instalada mi cabaña,
o incluso cuando paseo por la
Pedriza y siento el bosque y los pájaros como parte de mi
propio mundo.
Ah, esta dichosa historia de la
escritura que como un riachuelo juguetón tira por allá donde la pendiente le
manda, que se encuentra con grandes rocas, las observa, habla sobre ellas y
después vuelve a precipitarse en el fluir del primer argumento. Volvamos a
donde lo había dejado en el primer párrafo, esa tierra de donde cada uno viene
y que nos marca para el entero recorrido de nuestra vida. Hablaba de la buena
gente, entre los que se encuentra notoriamente Saramago, y en el terreno en que
intentaba penetrar una vez apartadas algunas zarzas y los grandes helechos que
ocultaban el camino, era ese ser persona cuyos atributos lejos de ser nacidos
por generación espontánea, parecen estar escritos en el ADN que recibimos de
nuestros antecesores. La idea de que Saramago pensara como pensaba por el
simple azar de las combinaciones aleatorias no me convencía; no me convence que
yo sea como soy en gran parte porque nací así como podía haber nacido de
cualquier otra manera. Por ello, cuando me encontré con un abuelo tan
particular cuyo deseo antes de morir era abrazar los árboles de los que había
estado rodeado la última parte de su vida, enseguida se me ocurrió que por ahí
debían de andar algunos de los genes que le tocó en suerte a este visionario
escritor que nunca se arredró en el momento de poner los puntos sobre las íes a
la Iglesia Católica
y a todo desmañado depredador político o económico dedicado a vivir y medrar a
costa de los más débiles.
Ser buena persona quizás puede ser una generosa casualidad con que la Naturaleza premia a
algunos agraciados individuos, pero me temo que tras ello existe un laborioso
trabajo de civilización y domesticación del egoísmo humano que, cultivado con
mimo, trabajado, arado, estercolado durante toda la vida puede incorporarse al
ser humano generación tras generación, al punto de que con carácter recesivo o
directamente, los seres humanos buenas personas incorporen grandes márgenes de
bondad en sus genes que a su vez transmiten a sus descendientes. Obviamente a
los descendientes de los hijos de puta, por desgracia, les ocurrirá lo
contrario, así, a unos hijos de puta como la pareja Aznar-Botella les sucederá
otro hijo de puta en la figura de su hijo, que no encontrará en su vida otra
cosa mejor que enmafiarse en las redes de un fondo buitre. Jajaja. A veces mi
lógica de carbonero hace que me parta de risa cuando en el último momento pongo
punto final a una reflexión. En una de estas me saco un máster al estilo del
tal Casado, máster en biología genética, por ejemplo.
El caso de Saramago es
puntualmente notorio porque eso de tener un abuelo que en los momentos
inmediatos a desaparecer desea saludar cariñosamente a los árboles con los que
convivió denota que proviene de una buena cepa que transmitió sus bondades a su
nieto. Mi empeño en dividir al personal de este mundo en buena gente, mala
gente y equidistantes parece que se me está agudizando y creo que sí, que puede
ser interesante mirar al mundo bajo esta óptica porque te alivia del trabajo de
tener que decir: mira éste, qué gilipollas, y añadir la consiguiente razón de
la tal gilipollez. Cuando ya has metido a alguien dentro del saco de esos
incorregibles “hp”, ya no discutes, ni siquiera les ves, no existen, te trae
sin cuidado lo que digan en los periódicos. ¿Qué razón de ser podrían tener las
opiniones de la momia de Felipe González si la gente o los periódicos no se
ocuparan de él? Hay personas que existen solo y exclusivamente porque otros se
hacen eco de sus palabras. Así que, zas, no nombrarlos, no hablar de ellos, no
existen.
En su lugar dediquemos cada
mañana a abrazar a algunos árboles, aunque sea de la
Gran Vía , y luego, por la tarde escogiendo
un rincón tranquilo de la casa, leer a Saramago; Ensayo sobre la lucidez, Ensayo sobre la ceguera, o si no se quiere
tanta luz sobre los errores de nuestra sociedad se puede optar por Memorial del convento o El Evangelio según Jesucristo, un libro
que a los curas no les hace mucha gracia.

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