El Chorrillo, 11 de junio de 2020
Notas para un diario de fin de
jornada tras un par de días de vagar por
Bajé del collado Ventana al trote y cuando llegué al coche las piernas me temblaban de excitación. Era la vuelta a la normalidad, a las trotadas, al vagar tranquilo entre los peñascos de nuestra sierra, a comprobar que las piernas, aunque faltas de entrenamiento, sostienen bien. Después de lavarme un poco en el riachuelo cercano, llamé a Antonio. Quedamos en una terraza de Manzanares el Real. A Antonio no lo conocía hace unos meses, coincidimos casualmente en FB y tirando de la cuerda de los recuerdos encontramos en seguida algún puñado de amigos comunes en el ambiente de la montaña. Fue el comienzo para que ahora nos podamos reunir de vez en cuando alrededor de una cerveza para charlar de lo divino o de lo humano.
Con Antonio me encuentro a gusto porque compartimos universos similares, pero sobre todo admiro en él su agudo sentido crítico, la posibilidad de hablar sobre cualquier tema, estemos o no de acuerdo, con la certeza de que ninguno de los dos vamos a estar recitando las ideas de otros o los términos de algún artículo que hayamos leído en el periódico de la mañana. Esa hartura de tener que razonar continuamente sobre las evidencias está ausente en nuestra conversación. Me gusta conversar, creo que se trata de uno de los placeres que más aprecio, pero me aburre soberanamente hablar con alguien que repite esquemas aprendidos y a los que difícilmente se les ve una idea original en sus apreciaciones. Esta diptopía en la que poco a poco vamos entrando, cada vez se va apareciendo más a esa línea de pensamiento en que las personas dejan de ser ellas mismas para hacerse portavoces de esto o de lo otro; se es del Barcelona, se es del Atleti, se es de Vox, se es del PP, o se es de Podemos, tanto monta. En una situación así para qué coño va a intentar uno razonar con alguien. Cada vez nos adentramos más en un mundo de sordos y de lo ya sabido. A él le contaba mi experiencia de la noche, la emoción de volver a la soledad de los vivacs improvisados en cualquier rincón entre los peñascos. Nos despedimos con los gestos de los tiempos que corren, abrazos en la distancia.
Después de la cena, antes de comenzar a escribir estas líneas, eché un vistazo de dos minutos por los titulares de la prensa y me entretuve un poco más con FB. En el muro de Néstor me encontré esta singular idea: “por las calles de mi mente/ encuentro tus recuerdos...”. Más abajo aparecía la imagen, tomada a la altura del suelo, de una calle que sugería acaso las inextricables ramificaciones que nuestros recuerdos y nuestras mentes recorren en el libre divagar del pensamiento. Al pie de la imagen, Néstor escribía: “Muchas gracias” y seguía una lista de nombres propios. Daniel Pennac, que dedica todo un capítulo a su falta de memoria en El dictador y la hamaca, dando detalles de cómo los asuntos de las películas vistas o las páginas leídas de los libros, o los rastros del buen vino desaparecen lamentablemente en un plis plas de su memoria, paradójicamente en otros lugares deja constancia de una idea que puede enunciarse así: muchas personas se sentirían muy sorprendidas si supieran hasta qué punto cada uno de nosotros estamos en el corazón de los otros, “se sorprenderían, escribe Pennac, de que su recuerdo me forja cada día una aceptable razón de ser”. Y en otro lugar: “Nuestro paraíso íntimo está poblado por quienes nos han hecho soportable la existencia”. Esas dos líneas en un muro me recuerdan que, frente al fatalismo que suele rodear la percepción de la vida pública, existen pequeñas revelaciones, ya hablaba días atrás de ellas, que bien convendría atesorar en algún rincón de nuestra intimidad para apreciar debidamente el calor que nos viene de los otros.
Todavía me dio tiempo para asomarse al muro de Martín que, en un largo párrafo, se lamentaba por la pérdida de alguien a consecuencia del cáncer. En los momentos más difíciles de la vida, escribía, nos damos cuenta de quiénes son nuestros verdaderos amigos y de quiénes son las personas que realmente nos aprecian. Le contesté con unas líneas: “El próximo día que nos veamos te tengo preparado de regalo un librito que escribí a la muerte de mi madre (murió de cáncer de cerebro). Se trata de un libro de apenas noventa páginas en donde volqué todo el dolor de la ocasión, esa tristeza de la que hablas en tus líneas”. Uno descubre los rastros de una emoción en cualesquiera sencillas palabras de un rincón de la tarde. Las emociones dejan en la vida de uno una peculiar marca que tiene la condición de la ubicuidad, basta un rato de especial soledad, una noche bajo las estrellas o el comentario de un amigo, para que estas broten de nuevo con toda su fuerza. Las emociones no se sitúan ni a derecha ni a izquierda del gozo o el pesar, viven la autonomía de lo que se nos mete por la rendija del alma hasta hacerla vibrar del puro impacto que ejercen sobre nuestra intimidad. Así mis recuerdos de los tiempos previos al fallecimiento de mi madre en nuestra casa, están llenos de dolor obviamente, pero junto a este dolor convivían también sentimientos en que el amor filial, aún oscilando de la parte del dolor, se mostraba como una poderosísima fuerza de comunión, del sentido profundo de plenitud que da la intensidad del vivir. Fuerza desgarradora, que como las grandes tormentas en la montaña encogen el ánimo pero también nos hacen partícipes de la grandeza y de la insignificancia de la vida.
Al encender el ordenador lo primero que hice fue encabezar la pantalla con esta expresión: “Volver a las fuentes de la emoción”. No sabía lo que seguiría, sólo sentía algo indefinido, algo así como el roce del ala de la paloma que rodea a uno cuando se produce una emoción. Una expresión que tiene dos orígenes, uno, una novela de Henry Roth (no confundir con Philip), que dedica varios capítulos a volver a la fuente de las emociones que han visitado nuestras vidas a fin de encontrar en ellas la verdadera razón de ser de nuestro vagar por el mundo, y otra, una novela de Pennac en que habla de una película de Chaplin y de un espectador que, arrebatado por las emociones de unas secuencias de Charlot, deja su vida en la butaca del cine. La acomodadora lo sorprende rígido, pero en su rostro ha quedado esculpida toda la ternura y belleza de una emoción auténtica.
Ayer, cuando
subí al collado Ventana, no buscaba nada en especial, quizás recuperar el
contacto demorado con la montaña, nada en concreto, pero no había un alma,
hacía sol y una ligera brisa y, después de encontrar un recoleto rincón para mi
vivac protegido del viento, me tumbé, dormí apaciblemente un rato hasta que
empezó a hacer fresco. Así que preparé el colchón de aire, me metí en el saco y
no hice nada, absolutamente nada; miraba a lo alto, al Cerro de los Hoyos,
también llamado risco del Nevazo, según Santiago Pino, contemplaba la silueta
oscura del Cocodrilo, la lejana cima de
Soñé con una bicicleta que tenía que arreglar, pero cuyos recambios, después de mucho pensar qué pondría y qué no, me costaban más que una nueva. Al final decidía comprar una. Pero al poco rato caía en que a mí no me apetecía en absoluto montar en bici, momento éste en que la tensión del sueño desapareció totalmente, porque había descubierto que mis problemas con la bici habían terminado; cogería la vieja y simplemente la dejaría a la espera de que el chatarrero pasara junto a nuestra casa. Fue un sueño raro en medio de una noche en que desperté numerosas veces con la misma sensación que me había dormido. Al cambiar de postura abría los ojos, miraba las estrellas, oía el silencio que me rodeaba y me volvía a dormir como un bendito en la comodidad de mi colchón de campaña. A mis deseos les había sucedido lo mismo que a mi bicicleta. Cuando desperté casi me daba el sol en los ojos.








Cuántas cosas se resuelven durmiendo... me ha encantado lo de la bici.
ResponderEliminarAyer me entretuve con el particular helicóptero del Google Earth en sobrevolar el Pirineo, mi destino este verano ya que no puedo ir a los Alpes, y he seleccionado un puñado de zonas a recorrer. En principio usaré como campamento base nuestra furgoneta. Algunas de las zonas quedan cerca de Boltaña, así que lo mismo nos vemos. Un abrazo.
ResponderEliminar