El Chorrillo, 22
de junio de 2020
“Qué bonito”, lo mismo lo oyes frente a un notable cuadro de Goya de la boca de una señora que se ve el museo del Prado en un cuarto de hora con su amiga que ha dejado su caniche a la vecina de enfrente para acompañarla en el paseo matinal; lo mismo lo ves en el museo que en ante cualquier entrada de FB.
La reducción de
las conversaciones a indicativos tales como me gusta, qué bonito, si, no, ni lo
uno uno lo otro sino todo lo contrario, eso si no se usa el manido chascarrillo
frente a cualquier asunto serio, se prodiga tanto en los tan lacónicos
intercambios de FB, que uno empieza a sospechar si no será ello producto de una
causa común a tantísimos males que aquejan a una sociedad que, carente de
fuerza suficiente como para recurrir al rico lenguaje del castellano y al uso
de los argumentos y las razones que puedan enriquecer la comunicación, se deja
deslizar por la rampa de la dejadez, la indolencia o la pereza.
La pobreza de la
intercomunicación que se suele dar en las redes, con sus obvias excepciones,
especialmente en el ámbito del Feisbuk, es tan general que cuesta creer que éste
sirva para algo más que para promocionar anuncios o hacer ver a algunos amigos
lo admirablemente bien que hacen esto o lo otro. Con alguna frecuencia, cuando
alguien escribe un post que sobrepasa las cuatro líneas, me he encontrado al
algún amigo advirtiendo de la ardua tarea que puede esperar a aquellos que se
atrevan con su texto. Observación pertinente que seguro sirve de barrera a las
primeras oleadas de visitadores de las redes y que con toda seguridad
depositarán el óbolo del megusta con un clic, si se trata de un amigo
reconocido, sin que haya habido necesidad de seguir leyendo.
Si a la tarea ya
ardua de leer de por si, eso parece, se le añade la subsiguiente de comentar con
un mínimo de racionalidad, entramos en un mundo donde el número de
participantes disminuye al tiempo que la longitud del texto a comentar aumenta.
Escribo un largo post en donde narro acontecimientos importantes de la vida de una persona; he sacado mis palabras con fórceps, he tratado de encontrar las más adecuadas, subrayar hechos que colocan en la encrucijada a las personas que los han vivido, que son incluso determinantes de su existencia, y al día siguiente lo que me encuentro como toda observación a aquellos hechos es un “qué bonito”. Un “qué bonito” que me chirría por dentro porque tras la parquedad de esas dos palabras imagino desinterés, pereza o el producto de una sociedad que poco a poco va reduciendo los contenidos de su comunicación a una colección de emoticones. A partir de esto percibo un mundo en el futuro en que ya no será necesaria la escritura para comunicarnos con los otros; nos bastará una pequeña colección de esos muñecos para decir todo lo que tenemos que decir. Hablaba yo en mi post de situaciones dramáticas y emotivas de un parto complicado y la respuesta que me encuentro es un “qué bonito”. Maldita la gracia de los “qué bonito” cuando la muerte acecha a un bebé muy pequeño muy pequeño, cuando un río de sangre puede llevar a la madre a la muerte después del parto.
Hablo de que
parecemos colocar a la vida y a sus hechos dramáticos y esenciales en parecido
status de consideración que la película que vemos mientras consumimos una bolsa
de patatas fritas y una cerveza al final de nuestra jornada de trabajo. Los
hechos reales y la ficción no es que se confundan, sino que llegamos a
banalizar hasta tal punto la realidad, que corremos el peligro de sucumbir a
convertirnos a nosotros y a nuestros hechos en elementos de una parte más de
ese arsenal fílmico que llevamos tras la espalda. Los tiempos de la vida real
pierden peso, viviendo en tan íntima relación con la ficción, cuando aplicamos el
“qué bonito” tanto a un hecho de la vida real como a la película que vimos la
noche anterior. Yo qué sé, lo mismo es un problema del uso del lenguaje, ese
hábito de nombrar como bonito esto y lo otro que, cuando se encuentra con algo
que llama la atención, tira del adjetivo más a mano.
El caso es que el tránsito de lo “qué bonito”, como expresión de un reduccionismo de la realidad, tiene su correlato en el cuerpo del acto de conversar cuando es imprescindible utilizar más de dos palabras y usar de argumentos. La misma espontaneidad que se adjudica el “qué bonito” ante un asunto, corre igualmente de la mano de muchas conversaciones que se convierten en un hecho imposible porque la inviste de una disposición similar, esa a la que le falta el verdadero interés por conversar o divertirse con el ejercicio de la gimnasia de la inteligencia.
Me desorientan
las conversaciones en las que los interlocutores improvisan argumentos e ideas
cuyo padrinazgo más parece obra de un automatismo, del lenguaje ese liviano que,
como los movimientos reflejos, ponen en funcionamiento las palabras o las ideas
sin que éstas hayan tenido tiempo de pasar por el cerebro. Nuestro pensamiento,
en estos casos, habituado a moverse en las rutinas diarias por los concurridos
pasillos de unas pocas obviedades tomadas prestadas o fruto de una burbuja en
la que podemos vivir sin apercibirnos de ello, imitan el trabajo de los
reflejos que, liberando nuestra cabeza de la necesidad del trabajo de pensar la
realidad a cada momento, sustituye la comunicación por automatismos cuyo origen
yo colocaría bajo la tutela de, por una parte, el desinterés, y por otra la
pereza; pereza de situarnos ante realidades con la disposición de quien
enfrenta un problema nuevo, razón por la cual podemos tender a tirar de
muletillas o de ideas que se han asentado en nuestro argumentario personal a
través de dudosos conductos que probablemente tienen que ver con la historia
personal y con nuestra decisión o no de cuestionarlas en función del estado de
ánimo que pueble en determinado momento nuestra alma.
Un panorama así, que yo intuyo no es algo puntual, libera el trabajo de pensar, pone nuestro dispositivo pensante, como en el teléfono, en estado de bajo consumo de batería, pero empobrece la conversación y lignifica las sinapsis de nuestras capacidades, por lo que en esta situación debemos recurrir a los típicos asideros de una conversación llevada a cabo en los pocos minutos en que se consume una cerveza en la barra de un bar. De la falta de flexibilidad a la que nos constriñe la rigidez de argumentos que se mueven con tanta frecuencia en el ámbito de esquemas aprendidos, se deriva una conversación frustrada en la que es imposible divertirse mínimamente, porque lo nuevo, la posibilidad de engendrar una criatura nueva, una idea esperanzadora que se abra paso en nuestra oscuridad, es nula.
La frescura de
una conversación donde los interlocutores pueden compararse a entusiasmados
jugadores de ajedrez que ponen en acción su inteligencia y sus capacidades
mentales todas para convertir una partida en un arte, es lo más parecido a lo
que uno puede encontrar en una conversación donde los participantes intentan,
en un rico intercambio de imágenes, argumentos o razones, construir un cuadro
lúdico en el que asomen espontáneos momentos de placer derivados del flujo de
las palabras y las ideas; conversación que, de llevarse a cabo en ese clima en
que el disfrute corre parejo con el desglose de la ideas y su puesta a prueba,
y en donde alguna clase de verdad intenta abrirse paso en la confusa madeja en
que los pensamientos se entrecruzan, constituye por si mismo, más allá de
cualquier tipo de conclusión, un placer per
se que queda desbaratado cuando el insípido automatismo de nuestras
apriorísticas razones hacen acto de presencia.
Y que no se me mal interprete, que lo bonito, bonito es y será, no faltaría más. Sólo que en su sitio y sin usarlo como recurso abusivo para despachar en unas prisas un comentario obligado.

No hay comentarios:
Publicar un comentario