viernes, 19 de junio de 2020

Saramago. Quiso despedirse de sus árboles antes de morir




El Chorrillo, 20 de junio de 2020

La sospecha de que nuestra forma de ser, una gran parte de nuestra manera de pensar y una razonable cantidad de nuestro comportamiento vienen condicionados por factores genéticos, se me presentaba muy próxima ayer cuando, décimo aniversario de la muerte de Saramago, algunos tuiteros recordaban el acontecimiento con una cita del autor lusitano que decía lo siguiente: "Mi abuelo antes de morir quiso despedirse de los árboles de su huerto abrazándolos uno por uno, agradeciéndoles los frutos que le habían dado." El autor del tuit añadía: “Diez años echando de menos a José Saramago”, lo cual es memorable y cierto, porque a la buena gente siempre se la echa de menos.
No sé si en la época del abuelo de Saramago era común eso de abrazarse a los árboles, un descubrimiento en que yo tomé parte hace un par de décadas en contacto con algunos aspectos de la filosofía oriental, una práctica centenaria que parecía empezar a ponerse de moda en aquella época. Por cierto, que echo una ojeada a ver qué se dice en la red sobre eso de la arboterapia y todo, bajo el signo ese de la praxis de nuestra época, lo resumen en que abrazar  árboles es un práctica saludable y, especialmente, para aquellos que sufren de asma, bronquitis crónica, hipertensión arterial e insomnio; tan propio de nuestra época como colocar la pasta en determinados fondos de inversión. Se ve que sí, que muchos cuidados, pero que tenemos al alma descuidada.
Menos mal que no era el caso del abuelo, que si para la salud viene bien, mejor, pero que no iban por ahí los tiros. Últimamente me acuerdo mucho de Dersú Uzalá (“La lluvia ha besado los árboles. Muchas veces. Las plantas han crecido por la alianza con el sol y el agua. En una cavidad de la tierra, en un día recorrido por el viento, el cazador, Dersú Uzalá, fue enterrado. Y, lentamente, el hombre de los muchos días de caza se unió con el suelo”); me acuerdo de él que trataba a los árboles y animales como familiares amigos con los que compartía su existencia; no es que hubiera feeling entre ellos, era la afectuosa relación que puede darse entre las parejas de los humanos que conviven durante décadas juntos y a los que ya lejos de aquellos efluvios amorosos de los primeros años de matrimonio, les une ahora la ternura de la compañía y la cordialidad de compartir la vida. Algo que cada vez siento más en mí en la cercanía del bosquecillo en cuyo seno vivo y está instalada mi cabaña, o incluso cuando paseo por la Pedriza y siento el bosque y los pájaros como parte de mi propio mundo.  
Ah, esta dichosa historia de la escritura que como un riachuelo juguetón tira por allá donde la pendiente le manda, que se encuentra con grandes rocas, las observa, habla sobre ellas y después vuelve a precipitarse en el fluir del primer argumento. Volvamos a donde lo había dejado en el primer párrafo, esa tierra de donde cada uno viene y que nos marca para el entero recorrido de nuestra vida. Hablaba de la buena gente, entre los que se encuentra notoriamente Saramago, y en el terreno en que intentaba penetrar una vez apartadas algunas zarzas y los grandes helechos que ocultaban el camino, era ese ser persona cuyos atributos lejos de ser nacidos por generación espontánea, parecen estar escritos en el ADN que recibimos de nuestros antecesores. La idea de que Saramago pensara como pensaba por el simple azar de las combinaciones aleatorias no me convencía; no me convence que yo sea como soy en gran parte porque nací así como podía haber nacido de cualquier otra manera. Por ello, cuando me encontré con un abuelo tan particular cuyo deseo antes de morir era abrazar los árboles de los que había estado rodeado la última parte de su vida, enseguida se me ocurrió que por ahí debían de andar algunos de los genes que le tocó en suerte a este visionario escritor que nunca se arredró en el momento de poner los puntos sobre las íes a la Iglesia Católica y a todo desmañado depredador político o económico dedicado a vivir y medrar a costa de los más débiles.
Ser buena persona quizás  puede ser una generosa casualidad con que la Naturaleza premia a algunos agraciados individuos, pero me temo que tras ello existe un laborioso trabajo de civilización y domesticación del egoísmo humano que, cultivado con mimo, trabajado, arado, estercolado durante toda la vida puede incorporarse al ser humano generación tras generación, al punto de que con carácter recesivo o directamente, los seres humanos buenas personas incorporen grandes márgenes de bondad en sus genes que a su vez transmiten a sus descendientes. Obviamente a los descendientes de los hijos de puta, por desgracia, les ocurrirá lo contrario, así, a unos hijos de puta como la pareja Aznar-Botella les sucederá otro hijo de puta en la figura de su hijo, que no encontrará en su vida otra cosa mejor que enmafiarse en las redes de un fondo buitre. Jajaja. A veces mi lógica de carbonero hace que me parta de risa cuando en el último momento pongo punto final a una reflexión. En una de estas me saco un máster al estilo del tal Casado, máster en biología genética, por ejemplo.
El caso de Saramago es puntualmente notorio porque eso de tener un abuelo que en los momentos inmediatos a desaparecer desea saludar cariñosamente a los árboles con los que convivió denota que proviene de una buena cepa que transmitió sus bondades a su nieto. Mi empeño en dividir al personal de este mundo en buena gente, mala gente y equidistantes parece que se me está agudizando y creo que sí, que puede ser interesante mirar al mundo bajo esta óptica porque te alivia del trabajo de tener que decir: mira éste, qué gilipollas, y añadir la consiguiente razón de la tal gilipollez. Cuando ya has metido a alguien dentro del saco de esos incorregibles “hp”, ya no discutes, ni siquiera les ves, no existen, te trae sin cuidado lo que digan en los periódicos. ¿Qué razón de ser podrían tener las opiniones de la momia de Felipe González si la gente o los periódicos no se ocuparan de él? Hay personas que existen solo y exclusivamente porque otros se hacen eco de sus palabras. Así que, zas, no nombrarlos, no hablar de ellos, no existen.
En su lugar dediquemos cada mañana a abrazar a algunos árboles, aunque sea de la Gran Vía, y luego, por la tarde escogiendo un rincón tranquilo de la casa, leer a Saramago; Ensayo sobre la lucidez, Ensayo sobre la ceguera, o si no se quiere tanta luz sobre los errores de nuestra sociedad se puede optar por Memorial del convento o El Evangelio según Jesucristo, un libro que a los curas no les hace mucha gracia.







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