El Chorrillo, 27 de junio de 2020
Días
atrás me encuentro en un post de Pedro Nicolás en el que ilustraba su caminata
por los bosques con Martínez de Pisón, un escueto comentario de Daniel que
dice: “Maestro, te queremos”, un te queremos dirigido al profesor de nuestras
montañas al que se veía caminar en las imágenes con la parsimonia que da contemplar
la vida desde los muchos años de edad. No era menos la cariñosa simpatía de Pedro
cuando escribía que al Guadarrama se le había dibujado una sonrisa en los
labios al ver aparecer al profesor entre las revueltas del sendero.
¿Alguien
en la vida pública, en la privada, en la intimidad, en cualquier esfera puede
esperar de los otros mayor regalo que el sentirse querido así? A mí, que mi íntima
naturaleza me hizo lo suficientemente parco como para que siempre me costara
mucho trabajo pronunciar esas palabras, más de una vez me sucedió que, cuando
quise pronunciarlas, porque en algún momento la memoria me aguijoneaba con el débito
de un acto no cumplido ya que la persona a la que quería se había marchado de
esta vida, me encontrara con los brazos vacíos y el dolor de no haber
pronunciado muchas veces ese “te quiero” cuya ausencia entonces me dolía tanto
como el hecho de no haber hecho explícito mis sentimientos. Tanto me dolió
aquello que cuando las escucho en un contexto en donde su expresión ha perdido
la fuerza original y se vuelve protocolaria, siento una gran contrariedad. Algo
así como lo que se deriva de esa sentencia bíblica que dice “no dirás el nombre
de Dios en vano”. Hay en ellas un tan grande revuelo de intimidades que sabe a
distorsión del lenguaje cuando no suenan en el ámbito de un profundo regocijo
del alma o cuando su cristalina autenticidad queda empañada por el hábito de
los cumplidos.
Resulta un hallazgo, que es necesario resaltar, encontrar en medio del trajín de la actividad diaria ese resquicio por donde las cosas del alma salen a la luz a través de la solidez y rotundidad de las palabras incluso en un lugar tan polémico como las redes sociales. Las cigarras inundan el aire de la parcela con su estridente “canto” en esta hora de siesta. Los recuerdos llegan a mí de la mano de ese “te queremos”. Las mismas palabras cruzaban el ataúd de una antigua amante un día después de que cayera ante mis ojos, mientras escalábamos las pendientes del monte Zebrú en los Alpes. En la iglesia medio centenar de montañeros vestidos a la vieja usanza de gli alpini, rodeaban el féretro en una iglesia abarrotada por vecinos y amigos. Aquellas palabras estaban en los labios y en los ojos de todos; ella era la maestra del pueblo, una de esas personas que en boca de Machado son en el buen sentido de la palabra buenos. Muchos años después eran las mismas palabras bordadas en oro sobre una franja de tela negra las que posaban sobre el féretro de mi madre.
Cuando mi madre tras un largo cáncer al fin
pudo descansar en paz, fueron esas palabras las que grabamos y depositamos
sobre su pecho antes de cerrar la tapa del ataúd. Su ciclo de vida había
concluido y entonces de ella en realidad no quedaba otra cosa que lo que cada
uno de nosotros atesoramos de ella en nuestra alma. Quien no deja en algún rincón
de los otros ramalazos de cariño y amor es que ha malgastado su tiempo y su
vida. Sólo en ellos permanecerá tras la muerte, ese será su particular cielo,
lo que guardan de ellos sus seres queridos, sus amigos. En ese estar con afecto
y con cariño en el corazón de los otros para probablemente la razón de una vida
bella.
Te
queremos es a veces un grito ahogado en el pecho a punto de derramarse por las
mejillas. Es siempre un pálpito del alma que conmueve nuestra intimidad hasta
lo más profundo. Sin embargo, el “te queremos” de Daniel Orte, escrito en
primera persona del plural, tiene un componente particular que hace implícitamente
referencia a ese vínculo especial que establece una sociedad con determinados
individuos significativos de la misma que, por razones de entrega a esa misma
sociedad, por su competencia, su sabiduría, por su obra o simplemente por su
bonhomía han despertado en quienes le conocen ese sentimiento de extremado
afecto.
No
hace falta ser listo en exceso para saber de entre toda la gente que conocemos
quiénes son buenas personas y quiénes no lo son. El patibulario comportamiento de
tanta gente que recibe oficialmente honores y que goza de una importante
deferencia en función de su poder, su dinero o su posición social, sólo es un
paupérrimo teatro de guiñol montado para los ingenuos. ¿Qué riqueza puede
asemejarse a aquella que poseen los que reciben de los otros ese sentido “te
quiero/te queremos? Si la necedad es una de las constantes que pueblan la vida
pública, no se debe a otra cosa que a la ausencia de… sí, otra palabra que se
me atasca, tan sobada y sobada, principalmente por bocas espurias, que da rubor
escribirla: amor.
Toda
la filosofía clásica griega está poblada por ese afán de alcanzar una vida
bella. “Esculpe tu propia estatua”, escribía Plotino. Los estoicos, los epicúreos
o los platónicos no perseguían otra cosa desde sus distintas posturas:
serenidad, desapego, concentración mental, amor. “Filosofar es aprender a morir”,
escribía Séneca, porque esencialmente la idea de la muerte transforma el tono y
el nivel de la existencia interior, le da una dimensión en donde apenas tienen
cabida las pasiones de que es objeto la ruina del hombre con sus ambiciones de
toda clase. El arte de vivir constituía la fuente inagotable de la que bebía aquella
gente de
Y
vida bella es la que destilan esas personas que sin pertenecer al círculo
inmediato de nuestra familia o amigos próximos gozan de ese cariñoso afecto que
se desprendía de las palabras de Daniel. Me encanta ese "te queremos"
sin rubor, le escribía yo el otro día. Es magnífico tener personas, conocer
gente a los que a uno le sale decir esas cosas que parece sólo estuvieran
destinadas al exclusivo ámbito de la intimidad.

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