Para mi amigo Antonio,
que conversa con los arroyos y
los pájaros.
El Chorrillo, 7 de mayo de 2020
Antonio me da los buenos días esta mañana con el regalo de un arroyo cantarín que se ha encontrado en su paseo matinal junto al que se ha sentado para escucharle contar cosas increíbles. La imagen que lo acompaña muestra un riacho de aguas claras discurriendo entre arbolillos y arbustos, aguas como dichosas de estirar las piernas tras el confinamiento. Y yo, mientras miro una rosa que despunta frente al alféizar de la ventana que tengo poco más allá de mi lugar de lectura, pienso en todas esas charlas que yo también he tenido durante mi vida de vagabundo de los montes con ellos; arroyos tumultuosos pletóricos de agua y arrebatadora juventud descendiendo por algún empinado valle de los Pirineos o los Alpes, arroyos calmos y silenciosos, sin prisas, que discurrían por pequeñas praderas sembradas de nomeolvides y gencianas color violeta; riachuelos que corrían junto a mi tienda de campaña hinchados tras el eco del último trueno que explotaba en la caja de resonancia de las cumbres de granito que me rodeaban. También hubo días en que mi único objetivo al acercarme a la sierra de Guadarrama era sentarme junto a alguno de ellos toda una mañana para en posición loto llenarme el alma de la melodía de sus gorgojeos, del suave rumor de sus aguas entre los cantos rodados donde en ocasiones se posaba un carbonero a darse un breve chapuzón.
Y sentir la caricia del sol
que sube por la espalda
mientras meditas temprano
junto al arroyo;
en esto paraba el día a día entonces,
en abrir los ojos
al murmullo del último sueño.
Los arroyos y los ríos ocuparon siempre en el ánimo del vagabundo un rincón muy especial de su alma. Pero ni qué decir que la canción de los arroyos no era siempre la tranquilizadora esperanza de un sueño tranquilo. Tiempo hubo en que ese río que tanta paz traía al caminante, sentado al frescor de su vera tras una larga jornada de caminar por montes y valles, en que el espejo de sus aguas no traía otra cosa que la canción desgarrada de un sueño quebrado,
Ella apareciendo brevemente
como un tosco madero
flotando en el río,
gritando de dolor.
Aquellos instantes en que las aguas donde el vagabundo sosegaba las vibraciones de su alma en la tranquila placidez del alboroto entre los cantos rodados, cambiaban de rostro y adquirían vestigios de desasosiego e incertidumbre,
Cuando tú no estás
cuando el eco de tu voz
queda flotando,
tintineo triste,
en el eco grave de la tarde
como un cascabeleo lejano
de arroyos y pájaros.
Y así, un día por otro, unos porque tras la ascensión a una cumbre era necesario reponer fuerzas y entonces, descargando la mochila junto al arroyo, me sacaba las botas y hundía mis pies cansados en la frescura de sus aguas, saciaba mi sed, me sentaba junto a su orilla a contemplar las nubes, otros porque la necesidad de encontrar la paz al abrigo del bosque me había llevado hasta el rumor de sus aguas, no faltaron nunca en mis vagabundeos, vagabundeo cada vez más sin hora ni destino porque no en vano el tiempo cada vez se desvanece más entre las manos de la edad dejando apenas la humedad de su paso entre los dedos, tiempo que no existe, vida que es sólo ser mientras es; no faltaron nunca, decía, porque acaso desde muy jovencito descubrí que si la vida tenía algún sentido ésta debía nutrirse del rumor de los arroyos, tanto como del fragor de las tormentas, los vivacs bajo las estrellas o el transitar de los caminos de las montañas.
y así, mientras dejaba que la vida pasara
como un río tranquilo,
unas veces trayendo restos de un naufragio
otras llevando de acá para allá
espléndidos instantes de existencia,
el vagabundo, que había caminado ocho o nueve horas a lo largo de los enriscados gigantes de las Dolomitas, ausente de arroyos en aquella parte del mundo, se refugiaba
en la música a la noche
que zarandeaba con sus manos de fiesta
con su fresca luminosidad
el estrecho rincón de mi cueva,
el desenfadado Mozart
viniendo a bañar la hora
en el carmesí gozoso de una sinfonía,
el umbrío bosque
la superficie espejeante de los álamos
adormecidos en las ondas de aguas lejanas
entre los violines de un allegretto
rozando las hebras de hierba de verde luminoso
junto a mi tienda,
en mi pecho como una mariposa
sobre el columpio de la tarde.
Hoy es miércoles y del fondo de un arroyo sube la primavera dando gritos a los cuatro vientos. Y vuelvo a acordarme de aquél que me mandó Antonio y de cómo se sentó a su lado a oírle contar historias, y entonces recuerdo unos versos que escribí hace años en los que había un río en la hora de la siesta que también contaba historias al niño que yo era entonces,
Ah, la infancia
cuando el río atravesaba la hora de la siesta
contando pequeñas historias de príncipes y princesas
y era hermoso cazar ranas
y masticar las raíces de los juncos.
Por el valle bajaban entonces los vientos
hacia la curva del río donde asomaba la isla verde,
gruesas gotas de agua rumoreaban con las nubes
y los pájaros agitaban sus plumas y su canto;
sólo le faltaba un estremecimiento a la mañana.
Ríos, pues, también de la infancia, de la infinita paz de su rumor y sus juegos junto a los álamos. Un viejo río calmoso que rodeó los veranos de mi infancia en los brazos del candor de los recuerdos. Río donde aprendí a pescar y a pasar las noches bajo las estrellas mientras el suave tac tac de sus aguas agitadas por el viento rompían contra la orilla meciendo mi sueño.
Mientras yo contestaba al mensaje de Antonio, frente a mí, ya lo dije más arriba, una rosa color escarlata asomaba por el alféizar de la ventana, muda como acaso esperando a que yo le dirigiera la palabra. Con su cabeza respingona, como un niño que se asomara descaradamente a la ventana de tu habitación de hotel, me miraba también ella. Y entonces yo me pregunté si no le sucedería lo mismo a mi rosa que al arroyo de Antonio, esas ganas de encontrar alguien con quien hablar, comentar, por ejemplo, lo bonita que estaba la mañana, o llamarme la atención sobre la abubilla que hacía un momento contemplaba el bosquecillo nuestro subida a un palo de la leñera. Yo le decía a Antonio que eso de que el riachuelo le hablara y que él se sentara a su lado para oírle denotaba un alma apaciguada y comprensiva. Lo mismo el pobre arroyo, encerrado en la soledad de la mañana, lo único que realmente deseaba era la compañía de alguien que escuchara sus historias.


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