El Chorrillo, 9 de junio de 2020
El capítulo del libro que leía está tarde lleva
este título: Ilustración. Corresponde
a
En no pocas ocasiones la realidad que se te pone
delante de los ojos, mis reflexiones, y reconociendo de entrada mi alto grado
de ignorancia, me llevan a considerar a un porcentaje altísimo de ciudadanos de
mi condición como personas con una edad mental no superior a los nueve o diez
años. Sí, ya, que ya te estoy viendo, Marichu; pero déjame un momento
explicarme, ¿eh? Quizás fue una idea que barruntaba y que no fui capaz de
expresarla hasta que me la encontré plasmada en un pensador de la actualidad
del que olvidé su nombre. El término que aquel autor usaba para expresar la
razón de tal circunstancia era el de indolencia. Que un adulto, explicaba, no
sobrepase la edad mental de un alumno de primaria, no se debe a otra cosa que a
su incapacidad para superar determinado estado de pereza que le imposibilita
para pensar con mediana lucidez sobre un asunto concreto. El autor aquel y herr Kant parece que tenían la misma
idea sobre el asunto.
La pereza, culpable de que arrastremos en tantos
momentos de la vida un pensamiento infantil, que no se desarrolla por falta del
ejercicio imprescindible del acto de pensar, se adjudicaría así, si la
proposición fuera cierta, el liderazgo de muchos de los males que nos aquejan
como ciudadanos condenados a vivir en una comunidad que, falta de dirigentes debidamente
respaldados por cabezas pensantes, se ve sometida a la aleatoriedad que la
propaganda y los manejos de los que sí piensan; sometida la pereza, recuerdo, a
los fines de estos últimos, que obviamente pueden no tener en absoluto nada que
ver con los deseos de aquellos que les eligen, pero que delegan el trabajo de
pensar a los primeros que sepan llenarles el cerebro de pajaritos.
De momento voy a tranquilizar a mi amiga
Marichu, porque con un párrafo así, tan agresivo, seguro que se mosquea
conmigo. Mira, te explico. Yo no es que me considere muy cortito, aunque algo
de ello sí haya; conocido es que cuando meto las narices en algún libro un
tanto difícil, de filosofía, sin ir más lejos, ya sabes que me veo en apuros.
Así que no te pienses que me la doy de listo; aunque esté seguro de que muchos
andan más cerca del chimpancé que de una persona inteligente, también soy
consciente de mis limitaciones, así como del alto grado de formación y cultura
que germina en todos los rincones de nuestra tierra. Trato simplemente de
aludir a un hecho que, concretamente en España, está resultando fundamental
para que el gobierno de la comunidad se ejerza con las garantías debidas de
lógica y sentido común.
Si en nuestro país despachamos los aspectos
emocionales que nos llevan a atacar determinadas actuaciones del ejecutivo, con
la pasión de la lógica futbolera de si tú perteneces al Madrid, yo al Atléti o tú
al Barcelona, toda la colección de hooligans
que pueblan el abanico político; si descartamos ese aspecto emocional y nos
atenemos escuetamente a cómo razona la población en términos porcentuales respecto
a asuntos concretos como la actuación sanitaria, la renta mínima, el
funcionamiento del poder judicial o el comportamiento del ejecutivo, uno se
lleva las manos a la cabeza. Se lleva las manos a la cabeza porque con sólo
asomar por Twitter, no digo ya por los periódicos de la caverna en donde cosas
tan graves como el comportamiento criminal de los gestores de
Luego
están, eso sí, los que de sobra piensan pero cuya ideología e intereses, o les
impiden ver la evidencia de los hechos, o están volcados en hacer prosélitos,
sea porque ello incrementa misteriosamente las cifras de sus cuentas bancarias,
sea porque en toda la vida no conocieron otra cosa que no fuera el entorno del
barrio de Salamanca.
Soy bastante pesado con eso del flautista de
Hamelin y los votantes de Vox siguiendo dócilmente las tonalidades del
caramillo, pero es que lo tengo clavado. Ahora, cuando voy al supermercado lo
único que parezco ver son mascarillas con la banderita del país. Lo mismo
dentro de poco soy yo el que tiene que ir al psiquiátrico porque ve
alucinaciones. El caso es que lo que nunca llegaré a entender es cómo gente de
barrio o gente de los alrededores de donde vivo pueden estar tan engañados y
obcecados como para ir al supermercado con una banderita bordada sobre la
mascarilla. Unos cuantos me encontré el otro día, un espectáculo que produce
temor porque todo el mundo sabe qué es eso del fascismo y a donde llevó al
mundo esa pasión en los años treinta de Alemania.
El adoctrinamiento funciona, sí señor. De
conocimiento de historia, nada; de analizar y pensar, ni flores; de razones de
justicia tampoco… sólo es cosa de levantar el pendón, ponerles una bandera de
España delante, darle a la manivela de la música del flautista de Hamelin, y ya
tienes un fascista de nuevo cuño en tu barrio. Mentes maleables… ¿Cómo se puede
ser tan ciego para que una bandera y un discurso lleno de odio pueda atraerles
como si aquello fuera un tarro de miel?
Pobres de nosotros que podríamos aprovechar la vida
trabajando codo con codo para que cada uno encontrara su hueco en el mundo o
pudiera bailar su alegría en la plaza del pueblo sin que molestara al vecino,
pero no, hay quien se empeña tanto en poner las cosas difíciles… eso cuando no lo
que esconden es el deseo íntimo de querer hacer jabón con el prójimo, que por
haber, haylos.
En fin, eso: Valor, ¡pensemos!

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