El Chorrillo, 19 de junio de 2020
"Para mí lo esencial es comprender. Y escribir forma parte de ello, escribir forma parte del proceso de comprensión. Cuando consigo desarrollarlo, me doy personalmente por satisfecha del todo. Si además logro expresarlo adecuadamente en la escritura mi satisfacción es doble”. Hannah Arendt.
La certeza de mi ignorancia me trae siempre,
aunque sea por los pelos, al abrevadero de esta clase de citas que necesito
repetírmelas y repetírmelas, dada mi mala memoria. Llevo un tiempo leyendo Antimanual
de filosofía, de Michael Onfray, un libro hecho para estudiantes de
bachillerato que me recuerda página tras página las bases de un conocimiento
esencial que si uno se descuida y no renueva constantemente estará en trance de
perder para siempre. Todo aquel discurso de Ortega y Gasset, que cierto día en
que perdido el camino en algún intrincado valle de los Alpes leía con atención
mientras vigilaba el gps y que se me quedó grabado, la idea de que no hay nada
asentado, ni en la historia ni en la conciencia de los individuos. Todo lo que
conseguimos es efímero y lo podemos perder a la vuelta de la esquina; podemos
perder la sanidad pública a manos de desaprensivos, podemos perder nuestra
conciencia de clase, podemos perder la conciencia de la justicia. Toda esa
ganancia que hemos conseguido como personas leyendo o enfrentándonos a
situaciones complicadas se puede perder como se pierde una buena forma física
cuando dejas por una larga temporada de caminar. Consideramos, advierte Ortega,
que todo lo que de civilización y progreso hemos conseguido es un bien
permanente y que todo seguirá sumando década a década, siglo a siglo, sin
posible vuelta atrás, y tal idea es falsa de punta a punta. A principios del
siglo XIX, leía en un a ocasión a Stefan Zweig, el clima que se vivía en Europa
era una creencia absoluta en que estábamos en una curva ascendente de cultura y
progreso que seguiría subiendo indefinidamente. Pocos años después estalló
En esta línea es donde creo que hay que situar la reflexión tanto histórica como personal de esa necesidad constante de refrescar los conocimientos si no queremos dar pasos atrás hacia la barbarie. Es una de las razones que pueden llevar a este continuo retornar a la fuentes de viejas lecturas, ese volver a las ideas raíces y regeneradoras que nos han ayudado a convertirnos en personas; un ejercicio que junto con el acto de pensar y escribir ayudan a comprender mejor la realidad.
El acto de comprender e integrar en nuestra mente el entorno conceptual, humano y de relación con el mundo en que vivimos constituiría las líneas directrices de las que valernos para respaldar con cierta garantía nuestras propias ideas en un marco de realidad aceptable. Si el acto de comprender se convierte en una liviana trabazón de supuestos poco asentados en una realidad determinada, el trabajo de nuestro pensamiento posterior, falto de agarraderos sólidos, la imagen de un escalador que paso a paso no se asegura de la solidez de un agarre antes de desplazar su otra mano o pie a otro resalte, es pertinente; faltos de agarres sólidos se corre el riesgo de una peligrosa caída o, en el caso del razonamiento, de estar improvisando un discurso carente de base que puede encuadrarse dentro del género de las tontunas que empañan tan a menudo el sentido común e impiden construir un razonamiento objetivo.
“Pensar es comprender las cosas en su plenitud, no sólo tomar vistas parciales, vagas, que digan algo sobre ellas, pero que dejen fuera mucho de ellas” (Ortega, Ideas y creencias). Ortega es prolijo y sentencioso cuando se refiere al hecho de comprender. Unos párrafos más adelante vuelve a insistir: “Una vida que en absoluto no se comprendiese y aclarase a sí misma, sucumbiría. Por otra parte, una vida que se viese con plena claridad a sí misma, sin tiniebla alguna, sin rincón de problema, sería la absoluta felicidad”.
¿Qué, en este andar por la vida, un trozo de existencia de unos pocos años, puede ser tan prioritario, si no atenernos a esta idea de Ortega?
En otro plano diferente recuerdo haberme encontrado en una novela leída hace décadas, El lector, de Bernhard Schlink, un leitmotiv en ese concepto que encabeza estas líneas, donde el hecho de comprender se transforma en una insoportable cuestión que acecha al protagonista hasta la desesperación. Michael conoce a una mujer analfabeta y se establece entre ellos una relación esencialmente sexual cuyo ritual consiste en bañarse y hacer el amor, después de lo cual ella le pide que le lea un libro, habitualmente obras de literatura clásica. Se produce una separación de años y un día él, ya abogado y casado, asiste a un juicio donde se juzga a criminales nazis responsables de haber dejado morir en una iglesia a trescientos judíos. Hanna, su antigua amiga, es la principal acusada. La prueba es un informe supuestamente escrito por ella. La vergüenza de confesarse analfabeta la induce a confesarse culpable. Antes de que se dicte la sentencia Michael está a punto de confesar que la conoce y que es analfabeta, lo cual aliviaría su pena de prisión. Pero el primer dilema moral que se plantea es si es ético ayudarla contra su voluntad para que no se llegue a saber algo de lo que se avergüenza profundamente. El segundo provenía de la culpabilidad de Hanna. Michael “quería comprender y al mismo tiempo condenar el crimen de Hanna. Pero su crimen era demasiado terrible”.
Por una parte la necesidad imperiosa de
comprender la realidad que nos rodea, paso previo para la conciliación con los
otros y con nosotros mismos, y por otro qué sucede cuando “el crimen es
demasiado grande”, ese dilema en que se encuentra Michael. ¿Qué sucede cuando
nuestro esfuerzo por comprender a esa parte de
Quizás llegado a este punto tampoco convenga
hacer del acto de comprender un absoluto y, admitiendo que el camino hacia la
comprensión de la realidad, con toda la complejidad que ésta pueda encerrar,
llegar a considerar que la comprensión es incompatible con las atribuciones del
Mal, con las que siempre

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