El Chorrillo, 21 de junio de 2020
Hoy estuvimos de cumpleaños. Era el cumple de Mario y Lucía. Sí, hacía un poco más de cuatro décadas de aquello. Una historia que siempre que la recordamos un nudo parece pasar por nuestras gargantas. La una la madrugada en un pequeño pueblo de la cuenca minera de Asturias junto al río Narcea. Un niño de dos años y medio duerme profundamente abrazado a su oso de peluche. Su padre le ha leído un cuento poco antes y ahora ni aunque se cayera de la cama sería capaz de despertarse. Le despierto bruscamente: Guille, Guille, escucha, escucha. Le tengo que agitar por los hombros para lograr despertarle. Al fin abre los ojos. Escucha, papá y mamá tienen que ir al hospital enseguida porque van a nacer tus hermanos esta noche. ¿Vale? Así que no te asustes. Rebeca va a cuidar de ti hasta que nosotros volvamos. No abre la boca, asiente medio dormido. Le tapo, le doy un beso en la frente y bajo las escaleras. Victoria ya me está esperando en el coche con todo lo necesario para la ocasión. Está de siete meses, ha roto aguas y estamos a dos horas de automóvil del primer hospital por un recorrido de carreteras nada fáciles. Mi trabajo durante el día ha sido agotador y poco más allá de Cangas de Narcea no puedo con el sueño. Paramos, me tomo un par de cafés. Ambos estamos muy preocupados. Una de las toallas está ya totalmente empapada. La ayudo a colocarse otra nueva. Nos encontramos un poco asustados. La carretera es una espesa masa negra donde los faros barren somnolientos la oscuridad. ¿Qué tal? Bien, bien, no te preocupes, no corras mucho. Una hora y media más tarde debemos parar a cambiar la toalla. Las calles de Salas y Cornellana están vacías. A lo lejos una gran mancha de luz que ilumina las nubes por abajo nos indica la cercanía de Oviedo.
Victoria queda instalada en un pequeño hospital. Nos tranquilizan. Hay que esperar hasta el día siguiente y decidimos que me vuelva de nuevo a la casa escuela que habitamos desde hace un año. Cuando llego a casa Guille todavía duerme. Poco después del amanecer alguien sube corriendo a nuestra casa desde la parte superior del pueblo, es la dueña del bar en el que está instalado el único teléfono del lugar. Llaman del Hospital General de Asturias. Ha sido un parto difícil. No logro que me digan mucho más. Que vaya en cuanto pueda al hospital. Visto rápidamente a Guille y nos ponemos en marcha hacia Oviedo. No logro entender, yo la había dejado instalada en un hospital y sin embargo los niños habían nacido en otro. He debido de transmitir algo de mi nerviosismo a Guille, pero me es imposible consolarle adecuadamente.
Subo precipitadamente las escaleras del hospital hasta la primera planta con Guille de la mano. Me atiende un médico y con mucha circunspección, después de algunos rodeos me dice que el niño tiene pocas posibilidades de vivir; pesa apenas un kilo y algo. Me acompañan a una sala con algunas incubadoras, en dos de ellas están mis hijos conectados a múltiples tubos, dos cuerpecitos pequeños, tan pequeños… sobre un monitor unas líneas verdes describen agudos picos y valles. Pierdo el conocimiento.
Muchas veces decimos que estos u otros momentos han sido los más importantes de nuestra vida. Son pobres maneras de querer referirnos a los acontecimientos con una inútil vara de medir; la muerte de una madre, la vida de un hijo en manos de un destino incierto, la propia vida deslizándose por la superficie helada de un nevero en la madrugada de una noche de invierno, esos hechos que viven en el epicentro de nuestro recuerdo y nuestra desazón y que nos hablan de la fragilidad de la existencia.
En el hospital en donde había dejado a Victoria encontraron enseguida el parto complicado, un hospital de lujosas salas al modo de un hotel de muchas estrellas. Un hospital sin anestesista, sin ambulancia, sin incubadora. Cuando Victoria pidió la presencia de sus hijos, resultó que se los habían llevado al Hospital General de Asturias en taxi. Inenarrable.
Miramos durante dos días a través del cristal aquellos manojillos de carne que querían vivir a toda costa. Mario tenía el aspecto adusto de quien se está resistiendo con todas sus pequeñas fuerzas por salir de la zona de muerte para al fin poner pie poco a poco en aquella otra de la vida. Fueron días de una intensidad desmesurada. Dos días después del parto, mientras contemplábamos a nuestros hijos y aquellos monitores que emitían gráficas regulares sobre sus pantallas, a Victoria se lo produjo una hemorragia que dejaba regueros de sangre sobre la sala. Movimientos de urgencia, alguien que pide la presencia precipitada de un médico. Unos minutos después desaparece en una camilla tras unas puertas abatibles. El ginecólogo que la había atendido en el parto, quizás pensando en sus próximas vacaciones de verano mientras la atendía, no había observado que la placenta no había salido de la matriz. De no haber estado en el hospital cuando se produjo la hemorragia, no sé qué podría haber pasado; tan aparatoso era aquel reguero de sangre.
Y Guillermo, ¿dónde estaba Guillermo a sus dos cortos años y medio en mitad de aquel drama? Allí, con nosotros, conmigo. Dos días después mientras visitábamos a su madre, sufrió una inesperada crisis, algo explotó dentro de él, sus hermanos chiquitos en la incubadora, el desmayo de su padre los días previos, la madre sangrando. Tuve que tomarle en brazos y llevármele a un parque próximo. Me deshacía en explicaciones con él, que sabía que no entendía, pero que pretendía que atravesaran su conciencia y en ella se abriera paso un resquicio de ese sosiego que había perdido en los dos últimos días. No hablaba. Le preguntaba ¿entiendes, entiendes, Guille? Mamá está enferma y Mario y Lucía están muy pequeños y tienen que estar en esas cajas de cristal durante unos días hasta que se pongan un poco fuertes. Después de un par de horas pareció serenarse. Por entonces Guille era un niño sociable que hablaba con todo el mundo y que desde su nacimiento se había amamantado con el sol de los caminos y el contacto del cielo estrellado, que conoció de muy pequeño los vivacs, el corretear por Picos de Europa y los Pirineos. Se adaptaba bien a todos los ambientes, pero aquella situación debió de ser terrible para él. Pobre mi niño, iba pensando yo mientras llevándole de la mano volvíamos de nuevo a la habitación del hospital en donde habíamos dejado a su madre.
Tres semanas más tarde regresábamos en el R4 a Gedrez. Ahora en la familia éramos cinco. Les observaba a través del retrovisor allá atrás en sus canastillas de rafia y me vibraba la emoción en todo el cuerpo. Nos esperaban meses duros de cuidada atención seguida a través del único teléfono del pueblo con el hospital, desde donde un equipo médico excepcional nos iría guiando en la lenta recuperación de nuestros bebés.
De esto hace estos días cuarenta
y un años. Ayer, que habíamos querido vivaquear en Peña
Mi hija me va a perdonar la excepción, pero no puedo prescindir de dejar en mi diario la constancia de esas dos imágenes que marcan el inicio de sus vidas y el momento del día de hoy. Por medio de esas dos fechas quedan cuarenta y un años de eso que llamamos vida.
Que la vida nos siga yendo tan bonita a los doce. Muchos, muchos besos y abrazos.









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