viernes, 12 de junio de 2020

Pirineos en el punto de mira





El Chorrillo, 12 de junio de 2020

 

Hoy tenía que haber dedicado la mañana a cortar unas ramas muy gruesas de unas moreras que cuelgan sobre el camino, pero como hacía un viento considerable enseguida encontré la disculpa perfecta para no moverme de la cabaña. El reparto de las tareas del hogar la verdad es que no es muy equitativo. Mis tareas de hombre de la casa, esas que se consideran propiamente “masculinas”, porque se requiere usar la motosierra en las alturas o quitar un tocón a hachazo limpio, con la cosa de que no son puntuales con demasiada frecuencia dan fe de un desequilibrio del que, aunque soy plenamente consciente, no hay manera de desasirse. Bueno, es que de verdad hoy hace un viento del carajo, la motosierra pesa mucho y los árboles se mueven como si tuvieran una endemoniada curda encima. Así que… como me dicen que el día veintiuno se abren las puertas del Reino y llevo días pensando en qué coño voy a hacer yo este verano sin mis dos meses y medio de vagabundeo por los Alpes, no se me ha ocurrido otra cosa que abrir el Google Earth sobre el que tengo marcadas todas mis largas rutas pirenaicas y echar un vistazo por aquí y por allá a ver a donde pueden ir a dar mis huesos este verano sin repetir en exceso recorridos conocidos.

Como tengo debilidad por largas rutas pero a la vez me visitan todavía ciertas prevenciones a usar el transporte público por la cosa del bichito, no me ha quedado de momento otra opción que sondear a vista de helicóptero toda la cordillera a la búsqueda de posibles destinos en donde pueda diseñar rutas circulares tomando como campamento base nuestra chozacar. Así que sobrevolando sobre el Google Earth durante toda la mañana con la vista atenta a montañas y valles que no conozco bien o que me llaman especialmente la atención por su belleza, mi helicóptero ha ido pacientemente  tomando el pulso a toda la cordillera y recolectando aquí y allá recorridos posibles.

Huelga decir que he encontrado decenas de rincones que enseguida han empezado a hacerme cosquillas con sus promesas de vida asalvajada, como gitano tirando de mi carro, el macuto en mi caso, de un lado para otro, pasando la noche un día junto a un arroyo, otro en una cima, las más de las veces en collados o en el interior acogedor de un bosque. Promesas de esfuerzo y plenitud que no están nada mal para un septuagenario cada vez más temeroso de que por el camino dé un tropezón, me llegue un cólico nefrítico, como ya me sucedió en el Prepirineo hace años, o me encuentre con una retención de orina como me aconteció recientemente mientras caminaba por Fuerteventura. A veces el pensamiento de que me vea en una situación de tener que requerir ayuda para salir de un atolladero por culpa de la salud o por una torpeza en el caminar ponen en duda mis correrías solitarias; pero me resisto, no tengo más remedio que resistirme si no quiero convertirme en una momia y empezar a pensar que ya no sirvo más que para criar gamusinos.

¿Dónde está el punto ese, Carlos, que no se debería sobrepasar? Últimamente he hecho algunos amigos en ese círculo mágico que constituye el ambiente de la montaña y, si hay un tema que me gustaría discutir con alguno verdaderamente mayor, sería éste de la línea que marca la separación entre la prudencia y el deseo de seguir haciendo montaña como la hiciste durante media vida. Es tópico ya mencionar a Carlos Soria en este entorno de ideas, pero el interrogante sigue estando ahí. A Carlos le falta escribir un libro, no el de cocina de montaña, que ese ya lo conozco, otro, el del individuo en lucha consigo mismo cuando decide prescindir del handicap de los años para seguir poniéndose el mundo por montera. Uno aprende de las personas, pero aprende esencialmente de los libros donde una mano hábil es capaz de hilvanar, junto a los hechos, el alma que impulsa al cuerpo a poner el pie sobre esa línea divisoria que la edad traza frente a ti. No conozco ningún libro de aventuras que enfrente esta lucha con la edad, y que a mí me parece una desafortunada carencia en la literatura de montaña. Es la situación en que nos encontramos todos los amantes del monte que entramos recientemente o hace tiempo en el gremio de los septuagenarios.

A veces esta línea me la he representado de manera parecida a ese límite con que los personajes de Buñuel en El ángel exterminador se encuentran cuando pretenden atravesar sin conseguirlo puertas y algunos espacios sin que medie impedimento físico que lo frene. Línea invisible pero que ofrece cada vez más resistencia cuando los huesos se hacen más quebradizos, el paso más torpe, la sordera galopante o la artrosis se ceba en las articulaciones. No es que uno quiera ser Marcel Rémy con noventa y seis años haciendo todavía escaladas de dificultad o un octogenario empeñado en besar la cumbre del Dhaulagiri, pero bueno, sí estaría bien despejar de la cabeza la duda; de hecho tenemos loables ejemplos que nos pueden servir de referencia.

Y no es ya que pretendas ningún desafío, ni contigo ni con los elementos; simplemente se trata de dar continuidad a una vida que se conformó en el esfuerzo, las dificultades y el disfrute de una naturaleza plena; la leche que mamamos de nuestra Madre Nutricia, el regazo que nos ofreció la montaña en donde reclinar nuestra cabeza al final de una larga jornada de marcha, el sueño reparador que encontramos bajo el manto acogedor de las estrellas o la soledad que alimentó nuestro espíritu en un día de caminar envuelto en la niebla.

Evocaciones para un tiempo difícil donde la amenaza del Covid sigue ahí como espada de Damocles sembrando la duda sobre el porvenir, pero que en cualquier caso, tras este largo encierro vuelven a llamar al ánimo a retomar el curso de la vida de los veranos y a tener presente los avisos que la edad va depositando previsoramente sobre nuestros proyectos.

 

 

 

 

 


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