El Chorrillo, 24 de junio de 2020
Amenaza tormenta. Por el hueco de luz que dejan los árboles frente a mi ventana, un paisaje de yema de huevo clara que ha dejado el último calor, gramíneas, avena loca y dispersos olivos por el campo, se cierne un cielo de tormenta de verano. Mientras tanto una familia de aviones vuela incansable frente a mi ventana. Los pequeñajos han dado un estirón estos últimos días y ahora se atreven ya a hacer sus primeros pinitos de vuelo. Ayer me encontré junto al depósito de compost a uno de ellos, el más benjamín de todos, andaba torpe buscando a su mamá; había tenido un aterrizaje forzoso junto a un charco y no era capaz de levantar el vuelo. Pretendí cogerle, pero no se dejó. Se metió a saltitos entre la hiedra.
Saltando en el prado dos mirlos picotean en el suelo a la búsqueda del desayuno. Se ha levantado una fresca brisa que a poco que insista me va a obligar a proteger mi desnudez con algo de abrigo. Pasa a lo lejos una oruga motorizada con una luz ámbar en la cogorota camino de algún campo a labrar. Las palomas emiten su habitual zureo que se mezcla con el también monótono piar de los gorriones. Hace un momento andaba bañándose un carbonero en el recipiente de barro que les he habilitado para pasar los calores del verano. Salió volando cuando vino un mirlo a hacer lo propio. Naturalmente el grandullón de la clase puede, pero el carbonero no se arredra por eso, salta fuera del recipiente y tranquilamente con unos pocos saltitos se coloca detrás de la camelia esperando, como se hace en los servicios públicos, a que ese fornido bicho negro de pico anaranjado termine con sus abluciones, para volver a quitarse el calor en el charquito que ha dejado el agua de los aspersores.
Ahora el que se ha posado en la valla de alambre juraría que es un mirlo pero tiene el pico oscuro, podría ser un tordo pero a contraluz no logro ver su típico punteado de color blanco, aunque no, que ese del punteado debe de ser un zorzal. Ahora llueve, el tordo mirlo no tiene paraguas, pero no parece importarle la lluvia. Busco en mi ordenador y resulta que un mirlo es un tordo y un tordo un mirlo, es decir la misma ave. Los mirlos son diversos como los humanos, si estos se permiten el lujo de ser negros, blancos o amarillos (eso nos decían de niños de los chinos y japoneses, ese género de cosas que contra toda evidencia etcétera), aquellos, sin llegar a perder su entidad pajaril que caracteriza a una familia, se permiten ser negros, de color pardo, con pico amarillo o con pico oscuro. En fin, de todos modos, los habituales habitantes de nuestra parcela, los de melodioso canto, suelen ser negros y de pico anaranjado tirando a amarillo.
Lo dicho, a vestirse. Ha empezado a hacer biruji. Un profundo olor a pasto húmedo penetra por la ventana. Cuatro gotas que despiertan y agitan las fragancias escondidas entre las hierbas y los arbustos. Se oye el lejano zumbido del motor de una moto. Entre las tierras labrantías, Machado sin más, se mueve otro tractor, éste verde pistacho, que arrastra un depósito, con toda probabilidad cargado con purines animales que, me temo, si lo van a esparcir cerca, va a dejar perfumado el ambiente por unos días.
Se enfadó el tiempo un poco y pensé que me libraría de los trabajos de la parcela, pero no, el enfado le duró no más de media hora y, aunque ha dejado el ambiente oscuro de un día de invierno no vale disculpa alguna, así que allá voy. Al fin y al cabo huele tan bien tan bien en la parcela que va a dar gusto seguir arreglando arbustos y aclarando algún rincón; eso y transportar todas las ramas de la higuera que ha estado despelucando esta mañana Victoria. Hace años Paula nos regaló una higuera y la colocamos junto al invernadero sin más, sin más y sin apercibirnos de que todo arbolito pequeño puede hacerse enorme, ahí tenemos a los ficus de Angkor devorando una ciudad entera con los tentáculos de sus raíces y ramas. Bueno, pues la higuera crece tan prolífera que ha empezado a amenazar el bancal de las plantas aromáticas y el propio invernadero, así que hoy, tal como hice yo ayer con mi cabeza, que me la rapé al cero, Victoria cogió las tijeras y no dejó ni una rama que se atreviera a bajar por sobre nuestras cabezas. Habrá que hacer más equilibrios para coger los higos, que quedarán más altos, pero es que hay que distinguir un jardín de una selva y, aunque en la parcela hay trozos que más se parecen a esta última, el rincón de la higuera, que es el espacio de la antigua huerta, y que algún día resucitará, debe guardar la compostura civilizada de un jardín al uso.
Tiene mucho esto de cambiar de estación de llamada a lo nuevo y a otros hábitos. Te despiertas un día sin más y te dices a ti mismo, hoy ya es verano. Sucedió hace días, se notaba en el ambiente, lo mismo que se nota cuando se abren las puertas del avión y pisas tierra en algún país del Sureste Asiático, allí es la pegajosidad del aire cargado de humedad, cierto olor a a vegetales en fermentación, aquí ese calor seco y repentino como flotando en el aire que te sorprende cuando atraviesas la puerta de casa, la luz que te obliga a entornar los párpados; pero más allá de estas percepciones inmediatas son las imágenes que convocan la nueva estación, el camino serpenteante que lleva al pueblo, el sol cayendo de plano sobre el campo como una espada justiciera, el bienestar de la siesta bajo el ventilador, las noches que invitan a demorarse en el jardín en conversaciones banales que acompañan los grillos y el croar de las ranas del cercano arroyo.
Sí, ha llegado el verano.

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