martes, 5 de mayo de 2020

Yolanda Díaz, las enseñanzas del encierro, una película, en fin…




El Chorrillo, 6 de mayo de 2020

Y ahora que hemos probado la sustancia de otro mundo que nos estaba vedado en la otra vida ¿alguien sabría decir dónde poner en este estado de cosas lo esencial que nos rodea desde la mañana a la noche? ¿Dónde poner los zapatos de brillantes que una famosa actriz luce en una ceremonia de entrega de los Oscars? ¿Dónde esos aviones privados que usan las élites para sus ocios? ¿Dónde el manjar de una fama si no tienes público que te aplauda en un tiempo en que tu máxima preocupación es no caer en los brazos del bichito? ¿Dónde poner, sí, el lujo descabellado, ese con el que queremos deslumbrar a medio mundo, lujo estúpido y superfluo, tarro de miel en donde van a caer tantas moscas? 
Y al final de todo para qué, después que a través de la ventana has descubierto un mundo nuevo, ese vecino que toca el violín desde el balcón, aquella soprano que ha cambiado sus interpretaciones en la Escala de Milán por un  concierto casero desde el balcón de su casa a las ocho de la tarde y que levanta la emoción de sus vecinos hasta las lágrimas? 
 ¿Quién nos ha estado engañando con su juego de trileros hasta hacernos perder el norte, empeñados en gastar nuestras energías y nuestro tiempo en fútiles aspiraciones? Ahora que el aire es más puro que nunca, ahora que los ciervos o los osos han estado de visita en las calles de los pueblos, ahora que la naturaleza, liberada de la presencia de los hombres, vuelve a encontrar el alma perdida que le habían robado la especulación y todos los que esquilman sus recursos y su ser más íntimo; ¿ahora qué? 
 Hoy comprenderíamos mejor a un vagabundo o a un ermitaño si nos lo encontráramos en algún camino vecinal; y si eso es así es porque algo hemos vislumbrado desde el confinamiento que quizás escapa a nuestra comprensión. Las videoconferencias entre amigos y familiares, los guasaps cruzando el ciberespacio como una multitudinaria manifestación de amistad y sincero acercamiento entre amigos, hijos, hermanos, gente que se quiere a los que el bichito ha recluido entre cuatro paredes y que desde el aislamiento han descubierto en sí una loable capacidad de amar, que han visto a diario su reflejo en la mirada anhelante de los otros. 
 ¿No vislumbramos desde nuestro encierro que estamos descubriendo un mundo que acaso subyacía en nosotros en estado latente pero que la velocidad de nuestras vidas y el grosor de nuestros afanes impedían ver? La impersonalidad a que nos condena la vida moderna, el trajín a que somete a nuestro organismo, constituyen una tierra pobre en la que nuestras vidas echan raíces penosamente faltas de nutrientes y coartadas por un modo de hacer que consume su tiempo y sus energías en vanos circunloquios alrededor de valores de dudosa consistencia.   
Estas cosas escribía esta mañana. Después escuché un programa de Carne Cruda en el que participaba Yolanda Díaz, esta mujer que ya me pareció, en algunas intervenciones en que la había visto anteriormente, una gema en medio de tanta mediocridad, volvía a asombrarme con la claridad de sus argumentos, la sencillez de su expresión, la seguridad del terreno que pisaba y, especialmente, por el modo de sortear y dar salida a las “trampas” que le tendía Javier Gallego. Después, ya por la noche, tras haber intercambiado unas líneas con Pedro, el amigo del Navi, sobre algún libro de Bruce Chatwin, del que él acababa de leer Patagonia, me contaba éste, que ahora estaba leyendo Un pueblo traicionado, de Paul Preston, de lo que le estaba costando leerlo por el cabreo que le ocasionaba el comprobar cómo la derecha española sigue manteniendo sus intereses a lo largo de los años. A lo que yo respondía que sí, que es jodido a veces leer determinadas cosas, pero no había más remedio que hacerlo si lo que queríamos era saber en qué mundo vivimos realmente, que no es precisamente el mundo que nos vienen contando desde que éramos niños.
Después vino el film de algunas noches, que también me sugirió alguna reflexión. Ahora estoy en otro planeta, acabado de aterrizar procedente de Dakota, donde se rodaba la película titulada The Rider, y me dispongo a reemprender la lectura de Viajar, el libro reservado  para esta hora de la noche, de R.L. Stevenson. Dicen que es obligado conservar la coherencia del discurso, pero como se trata de un diario en donde el único interlocutor es la atenta escucha de lo que me digo a mí mismo, pues, eso, que pase.
Abro el libro de Stevenson, que en este momento habla de los bosques, y me encuentro lo siguiente: “En ellos todas nuestras penas, todo el arrepentimiento que nos abruma, toda esta charla de deber que no es deber, en medio de la inmensa paz y a la pura luz del día de estos bosques, todo ello caerá, como un ropaje, al suelo mientras a lo lejos los hombres seguirán peleando sobre un fondo de blasfemias, de gemidos y clamorosas disputas”.
Intentaré poner orden en mis notas. De hecho todas estas aparentemente dispares anotaciones que me llevan al mismo lugar donde las flores son más frescas y el aire que se respira es más saludable. El bosque de Stevenson me indica el camino de la naturaleza en donde los ruidos del mundo y sus disputas caerán al suelo como ropaje innecesario habida cuenta de que en ellos es mucho más probable que encontremos la paz para nuestro espíritu. The Rider son las viejas y auténticas pasiones que alberga el ser humano; para Brady Jandreau, actor y personaje real de la historia de la película, la pasión de los caballos y los rodeos; pasión luminosa en las que lo único que importa es la relación con el caballo, ganar un rodeo y cuidar de la hermana autista. La persecución del sueño y un accidente que lo inutiliza para cabalgar son las dos variables sobre las que discurre el argumento. Soñé en grande y ya no necesité más. I have a dream. Para todos nosotros en ese momento soñar con un mundo mejor y más humano.
Pero esto, como me decía el otro día el amigo Cive en un email, referido a un artículo que había escrito yo hablando de la renta básica, es poiesis, del griego, es decir, poesía, en contraposición a sus trabajos sobre el mismo tema que los describía como ponos, valga decir, penalidad asociada al esfuerzo  (poena= pena). Una aclaración fundamental para diferenciar al pensador serio, mi amigo Cive, con el aprendiz de todo, pero maestro de nada que es un servidor. Así se despachaba en consecuencia mi amigo: “pues bien, compruebo que para ti, la RBU es poiesis mientras que para mí es ponos. Vamos, que a buen entendedor palabras sobran, vamos, que me iba por las ramas de la praxis necesaria para etcétera.  
Concedo que hay mucho de esto en lo que escribo, pero también debo decir que en no pocas ocasiones la poesía es el alma de muchas revoluciones, revoluciones interiores, quiero decir. Si queremos cambiar el mundo, tanto necesitaremos de ministros y ministras como Yolanda Díaz, el ponos del amigo Cive, como de aquellos que expresando una concepción del mundo al modo de Joseph Conrad inducen, con sus abstracciones sobre la realidad y con la belleza de su obra, la posibilidad de un retorno a las fuentes, las fuentes de la emoción, las fuentes de nuestra sintonía con la naturaleza y, como le sucedía a lord Jim, la posibilidad de una redención de una forma de vida que necesita correcciones importantes en el ángulo de tiro.  



La poesía es un arma cargada de futuro










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