lunes, 4 de mayo de 2020

Naderías




El Chorrillo, 4 de mayo de 2020

Tengo por ahí aparcada la imagen de Harold Lloyd agarrado a las manillas de un reloj y la idea de una agrupación como Greenpeace que, afanada en proteger la vida de los animales y del medio ambiente, tanto puede condenar a muerte a los inuits de Groenlandia como inducir al contagio del Covid-19 elogiando las bondades del transporte público. Cada loco con su tema echando al aire las campanas en momentos en que lo mejor que deberían hacer sería guardar un discreto silencio. Esas ganas de hablar con que se despachan unos y otros en los tiempos que vivimos y que parece que salieran de la boca de una ciudadanía en cautividad deseosa de pisar la calle y estirar las piernas.

Recordando a Arnold Lloyd

Pero ¡ah!, al cuerno con Greenpeace y al cuerno también con el tiempo, ese que se nos escapa de las manos a cada instante y al cual no se sabe si Harold Lloyd se agarra para detenerlo o para no darse un mamporrazo contra el suelo. De hecho la noche hoy es tan suave y tan hecha de rumores, algunas ranas en la lejanía, el tímido escarceo de los primeros grillos, una ligera brisa que suena como el arrullo de las tórtolas, que da lastima perder el tiempo con asuntos de los hombres. De hecho estas primeras horas de la madrugada, hoy ya con las ventanas abiertas de par en par, el asunto esencial era un bosque por el que caminaba Joseph Conrad; el Conrad de los mares y de los grandes viajes en barco de vela en esta ocasión bogaba por tierra firme a la búsqueda del silencio y la quietud, que es la madre de la sabiduría, según afirma en este volumen que leo destinado a los viajes.
Escribo que el croar de las ranas viene de la próxima ensenada, un viejo arroyo sin agua en cuyas márgenes crecen una docena de almendros, pero me obligo a cuidar el lenguaje y me entero de que el término ensenada sólo responde a un pequeño entrante del mar tierra adentro. Miguel Delibes se quejaba ante Dámaso Alonso, entones director de la Real Academia, de que éste no le hiciera ni puñetero caso cuando el autor de Cinco horas con Mario le enviaba una buena colección de términos toponímicos totalmente imprescindibles en el vocabulario de un cazador, que necesita precisar con exactitud la posición de una pieza de caza que ha visto, con el fin de que se incluyeran en el diccionario de la RAE, pero términos en definitiva que al director de la Academia, que jamás había tenido una escopeta en las manos ni precisado de una ajustada descripción de determinada parte del terreno, le sonaban a chino y que por tanto don Dámaso ni siquiera sometía a la consideración de los académicos. La necesidad de la palabra adecuada para lo que quieres decir es un arduo ejercicio que si no se hace puede inducir al lector a tachar de indolente al que escribe. Ítalo Calvino, que era más quisquilloso, desde su puesto de responsabilidad de la editorial Eunaldi, con los vocablos que con los emolumentos que éste regateaba de continuo a los autores, era capaz de devolver una excelente novela de navegación a su autor por el simple hecho de que éste no había manejado con soltura el vocabulario propio del bergantín en donde transcurría su relato. Aprenda usted un centenar de vocablos relacionados con el barco en que se mueven sus personajes y devuélvanme la novela corregida para después del verano, le escribía al autor en una nota que acompañaba la devolución del manuscrito.
Así que de la misma manera que un marinero que va de la toldilla al palo de trinquete y engancha sus pantalones en la portichuela del tambucho, no puede decir que se ha enganchado en una madera en su camino, así yo debería encontrar el término adecuado para un lugar hundido, quizás lo que fue lecho de un antiguo arroyo, en donde crece una abundante vegetación y los mirlos se refugian del calor del verano.
Debería, pero de momento lo dejo y continúo con el libro de Conrad que, decía, andaba caminando por el bosque de Fontenebleau, ese lugar donde Catherine Destivelle, y otros notables alpinistas, cuenta que hizo sus primeras armas como escaladora. Por cierto, y sin que venga a cuento, la única frase que tengo subrayada en su libro, Ascensiones, es una que dice: “Sólo los imbéciles no cambian de opinión”. Ahí queda eso, aunque sea a destiempo.
Son las dos de la madrugada y mañana tengo un puñado de tareas por delante, desbrozar una pequeña selva junto al camino, cortar el seto que se está comiendo algunos ejemplares de populus alba, que planté en el límite de nuestra parcela… en fin, que debería marcharme a la cama… Eso o imito a Harold Lloyd y me agarro a las manecillas del reloj y lo atraso un par de horas, porque de hecho lo que ahora mismo me apetece es echar una partida de ajedrez que podría suponer acostarme a las cinco de la madrugada. Es el caso que el amigo Paco, ayer apenas comenzado el medio juego, él en Hoyos y yo en El Chorrillo, me birló un alfil en un imperdonable despiste que tuve, lo que en consecuencia media hora más tarde me obligó a sacar humildemente la bandera blanca ante la inminencia del jaque mate. Razón por la cual, y para cuidar mis problemas de atención, me había propuesto no faltar durante unos días a mi cita con el ajedrez. Pero, ah, el ajedrez es como ese enorme bicho marino que se enrosca en los cuerpos de Laocoonte y sus hijos, te rodea y ya no te deja hasta que has conseguido reducir al adversario a punto de darle la puntilla en algún rincón del tablero o, naturalmente, hasta que no te queda otro remedio que sacar la bandera blanca por el alféizar de un ejército sometido a la ruina por tu contrincante.
En fin, que me voy a la cama. Buenas noches.



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